Los chilenos hemos asistido a una de las más masivas manifestaciones ciudadanas de los últimos años. Esto plantea algunas cuestiones de fondo que es indispensable esclarecer. Se ha dicho que hay tres modos de no comprender los problemas que se plantean: Primero, negar o no ver el problema. Segundo, ver el problema pero ser incapaz de advertir una solución posible. Tercero, no plantear el asunto en el nivel analítico que reclama.
Así, entonces, es menester reconocer que las demandas planteadas por los estudiantes han excedido el ámbito propiamente educacional para instalarse como una demanda ciudadana. No nos engañemos, estamos ante un amplio malestar ciudadano con el actual estado de cosas al que nos ha conducido el llamado “modelo chileno”, instaurado en la década de los ochenta.
La protesta ciudadana, encabezada por los estudiantes, divide verticalmente a la sociedad chilena y ha desbordado los cauces previstos por la institucionalidad política, incluidos los partidos oficialistas y opositores. Entre las muchas lecciones que deja esta protesta masiva, es que por vez primera en mucho tiempo, los ciudadanos “saben que pueden”. De modo que, utilizar como distractores de opinión pública actos aislados y marginales de violencia callejera es negar y no abordar el problema de fondo. La protesta ha llamado la atención por su lúdica claridad y nitidez, se reclama la presencia del estado en garantizar un derecho fundamental: Educación gratuita para los chilenos. Pongamos las cosas en su lugar: Acusar a los estudiantes de “ideologizar” sus demandas es de una torpeza solo concebible en autoridades enceguecidas por la ideologización neoliberal, incapaces, por tanto, de entender siquiera la diferencia entre un derecho y un negocio.
La masiva protesta ciudadana pone en jaque a un gobierno que ha perdido la iniciativa política, arrastrando con ello al conglomerado opositor. Una derecha anclada a una constitución y a una ideología de hace ya más de tres décadas ha perdido, irónicamente, su capacidad para el cambio que prometió. Una amplia mayoría de chilenos y, muy especialmente, las nuevas generaciones reclaman, justamente, un cambio profundo en el país. Atentos e informados sobre las realidades de otras democracias más avanzadas en el mundo, sensibles y cada vez más conscientes de sus derechos, los chilenos están, hoy, menos dispuestos a seguir viviendo una democracia autoritaria: un sistema injusto y abusivo, arcaico y clasista.
Si reconocemos el problema planteado en toda su radicalidad, es claro que, en el futuro inmediato, es imperativo avanzar hacia una reconfiguración del mentado “modelo chileno”. Aquellos políticos que sean capaces de atender al clamor de las mayorías y que posean el talento y la valentía de “pensar en grande”, podrán liderar el cambio que Chile reclama. Cualquiera sea la fórmula democrática para modificar el rumbo del país, ésta deberá conjugar términos que, hasta aquí, parecen excluyentes: crecimiento económico y justicia social, desarrollo y democracia. La historia suele imprimir sus tiempos y sus ritmos a las sociedades humanas, la sabiduría política consiste en saber descifrar las sendas y horizontes que nos señalan. En esta segunda década del siglo XXI, es hora de ir dejando atrás la herencia infame de tanto prejuicio, de tanta injusticia y avanzar sin miedo hacia un Chile más justo, más digno.
*Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS