Como se sabe, Chile ha sido un laboratorio para las elites dominantes y el imperialismo; aquí su intelligentsia, sus intelectuales orgánicos y la tecno-burocracia experta en gestión de conflictos, ensayaron el nuevo arsenal de reformas institucionales diseñadas para extirpar de raíz las conciencias y voluntades anticapitalistas.
El experimento chileno se llamó contrarrevolución neoliberal. Su punto de partida, su momento fundacional, arrancó de los escombros dejados por el golpe de Estado de 1973 y se extendió hasta inicios de los años ochenta; luego sobrevivió a una severa crisis mundial recurriendo a ajustes heterodoxos, y ya entrada la década de los años noventa, recuperada y ufana, se vistió de democracia al cuidado de una coalición de ex golpistas y franjas de la Izquierda conversa.
Su última etapa -la pax neoliberalcomo la denomina Gaudichaud- ha sido exitosa pues, además de superar en años a la dictadura, también terminó por reconvertir a la Izquierda al credo neoliberal.
La guinda de la torta fue la incorporación de la dirección del PC, primero al Parlamento en el año 2010, y luego, a la alianza de gobierno el 2014. Toda una hazaña de los ingenieros de las transiciones políticas.
Este extenso trayecto dura ya 42 años, y dado que las reformas estructurales tienen décadas de aplicación y sus relaciones sociales y subjetividades son usos y costumbres, nada tiene de extraño que la racionalidad individualista y de mercado sea el sentido común predominante. En el curso de las reformas neoliberales, la sociedad chilena fue adelgazando el tejido de sus relaciones sociales aunque, paradojalmente, multiplicara su red de interacciones; todos cada vez más conectados pero a la vez más empobrecidos de sentido colectivo; átomos guiados según el interés de cada cual y compitiendo en las arenas de la institución neoliberal por antonomasia: el mercado.
Pero también a 42 años de la contrarrevolución, la utopía neoliberal muestra fisuras y aflora un malestar social inusitado, y en éste, un potencial de ruptura. A nivel de la política y lo político se están manifestando las contradicciones derivadas de un agotamiento crítico de la forma que tomó la sociedad chilena en el curso de cuatro décadas; se trata de las anomalías de la contrarrevolución neoliberal propias de su etapa de maduración.
Y eso lo saben, intuyen o vivencian casi todos los sectores en lucha latente o abierta. Por ello, tanto los de arriba como los de abajo, atribulados por la emergencia de las contradicciones estructurales, se agrupan y reagrupan entre la resistencia conservadora y la apertura al post neoliberalismo.
El texto que nos ofrece Franck Gaudichaud(1) precisamente se pone en este borde histórico y sobre la base de una evaluación de la trayectoria reciente de la sociedad chilena, incursiona sobre las interpretaciones del momento actual y las posibilidades de algún tipo de alternativa política de carácter popular. Los ejes en que concentra su análisis -nombro solo los que me parecen principales- son la centralidad de la relación capital/trabajo, el carácter de los movimientos sociales y el peso de la subjetividad de masas que el propio modelo produce y reproduce, todo ello en el marco de la institucionalidad política y la estructura de clases que caracterizan en el presente al modelo neoliberal.
La combinación de dichos ejes y la apelación a tales aspectos estructurales (lo político y las clases), conducen a una síntesis que, a mi juicio, constituye el aporte central que ofrece el texto, pues permite una discusión sobre las alternativas políticas teniendo a la vista una hipótesis interpretativa del momento por el que hoy atraviesa la sociedad chilena.
En este sentido, aprovecho para acentuar algunos aspectos en relación a los ejes que nos propone Gaudichaud; estos comentarios ya han sido expuestos en otros lugares, pero creo viene al caso retomarlos aquí dado el tipo de análisis que nos presenta el autor.
En primer lugar hay que destacar que las movilizaciones de trabajadores en 2015 han tendido a desbordar las formas organizativas y de acción tradicionales, y por ello mismo, a la propia institucionalidad sindical conservadora. Este año 2015 tenemos a la vista la huelga de los subcontratistas del cobre -que incluso costó la vida del trabajador Nelson Quichillao a manos de la policía militarizada-, el largo conflicto de los profesores que rebasó la política conciliadora de una parte de la dirigencia del Colegio de Profesores, y finalmente, la lucha de los trabajadores públicos del Registro Civil que han debido enfrentar al gobierno y al despliegue de todos los dispositivos del poder: la ley, la presión política, la campaña mediática e incluso la conducta desleal si no francamente aleve de la dirigencia de la CUT y de la Izquierda parlamentaria.
Estas movilizaciones confirman la profunda crisis del sindicalismo clásico, pero a la vez abren posibilidades para un nuevo movimiento de trabajadores que rompa con los límites ideológicos y objetivos impuestos hasta ahora por el sindicalismo conservador. En efecto, si este nuevo movimiento logra madurar, lo hará a partir de bases totalmente diferentes. Por ejemplo, desprendiéndose de una concepción que considera al sindicalismo tradicional y sus sindicatos legales, propios de la etapa desarrollista industrializadora, como la única y más efectiva forma de organización de los trabajadores.
Hubo antes formas mutualistas, sociedades en resistencia, mancomunales, etc., que en ausencia de una legislación laboral, organizaron grandes masas obreras que enfrentaron directamente al capital e incluso ofrecieron respuestas autónomas a las necesidades colectivas; los derechos codificados en la legislación laboral, a cuyo amparo se desarrolló luego el sindicalismo clásico, son resultado de dichas luchas.
También comprendiendo que frente a un “capital extendido”, es decir, que somete a su racionalidad y dominio actividades sociales antes ajenas a la producción capitalista, es necesario, del mismo modo, concebir de manera “extendida a la clase trabajadora”.
Si el capital convierte los servicios -antes públicos y sin fines de lucro- en actividad productiva de valor, o somete otras actividades no mercantiles, personales y/o comunitarias a la lógica de la acumulación, entonces los que allí se desempeñan y venden su talento productivo al capital, son igualmente parte de la clase trabajadora.
Así como las formas de pago o de contratación -directa o indirecta; parcial o completa; temporal o permanente- no importan para definir a la clase trabajadora, tampoco el carácter material o inmaterial del trabajo o de su resultado son criterios correctos para dilucidar quiénes son o no parte de aquella. Lo central es la relación social entre capital y trabajo.
Y finalmente, entendiendo que hay luchas cuya escena no es ya el terreno de la empresa e incluso la rama, se trata de derechos colectivos que sólo pueden imponerse enfrentándose al conjunto del capital y el Estado.
Un nuevo sistema de relaciones laborales, de salud, de transporte público o un sistema educacional, por citar algunas demandas más inmediatas, indefectiblemente son luchas por derechos generales y no derechos de un sindicato o federación; son luchas por los intereses globales de los trabajadores constituidos como sujeto colectivo autónomo y opuesto al capital.
En segundo lugar, es necesario resaltar la emergencia entre 2006 y 2011 de las movilizaciones sociales, pues, como bien muestra el autor, la abrupta explosión de “lo social” cambió severamente el panorama nacional: mostró las arrugas de una contrarrevolución madura y develó una suerte de incompletitud del teorema neoliberal.
En efecto, la institución mercado mostró sus insuficiencias para procesar todos los conflictos y disiparlos en meras contiendas entre partes privadas; el dispositivo de regateo entre privados (el mercado), incluyendo el recurso judicial para resolver las contiendas sobre obligaciones y derechos consignadas en los contratos, no alcanzó para contener y mantener los conflictos en la esfera civil, sobre todo cuando una de las contrapartes saltó de lo individual a lo colectivo.
El creciente malestar terminó por desbordar parcialmente el “orden de mercado” y la burocracia política y sus ingenieros en gestión de conflictos, desacreditados y perplejos, en reiteradas ocasiones fueron superados por la dinámica de las luchas sociales. El conflicto por la educación es un caso paradigmático por muchas razones, pero una es crucial y se refiere al sentido menos visible de la lucha de los estudiantes secundarios.
Estos reclamaron por la gratuidad y mejores condiciones materiales, pero dejaron entrever en sus formas organizativas, en sus acciones y en su estética de lucha, un rechazo feroz a la propia comunidad escolar, a la escuela, como espacio invivible por su autoritarismo, mediocridad, por el colapso de los profesores, por su régimen de competencia individual y la presión por el éxito que enfrenta a unos jóvenes y adolescentes con otros.
Por ello, a diferencia de otros movimientos, los secundarios no eran fácilmente domesticables apelando a políticas redistributivas y clientelares: sus demandas no eran susceptibles de reducir a precios; y mirado desde otro ángulo, se trataba de la rebelión de los hijos del modelo neoliberal maduro cuya lucha no consistía en resistir las reformas neoliberales sino en rebelarse contra el efecto de su funcionamiento pleno; en rigor, su malestar era consecuencia, resultado, de un modelo realizado y frente al cual venían reaccionando masiva, espontánea y sistemáticamente desde el “mochilazo” del 2001.
No es arriesgado afirmar que fue el movimiento estudiantil secundario -y no el universitario- la base de las luchas sociales que lograron trizar los consensos de las clases dominantes y la paz social que los gobiernos civiles mostraban al mundo como el exitoso modelo chileno y la exitosa transición a la democracia.
Así las cosas, la incompletitud de la utopía neoliberal puede considerarse una anomalía crítica, una verdadera falla estructural, por cuanto la emergencia de las movilizaciones masivas y de los movimientos sociales expresan, tanto el fracaso del intento de diluir la “cuestión social” en la cuestión privada, como la ineficiencia del propio sistema político que diseñó el neoliberalismo, cuestión central a la hora de calibrar el momento actual de la política chilena.
En particular, el sistema de partidos políticos se ha mostrado estéril para anticipar, procesar y disipar los conflictos sociales que escalan por abajo, a la par que parece no ser capaz ya de ofrecer una representación eficaz del interés general del capital y gestionar sus conflictos fraccionales que se precipitan por arriba. Y esto es una debilidad crucial pues manifiesta los límites de “lo político” en el contexto de un modelo cuyas potencialidades se han realizado casi completamente.
En efecto, un régimen político debilitado, que pierde por abajo su capacidad de maniobra vía clientelismo frente a las luchas sociales, por defaulttiende a fortalecer sus dispositivos y formas policiacas de control del orden, mientras por arriba, si es capturado por el capital, tiende a convertirse en un cuasi cascarón jurídico-político dirigido desde fuera por un “poder dual burgués” que comanda a la tecnoburocracia y sus políticas.
El régimen político y el Estado actuales en nada se parecen al ideal republicano liberal burgués, al Estado de compromiso y benefactor declarado por la Constitución de 1925 y aderezado a través de sus sucesivas reformas. El régimen político actual carece de su aura democrática y el Estado de su majestad como titular del bien común; incluso más, el mismo Estado corre riesgo de lumpenizarse.
Esta posibilidad no es ajena a los momentos en que se conjugan una fuerte concentración del capital con una debilidad estructural de la institucionalidad político-burguesa, y en América Latina la asociación policiaco-mafiosa entre trasnacionales, capital monopólico, partidos políticos y ejército no es ninguna sorpresa.
Así, la contrarrevolución neoliberal chilena se encamina veloz hacia sus propios límites. Hoy son las instituciones de la “república” las que se trizan. El Estado subsidiario, el Parlamento, los partidos políticos, las fuerzas armadas, el empresariado, la burocracia eclesiástica, y la Constitución Pinochet-Lagos que los resguarda, todos eslabones de una larga trenza de corrupción moral y material, ya han entrado en la zona de costos crecientes para sostener su hegemonía ideológica y política.
Y si bien todo esto aparece ahora sin claroscuros, en que los velos han caído y la decadencia moral se muestra como simple síntoma del fracaso de la utopía neoliberal, no fue así hasta hace muy poco. Escasos meses atrás la mayor parte de la sociedad chilena vivía bajo el influjo de un modelo estable y triunfante y ni siquiera imaginaba el devenir reciente.
Fuera por cinismo, miopía o por ambos, las clases dominantes subestimaron las fisuras de esta contrarrevolución neoliberal madura, y una vez enfrentadas a las crudas circunstancias, han mostrado sorpresa y cierta perplejidad que ha retardado el diseño de una salida institucional.
Lo que se ha abierto en Chile es un periodo político de creciente pugna entre las fracciones conservadoras y reformistas de las elites dominantes, pugna en torno a cómo enfrentar y resolver los déficits estructurales del modelo.
Pero a la vez, un mismo ambiente tenso por arriba, ofrece a los “terceros excluidos” del teorema neoliberal, los trabajadores y sectores populares, enormes posibilidades para dar un salto y constituirse en una fuerza gravitante en los acontecimientos por venir. Y es éste el terreno al que nos conduce directamente y sin rodeos todo el trabajo analítico de Franck Gaudichaud: la construcción política estratégica para el hoy, crudo problema al que no en vano le dedica sus mayores esfuerzos teóricos y prospectivos en la última parte de su texto.
Nada simple por cierto. Se trata nada menos que de desentrañar las posibilidades de una política general que haga plausible la configuración del bloque de los de abajo, o lo que no es sino su contracara, una estrategia común capaz de entrelazar la multiplicidad de luchas contra el capital que discurren actualmente por el país. Un desafío no sólo para el análisis político sino también para la propia práctica política inmediata
RAFAEL AGACINO
(1)Franck Gaudichaud, Las fisuras del neoliberalismo chileno. Trabajo, crisis de la “democracia tutelada” y conflicto de clases, Tiempo Robado Editoras y Quimantú, Santiago, 2015.
El autor
Rafael Agacino es investigador de Plataforma Nexos. Este es el texto de su prólogo al libro de Gaudichaud. Título original del artículo: “Contrarrevolución neoliberal y la construcción política estratégica para el hoy”.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 848, 1º de abril 2016.