Noviembre 17, 2024

Fútbol: ateo pero campeón

La verdad es que no soy “creyente”, no creo en los dioses creados por los hombres desde tiempos remotos. Tampoco en la perfección, salvo en la de lo eterno imperfecto. La vida y el universo son imperfectos, aunque renacen: se revientan, se pudren, duelen, se mueren. Dios es sólo un consuelo, el más elemental y generalizado de los consuelos, el más mortal, el más obvio, tal vez el más necesario. Se entenderá que, desde hace muchos años, unos cincuenta, no soy católico. Desde ese tiempo creo en la especie, en su defensa y su evolución y en la necesidad de cooperar con ella para el bien de todos.

 

 

Sin embargo soy de la Católica, del equipo de fútbol de la Católica. Siempre lo fui y no voy a dejar de serlo a los 80, es decir, mañana.

Veo a la Católica en los estadios desde los tres o cuatro años de edad. Estoy seguro de haber ido al inmenso Estadio Nacional, en  los hombros de mi viejo, en 1940 o 1941, hace 75 años.

Mi viejo era asiduo de los estadios. A mí me llevó, muy chico, al Estadio de Carabineros, cerca del río Mapocho, a presenciar, desde muy lejos para ser boxeo, una pelea de Arturo Godoy con el argentino Lowel. Debe haber sido por ahí por el año 1942 o el 43. También íbamos al Ferroviario y por cierto al Nacional, que él conocía desde su apertura, bastante reciente. Antes, soltero, el viejo iba a los Campos de Sport, según me contó. Desde 1945 fuimos a Independencia casi todos los domingos. Los otros, al Nacional.

Mi viejo era empleado municipal y proporcionalmente los empleados municipales ganaban algo más que hoy; y la entrada al estadio y los sándwiches que allí se vendía eran mucho mejores y más baratos que en esta época. No había sánguches de potito pero sí tortillas de rescoldo con jamón y tomate o tortillas de rescoldo con jamón y palta, todas con una salsita suave de cebolla. Iba mucho más gente al estadio que en estos tiempos. Lo mismo sucedía, entonces, con el cine, al que se llamaba “el teatro”.

La UC, como club de primera, era, al inicio de los cuarenta, un niño igual que yo; el Estadio Nacional, también muy recién nacido, era para mí un elefante de cal de Cartagena o de arena de Algarrobo, amarillito pálido, amplio, impresionante y lleno de gente, con jugadores que se tiraban a la cancha.

Recuerdo esa primera delantera de la UC, de cinco: Perico Sáez, Ciraolo, Mancilla, Eyzaguirre y Riera. El arquero era un joven Sergio Livingstone. El mejor portero de todos los tiempos. Había un mediocampista de apellido Clavería, de cuyo nombre no puedo acordarme. Según mi papá, Perico Sáez había botado varias veces el travesaño con sus disparos de derecha. Yo le puse mucho interés a Perico Sáez, desde que entraba a la cancha no le perdía pisada desde la galería, o la tribuna, cuando “teníamos” más plata, pero no lo pillé nunca botando el travesaño.

 “Y si Riera la centra bien, Ciraolo la punteará y Perico ese gol seguro lo meterá” cantaba la letanía alegre de la barra cruzada poco después. Los que cantaban deben haber muerto ya o tener casi los cien.

Mi padre tenía 37 años cuando me llevaba al estadio; mi tío Ernesto, que también era de la Católica, veintitantos. Poco después la Católica empezó a llevar al Estadio más gente que la que lleva hoy. Treinta mil hinchas en los clásicos. En Independencia del 40, más público que en Las Condes del 2000 o de este título. En Independencia, el 49 fuimos campeones. Salté lo que había que saltar y, con 12 años, entré a la cancha y corrí con ellos cuando el equipo dio la vuelta olímpica.

Soy de la Católica por culpa de mi papá. Como soy chileno por culpa de mi papá y de mi mamá, no por haberlo elegido. Uno elige muy pocas cosas en la vida.

Y con mis hijos y mis nietos pequeños pasa algo parecido no, absolutamente igual.

Mis hijos son ateos pero de la Católica. Hasta los 18 años vivieron más de la mitad de la vida afuera pero no son de Universitario de Lima ni de Industriales de La Habana sino de la Católica.

Ni yo ni mi familia nos identificamos con la barra de marquesina de la Católica, esa que grita, cuando el equipo marcha bien, “humilla Católica”. Nos apesta. No nos gustan ni Larraín ni Sweet.

Ni yo ni mi esposa ni mis hijos, todos profesionales destacados, estudiamos en la UC. Incluso no nos gusta la universidad Universidad Católica, menos la Iglesia Católica, pero somos de la Católica, como somos chilenos. Todos, casi de nacimiento y para toda la vida.

Así como no nos gusta Chile todos los días, ni menos en una época en que nos echaron y persiguieron a mis amigos, tampoco nos gusta la Católica todo el tiempo.

La Católica me gustaba más cuando era chico; y por cierto la del 49, con Livingstone, Arriagada, Mayanés, Infante y sobre todo Prieto.

La de hoy me gusta poco: el equipo depende de un club elitista y antidemocrático y es verdad que algunas veces arruga, como todos los del sector. Pero me gusta, a mí, mis hijos y mis nietos, por momentos, y nos apasiona.

Chile, lo mismo. Aunque un poco más democrático es igual de elitista y oligárquico. Y arriba, arrugador. La juventud de arriba juega más al copete que a la pelota; al hip hop que al atletismo.

Este año puteamos a Espinoza y Espinosa, a Lanaro, a Medel (el malo), a Cordero y, en muchos momentos, a Salas, un entrenador dogmático, que se salvó por ser un buen discursante y excelente motivador de cabros menores de 24 años, y porque O´Higgins se chupó contra la U de Concepción. Seamos sinceros: a Salas le gustan más Unión Española y Colo Colo, porque los cariños de este tipo, las pasiones futboleras, no se empiezan a vivir a los 40.

Creo que es bueno terminar esta “reflexión de viejo”, como diría Fidel, comunicando cuál sería para mí el seleccionado histórico de los equipos de la UC:

Livingstone (el mejor de la historia), Omega Alvarez (el de los 40 y 50), Vásquez (seleccionado argentino), Roldán, Almeyda y Medel (el Pitbul), Paco Molina, José Manuel Moreno, Acosta, Gorosito y Chocolito Ramírez. Cuatro nacidos en Argentina, qué le vamos a hacer.

Isla pudo estar en vez de Alvarez, pero sólo estuvo como juvenil en la UC. Y fueron muy cortas las estadías en la UC de Beausejour y Suazo, que podrían haber sido considerados.

En la UC jugaron muchos otros grandes: Walter Berhens (le tapó un doble penal a Leonel Sánchez), Baum, Isella, Andrés e Ignacio Prieto, Miguel Ángel Montuori, Raimundo Infante, Tupper, Fouilloux, Mario Lepe, Sarnari, Lunari, la Vieja Reinoso, el chico Carvallo padre y sus hijos, Arica Hurtado, Gallardo y el Pelao Cisternas. No argentinos de tercera o segunda, ni siquiera de primera; seleccionados argentinos y algunos históricos (J.M. Moreno está, para los que saben, entre los diez mejores del mundo y de todos los tiempos).

Recuerdo, ahora que somos de nuevo campeones, a entrañables amigos y parientes cercanos, todos de la UC: Alan Spencer Campbell; el gordo Valdivia, que murió muy joven y hace tiempo; mi prima Vilita, que desde 1947 (Sudamericano de Guayaquil) está enamorada de Raimundo Infante y tiene 80 y bisnietos; Carlitos Donoso; Jorge; mis hijos Tomás y Gastón; mi hija Andrea; mis nietos Pablito y Manuel; mi sobrino, también Pablito, y su hijita Amanda, que era fanática al mes de vida.

¿Extraña que yo sea de la Católica? No debería. También lo son Jorge Andrés Richards, Tomás Moulián, Mario Alburquerque y Gabriel Boric. Y lo fue Adriana Sepúlveda, Polly, ex Mir, ex Mapu y ex PPD, que partió un día por su propia voluntad, y a la que los curas no le hicieron misa.

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