Noviembre 20, 2024

Piñera y Lagos en la puerta giratoria

 

Las elecciones periódicas, limpias y bien informadas deben ser siempre el mecanismo democrático para la elección de nuestras autoridades. Sin embargo, al elegir a nuestros representantes no estamos dándole un cheque en blanco para que éstas dispongan lo que quieran e incluso contradigan con sus actos lo que prometieron como candidatos. De allí que las democracias serias contemplen el plebiscito para que los ciudadanos se manifiesten con más regularidad y tomen definiciones respecto de temas más relevantes que no tendrían por qué quedar sometidas a las decisiones de los legisladores, a los vaivenes de la política y a las órdenes de partido.

 

En nuestro país, como sabemos, las propias autoridades son las más renuentes a reforzar el ejercicio más constante de la soberanía popular, al grado de mostrarse contrarias, incluso, a la idea de una Asamblea Constituyente que defina nuestra Carta Fundamental. En Suiza y otras naciones europeas, por el contrario, la consulta ciudadana es constante y no es vista con recelo por los gobiernos y parlamentos. En otros países, asimismo, es el régimen parlamentario el que puede ponerles fin a los gobiernos que caen en el descrédito, especialmente cuando la corrupción se hace tan desembozada.

Actualmente, enfrentamos el absurdo que parlamentarios que fueran elegidos gracias a la transgresión de la Ley Electoral (incluso confesos de haber recibido sobornos de algunas empresas a la hora de legislar) no solo se mantengan en sus cargos, sino sean los encargados de aprobar la agenda de probidad impulsada por el Ejecutivo, después de los graves escándalos que han afectado la credibilidad de la política y sus instituciones. Se da el absurdo, incluso, que dos expresidentes, cuyos gobiernos fueron tan responsables de la enorme corrupción y desencanto ciudadano, sean ahora los primeros aspirantes a reelegirse. Emulando la misma conducta de una Michelle Bachelet que apenas con dos años en La Moneda se lamenta de no haber permanecido en Naciones Unidas y en la última encuesta apenas alcance un discreto 20 por ciento de aprobación popular.

Una forma de evitar que los índices de abstención ciudadana superen con creces el número de los que sufragan sería aprobar con urgencia mecanismos que permitan remover de sus cargos a los que delinquen o incumplan flagrantemente sus promesas electorales, al tiempo de darle al pueblo la posibilidad de definir reformas mediante plebiscitos. Sobre todo en la evidencia de tantas iniciativas que se traban en el Parlamento mediante la presión que ejercen los poderes fácticos o las conveniencias de los partidos que cada vez menos tienen  en cuenta la opinión de los chilenos a la hora de tomar posiciones.

En la pretendida solvencia de nuestra institucionalidad, es inaudito que permanezcan en sus funciones personas imputadas por la Justicia, cuanto que la legislación le permita a la Jefa de Estado retener en su ámbito de acción a personas deleznables o que,  en su desmedidas atribuciones,  pueda resistirse tanto tiempo a cumplir solicitudes formales y hasta unánimes planteadas por el Poder Legislativo, como ocurriera recién con la solicitud de la Cámara de Diputados para que removiera al administrador de La Moneda. Quien, en definitiva, ha debido hacer abandono de su cargo por la presión que ejerciera el ministro del Interior, al advertir que la propia continuidad de la coalición oficialista pudiera depender de que la Presidenta no se encaprichara en retener a su colaborador.

Cuando se discute la idea que desde el Estado no solo se financien los procesos electorales, sino que los partidos puedan también recibir recursos para su administración y proselitismo parece inverosímil que no se definan primero las responsabilidades y los límites de quienes ejercen en la política, así como las disposiciones que signifiquen una genuina supervisión de las funciones públicas. Y hasta la misma Presidencia de la República pueda quedar sujeta a la voluntad popular, sobre todo cuando es en quienes ocupan esta máxima función donde recae la principal responsabilidad de una crisis política e institucional tan profunda como la que nos afecta.

Ciertamente que al hacerse voluntario el sufragio popular debió al menos quedar establecido que para las designaciones de quienes ocupen tan altas tareas debiera hacerse propicia la participación de al menos la mitad de los inscritos en los registros electorales. Aunque lo más conveniente sería que en un país como en nuestro el voto volviera a ser obligatorio, tal cual nos son tan impositivas otras disposiciones de nuestra cotidianidad. En estos últimos años ha quedado de manifiesto que quienes legislaron en favor de esta “voluntariedad” lo que persiguieron realmente fue que las altas funciones públicas quedaran acotadas a un número cada vez más reducido de chilenos o simplemente a una clase política, como la que se ufanan de formar parte. En su probado desprecio por la democracia, ciertamente, como a ser interpelados por la opinión pública.  Actitud que en el pasado los llevara a bombardear La Moneda, como después a darle continuidad por más de veintiséis años a la Constitución impuesta por el Dictador.

Seguros, como siguen,  que el dinero, la información manipulada y el apoyo de los grandes multimillonarios son factores más que suficientes para “legitimarse” en el uso y abuso de sus cargos públicos, para rotarse en el poder y perpetuar sus privilegios. De allí que todavía sean muy pocas las voces que nos advierten de la inminencia de una masiva abstención electoral en los próximos comicios municipales. Y dos personajes, insistimos,  que fueron incapaces en darle continuidad a sus propios referentes en La Moneda,  ahora tengan la pretensión de reincidir como candidatos gracias a la puerta giratoria que los favorece.

 

 

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