A UNOS MESES de cerrarse los ochos años de la presidencia de Obama, puede decirse que su etapa no ha sido peor que la de Bush, pero tampoco la ha mejorado. Llegó con la esperanza de que un presidente negro acabaría con las viejas heridas de la segregación y la discriminación racial: no ha sido así, y muchas organizaciones civiles norteamericanas creen incluso que los problemas se han agravado.
La población negra sigue marginada en el país: es una de las maldiciones del capitalismo estadounidense. Los negros son menos del 15 por ciento de la población, pero suponen el 35 por ciento de los reclusos: casi un millón de afroamericanos se hallan en prisiones, muchos más que alumnos negros en las universidades. Hay más negros encerrados en cárceles norteamericanas que en todo el resto del mundo.
Estados Unidos es más injusto, más desigual, que cuando llegó Obama. Su apuesta por los derechos humanos se ha revelado en gran parte inútil, y los derechos civiles han visto la guadaña de la policía y el espionaje, que jalonan los casos de Snowden, la NSA, las agencias de seguridad, el control de la vida privada de los ciudadanos, y su gobierno lo ha hecho no sólo en Estados Unidos: ha adoptado un monstruoso programa de control policial, con la complicidad de las grandes empresas tecnológicas, que amenaza a la población del planeta y a la libertad.
Obama ha aprobado una reforma sanitaria para proteger a decenas de millones de personas que no disponían de atención médica, aunque los problemas no han terminado, ni mucho menos. Y bajo su gobierno se han creado puestos de trabajo, aunque cada vez peores, en horarios, condiciones y derechos; y con bajos salarios, hasta el punto de que millones de trabajadores norteamericanos ni siquiera pueden alquilar un apartamento aunque trabajen: deben compartir viviendas con otros, alquilar habitaciones en casas extrañas: un infierno para las expectativas del viejo sueño americano.
Obama ha contenido el déficit, pero Estados Unidos sigue siendo el país más endeudado del planeta, aunque no puede achacarse sólo a la acción de su gobierno: cuando llegó a la presidencia, la deuda estadounidense ascendía a 11’5 billones de dólares; ahora es de 19 billones. Y la desigualdad sigue creciendo en todos los rincones.
Cuando llegó, las guerras de Afganistán e Iraq, iniciadas por Bush, no se habían cerrado. Obama pretende que, ahora, han terminado, aunque no sea cierto: en ambos países siguen permaneciendo soldados norteamericanos, aunque sean menos, además de los mercenarios de empresas militares que trabajan con el Pentágono, y, sobre todo, tanto Afganistán como Iraq siguen en guerra, agravada hoy por la aparición del tenebroso Daesh, Estado Islámico, en cuyo nacimiento Estados Unidos tiene una gran responsabilidad.
Es cierto que Obama ha restablecido relaciones con Cuba, y ha puesto en marcha las negociaciones y el mecanismo para controlar el programa nuclear iraní, pero su política exterior sigue respondiendo a los viejos tics del imperialismo: sus ataques y bombardeos siguen causando víctimas entre la población civil en Oriente Medio, como ocurrió con la matanza en el hospital de Médicos sin Fronteras, en Kunduz, Afganistán, cerrada con un informe hecho por los mismos militares norteamericanos, que se negaron a una investigación independiente.
Las guerras siguen, y los traficantes de armas, las mafias paramilitares, las empresas de mercenarios, los buitres que comercian con la seguridad, han prosperado con Obama.
Su gobierno ha avalado golpes de estado en Ucrania, en Tailandia, en Egipto. Para intervenir en Ucrania, sus servicios secretos entrenaron a grupos fascistas ucranianos en territorio polaco, y Obama no pareció conmoverse por la terrorífica matanza causada por los grupos fascistas en el edificio de los sindicatos de Odessa, donde quemaron vivos a un centenar de opositores al golpe de Estado: ni siquiera la condenó.
Tampoco se ha avanzado en el drama palestino, y, más allá de algún gesto de desagrado hacia Netanyahu, ha sido tan cuidadoso con su gobierno que Israel ha continuado impunemente la ampliación de las colonias israelíes en territorios ocupados, sigue disparando a matar contra los palestinos, sigue negándose a negociar con la autoridad palestina.
Además, Siria, Libia, Yemen, se han incorporado a la lista de países destruidos por la delirante política exterior norteamericana.
Tiene pendiente el cierre de Guantánamo, la reforma de la justicia, la ratificación del Tratado Asia-Pacífico, el embargo a Cuba.
Y el reinado del miedo (al terrorismo, a los refugiados, a la inmigración, al desafío chino y ruso) ha ido de la mano de una política de acoso a Rusia, impulsando las sanciones económicas, atizando los conflictos dentro del país y en sus fronteras, como en Ucrania, mientras el desarme atómico sigue esperando, y ha impuesto el despliegue del escudo antimisiles en las fronteras rusas… para defenderse de Irán, y ha seguido ampliando la OTAN (bajo su presidencia, se han incorporado Croacia y Albania), estableciendo nuevos cuarteles generales en el este de Europa.
Ha puesto también la atención en China, el gran rival estratégico, jugando con las disputas en Asia y en el Mar de la China meridional, aceptando la nueva doctrina militar japonesa, como una forma de “contener a China”
Al mismo tiempo, Obama ha tratado de combatir la cada vez más extendida noción de que la decadencia norteamericana es inevitable, mostrando la indudable fuerza del país, su poder militar, su economía.
Prometió que abandonaría la política unilateral de Bush, y que contaría con sus aliados europeos, pero no ha sido así: ha impuesto sus decisiones a la Unión Europea: en Siria y en Ucrania, en Libia, y frente a Rusia.
La doctrina fascista de Bush de las guerras preventivas ha dejado paso a la organización de golpes de estado y a la financiación de grupos terroristas, a la benevolencia con peligrosos aliados como Arabia o Turquía.
Malos tiempos. La emoción y las lágrimas con que tantos ciudadanos norteamericanos, sobre todo negros, recibieron al nuevo presidente, la esperanza con que fue acogido por tantos europeos que se agolpaban en las plazas, en 2008, para verle, se han convertido, ocho años después, en la decepción Obama, en la constatación (aunque a la nueva y vieja izquierda moderada le cueste pronunciar esa palabra) de que el imperialismo sigue descargando su veneno de sufrimiento y muerte, sigue desterrando el futuro, subastando la vida.
*Licenciado en Geografía e Historia, y Doctor en Historia contemporánea por la Universidad de Barcelona.