Noviembre 20, 2024

Telescopio: por el vecindario, perros y veredas

 

En mis últimos días de paso en esta parte del hemisferio sur, llega el momento de hacer algunas reflexiones sobre el vecindario. Un amigo canadiense que hace unos años visitó este país me comentaba sobre la abrumadora presencia de perros en las calles de Santiago. Los hay de todos tamaños y razas, aunque más bien hay que hablar en este caso de un mestizaje cuyos orígenes seguramente se pierden, en suma se trata del “quiltro” chileno tan representativo del alma nacional que bien podría figurar en el escudo como el más genuino y visible símbolo zoológico patrio. Después de todo, ninguna persona ha dejado de ver en alguna oportunidad a alguno de estos quiltros, en cambio huemules y cóndores estoy seguro que sólo unos pocos habrán visto en su vida.

 

 

 

Y el perro callejero de alguna manera se mimetiza en su actuación con mucho de la conducta del chileno en general, por de pronto cuando uno los ve deambulando por el centro de la ciudad o por los barrios, se ven apáticos y desentendidos del mundo, como si ya nada les importara y sólo esperaran que algo o alguien externo a ellos venga, ya sea a satisfacer su hambre convidándoles algo de comida o por el contrario dándoles un grito o un puntapié para apartarlos del lugar en que están. No muy diferentes de los humanos haciendo cola para solicitar algún magro beneficio de salud en su ISAPRE u observando como sus ahorros se esfuman en manos de una AFP.

 

Como sus congéneres humanos sin embargo, si individualmente los perros de la calle se muestran apacibles y pasivos, en grupos o manadas en algunos casos se pueden convertir en peligrosos atacantes: se sabe que perros vagos han llegado a malherir y a veces hasta a causar la muerte a algún niño o adulto; por el lado de la conducta humana basta observar la conducta de las llamadas barras bravas en el fútbol, de pandillas de potenciales asesinos anónimos como los que hace unos días se denunció que habían colocado obstáculos en la vía del Metro de Valparaíso, o si se quiere ilustrar un modo más benigno de conducta humana de jauría, el llamado “monstruo” de la Quinta Vergara durante el Festival de Viña donde se hizo pedazos al humorista Ricardo Meruane (cierto es que por otro lado, el humorista en cuestión contaba chistes tan viejos que yo ya los había escuchado cuando vivía en Chile hace más de 40 años, el fome de Meruane está caro para contar chistes en los buses del Transantiago, pero en fin, ese es otro tema).

 

Si la presencia de perros callejeros es como una impronta que en Chile se prolonga a través del tiempo y hasta llega a definirlo (“El país y los perros” había pensado titular este comentario, parafraseando a Vargas Llosa), el otro lado de la cordillera adonde también aproveché de aventurarme en estos días de vacaciones, tiene asimismo su propia característica que se prolonga a través del tiempo: Buenos Aires es la ciudad de las baldosas sueltas: desde la céntrica Avenida Corrientes, pasando por el popular barrio del Once y hasta en las más elegantes veredas de Santa Fe y Palermo, porteños y turistas tienen que lidiar con ese extraño fenómeno de baldosas que aparentemente están en su sitio pero que traicioneramente al pisarlas se moverán de manera caprichosa. Si ha llovido–cosa frecuente en el verano porteño–uno se salpicará sus pantalones o salpicará a algún otro transeúnte, en el peor de los casos, una baldosa suelta puede enviar a alguien al hospital por torcedura de pie o una mala caída.

 

A lo mejor los perros santiaguinos y las baldosas sueltas porteñas son como una metáfora de lo que está ocurriendo en estos países: la apacible tolerancia perruna con que la sociedad chilena acepta los abusos de los empresarios y de la mayor parte de la llamada clase política que día a día le da de puntapiés, aunque claro, de vez en cuando le arroje algún pedacito de carne. En contraste, degradado de su otrora orgullosa pertenencia a una combativa clase obrera, y desfigurado como lumpen, un grueso sector del pueblo chileno hoy se comporta como irracional jauría: la criminalidad omnipresente y agresiva, la violencia en los estadios, el vandalismo contra bienes que pertenecen a todos como los trenes del Metro o los monumentos públicos, testimonian esta condición perruna: sumisa y sólo esperando migajas, por un lado; agresiva básicamente contra sus propios congéneres, por otro.

 

Las inestables baldosas de las veredas de Buenos Aires, una característica que ya conocía desde mis tiempos de exilio por esos lados entre 1974 y 1976, parecen representar las poco sólidas bases sobre las cuales el nuevo gobierno quiere levantar su proyecto político: un retomar del modelo neoliberal en el cual se espera un generoso flujo de capitales extranjeros, para lo cual el gobierno del presidente Mauricio Macri ha acordado darle a los fondos buitre prácticamente todo lo que estos pedían. “Argentina ya no está aislada del mundo” (léase del capital internacional) anuncian en Buenos Aires, pero ya sabemos que el endeudamiento externo–única manera como Argentina puede cumplir las onerosas exigencias de los buitres–sólo viene a reproducir el viejo ciclo de dependencia y subdesarrollo.

 

Estas son algunas breves reflexiones después de este periplo por el vecindario del sur del mundo, poco antes de regresar a las heladas tierras canadienses, y una vez más en mi memoria quedarán los contradictorios perros de las calles de Santiago y las traicioneras baldosas de Buenos Aires, ambos como símbolos de las realidades de estos dos países en los que alguna vez viví y por los cuales siento un enorme cariño y cuyas condiciones, en tanto ciudadano del mundo y de la llamada Patria Grande, también me causan dolor.    

 

 

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