La agenda de la derecha latinoamericana no ha variado. Su máxima es no dejar gobernar a gobierno democrático alguno. La justificación ideológica para derrocarlos está a la orden del día. Si por alguna razón las clases dominantes dejaron en barbecho la técnica del golpe de Estado, se debió al reinado absolutista del neoliberalismo ejercido entre los años 70 y los 90 del siglo pasado. Hoy, la derecha política, económica, social, las grandes empresas trasnacionales, lo desempolvan, apuntando a nuevos enemigos: el populismo, la corrupción, y a una amenaza exterior identificada con el narcotráfico, el terrorismo internacional y los movimientos antisistema.
El momento de euforia, sin intervenciones militares, cubre un breve periodo que va desde 1990 hasta 2002, momento del fallido golpe contra el gobierno del presidente constitucional y democrático de Venezuela, Hugo Chávez. A partir de ese instante, el putsch político se redefine. Los llamados golpes de guante blanco se compatibilizan con las armas de la guerra sicológica, comunicacional y las acciones desestabilizadoras en el orden económico, político e internacional.
El golpe cívico-militar contra el presidente de Honduras, Manuel Zelaya (2009), se convierte en un punto de inflexión. En 2012, el derrocamiento del presidente Fernando Lugo, en Paraguay, da la bienvenida a los golpes consensuados entre los poderes del Estado. Hoy la derecha brasileña pretende dar la puntilla, forzando la dimisión de la presidenta Dilma Rousseff, cuya debilidad extrema, producto de sus propios errores, no se puede desconocer. La trama es posible gracias a una izquierda débil, cuya desarticulación se remonta a los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso e Ignacio Lula da Silva. Defender este gobierno es un acto imposible, salvo apelando, como de costumbre, a una visión fatalista, en la cual, se arguye que los que vienen lo harán peor. Lo cual no impide ver que se trata de un golpe de Estado y un acto desestabilizador que rompe cualquier consenso democrático representativo.
Si triunfa la operación Lavado Rápido, orquestada por los empresarios, el capital trasnacional, con aval de Estados Unidos y la eurozona, Brasil se transforma en referente para plantificar golpes fundados en el protagonismo político extemporáneo de jueces, fiscales y tribunales. El Poder Judicial, con el apoyo del Poder Legislativo, toma el relevo de las fuerzas armadas.
La corrupción, como argumento central, desplaza a un segundo plano la política económica y social para derrocar gobiernos, ampliando la base social del descontento, agitando la bandera de la transparencia, la buena gestión, apoyado en una izquierda destruida. ¿Cuál es el sentido de tal desplazamiento?
Hagamos historia. Los años 90 del siglo pasado se caracterizaron por la reforma del Estado, el abandono de la inversión estatal y las políticas públicas redistributivas. El proceso desregulador, las privatizaciones, fueron las armas utilizadas para desmantelar el movimiento obrero y sindical, atacar a los partidos de la izquierda, a la par que declararlos obsoletos. Asimismo, la caída del muro de Berlín se interpretó como el fin de un ciclo histórico. Para los acólitos del neoliberalismo y la globalización fue el fracaso de la utopía socialista. En América Latina dicho argumento se aderezó con elucubraciones teóricas, destacando la obra de Jorge Castañeda, La utopía desarmada (1993), destinada a mostrar la desafección de los dirigentes de la izquierda latinoamericana, adjetivados como mafiosos, subrayando la esterilidad del pensamiento emancipador antimperialista, al tiempo que proponía trabajar consolidando la hegemonía estadunidense. Esta visión fue completada con El manual del perfecto idiota latinoamericano, publicación escrita por Carlos Alberto Montaner, Álvaro Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza, donde el insulto sustituyó el argumento. Todo en pro de la supremacía de la doctrina neoliberal. Ambos textos cobraron protagonismo editorial gracias a una publicidad y fondos destinados a potenciar la guerra sicológica contra el enemigo interno.
Sentimientos de frustración, desafección política, derrota y depresión fue el estado de ánimo de la izquierda latinoamericana y occidental. ¿Para qué golpes de Estado? En la Europa del Este se vivió el ajusticiamiento, tras juicio sumario, del presidente de Rumania, Nicolas Ceausescu, y su esposa, Elena, el 25 de noviembre de 1989, transmitido por televisión a todo el país. No hubo vuelta atrás. La estocada de muerte fue la ilegalización del Partido Comunista de la Unión Soviética. La guerra de los Balcanes dejó testimonio del cisma político. La primera guerra del Golfo supuso la hegemonía, una tercera guerra mundial con el triunfo del unilateralismo de Estados Unidos.
En América Latina el fin del ciclo pasó factura. La invasión de Panamá, el 20 de diciembre de 1989, por marines estadunidenses, conocida como Causa Justa, marcó el punto de inflexión. Le siguieron la derrota electoral del Frente Sandinista en Nicaragua, el fracaso de la llamada insurrección final decretada por el Frente Farabundo Martí en El Salvador y la represión de la URNG en Guatemala. El fin de las dictaduras militares en el Cono Sur y la apertura de procesos electorales se interpretó como un periodo histórico marcado por la consolidación de la democracia representativa. En esos años se popularizó la versión idílica del neoliberalismo. Bajo el paraguas de la economía de mercado, todos podrían conseguir sus metas, aumentar sus bienes, prosperar y ascender en la escala social. Sin enemigos internos ni externos, sólo se trataba de administrar el orden neoligárquico.
La emergencia de proyectos emancipadores en Ecuador y Bolivia, la consolidación del proyecto bolivariano en Venezuela, junto a gobiernos nacionalistas en Argentina, El Salvador y República Dominicana, entre otros, fue suficiente para sacar del armario la técnica del golpe de Estado. Sólo que la mano ejecutora no será la institución militar. El tiempo de la tolerancia llegó a su fin. La ofensiva neoconservadora se rehace. Los golpes de Estado regresan a la agenda, si alguna vez se fueron.