Es muy probable que el propio Augusto Pinochet en el pináculo de su poder y soberbia nunca haya imaginado que su Constitución pudiera regirnos por tanto tiempo, por más de 26 años de posdictadura. Muchos menos, todavía, que quienes la acusaron de ilegítima en su origen y contenido sean hoy en La Moneda y en el Congreso Nacional sus más férreos defensores. Recordamos, hace poco, cómo como Patricio Aylwin en el pasado postulaba fervientemente la necesidad de convocar a una asamblea constituyente para dotarnos de una nueva Carta Fundamental, pero pasaron su gobierno y casi cinco otros sin que este propósito se haya cumplido. Ni siquiera ahora, cuando la actual administración de Bachelet cuenta con una enorme mayoría parlamentaria, y las huestes de la derecha y del pinochetismo se han dividido constantemente.
Lo que más tenemos es un “proceso constituyente” que más bien parece una gran excusa para darle otros años de continuidad a la Constitución de 1980 que, en definitiva, tanto ha logrado encantar a sus vociferantes enemigos del pasado. O para pagar con dinero fiscal a los cientos de operadores políticos que saldrán a promover coincidentemente este proceso constituyente en medio de la contienda municipal que se nos avecina.
Escándalo ha provocado dentro del oficialismo y, por supuesto, en la derecha, la iniciativa de algunos parlamentarios de anular la actual Ley de Pesca. Un texto surgido, como se sabe, de un escandaloso lobby de las grandes empresas del rubro, como del soborno descarado a varios de sus legisladores. En uno de los escándalos de corrupción ciertamente más severos de nuestra historia y de toda esta ola de inescrupulosos episodios en contra de la probidad.
Claro; nuestro orden institucional (esto es nuestra Constitución) no contempla la posibilidad de anular leyes, aunque estas hayan surgido del cohecho y del consentimiento cómplice de quienes estaban en La Moneda y el Parlamento al momento que se impuso una normativa tan lesiva a la actividad de los miles de pesqueros artesanales chilenos, al mismo tiempo que atenta contra nuestras reservas naturales.
Se nos dice que una Ley espuria solo puede derogarse o modificarse, pero nunca suprimirse, como a todas luces sería lo más correcto; que no puede anularse, como se prometió, en cambio, con la Ley de Amnistía. Disposición que sigue vigente, aunque algunos jueces dignos la hayan desestimado de hecho en virtud de aquellas disposiciones y tratados internacionales que nos obligan y se sobreponen a toda nuestra legislación interna.
Es bochornoso observar a ministros de estado, subsecretarios, empresarios, editorialistas, supuestos expertos en derechos y parlamentarios defendiendo a la Constitución actual, jurando lealtad a las normas de su ilegitimidad de origen y contenido para darle continuidad a la Ley de Pesca y proteger, con ello, los intereses de Corpesca. Cuyos poderosos socios, si viviéramos en democracia, debieran a esta altura estar al menos encauzados judicialmente por el delito de comprar el voto legislativo y atentar contra nuestro medio ambiente.
Sabemos que hay políticos de pocas luces, verdaderos tontos útiles, que puedan llegar a convencerse de la necesidad de respetar la Constitución y las leyes más repugnantes, Sin embargo, lo más probable, en realidad, es que quienes se oponen a la anulación de esta normativa pesquera busquen prevenirse de las revelaciones o filtraciones que pudieran hacer las grandes empresas pesqueras si decidieran revelar quiénes fueron sobornados por éstas. A qué partidos y candidatos les aseguraron ingresos, como al senador Orpis, para que actuaran como subalternos suyos en el Honorable Congreso Nacional y en el Ministerio de Economía, a la sazón en manos de Pablo Longueira. De ese carismático personaje de la UDI quien, luego de lograr esta Ley, decidiera proclamarse como candidato presidencial, abortando con su renuncia toda posibilidad de la Derecha de mantenerse en La Moneda. Un precandidato que, antes de desvanecerse, alcanzó a malgastar, por supuesto, ingentes recursos económicos que de alguna parte habrán salido en esto de que las empresas financian la política y a sus candidatos más fidelizados con el modelo económico y los intereses de las patronales de la industria y del comercio.
Verdadera furia es la que se observa contra los propulsores de la anulación de la Ley de Pesca, sin que todavía llegue al Parlamento ninguna iniciativa gubernamental para derogarla o modificarla, entonces, en subsidio de su absoluta supresión. Mucho tememos, por lo mismo, que -más allá que en este juramento de fidelidad a la Constitución- lo que se esconde es la complacencia con la propia Ley de Pesca, y/o la necesidad de mantenerla vigente a fin de evitar que se descubran otros Orpis entre los legisladores que la respaldaron y recibieron sin rubor los dineros de las seis familias pesqueras que dominan esta actividad.
Con todo lo que ha ocurrido en materia de corrupciones y colusiones, no sería extraño que las empresas pesqueras estén ejerciendo un brutal chantaje a la política en este sentido, porque anular la Ley de Pesca correspondería en la práctica a dejar sin piso todos los negocios protegidos por esta legislación. Algo así como ocurría antes de que existiera la Ley de Divorcio, en que la anulación del vínculo legal dejaba ipso facto solteros a quienes llevaban muchas veces largos años de convivencia. Parecido a lo que podría ocurrir con la misma anulación de la Ley de Amnistía y aquellos tenebrosos agentes de la DINA y la CNI que alcanzaron impunidad plena y que, con su revocamiento, deberían ser juzgados y condenados.
Tampoco apreciamos hasta aquí algún intento de agregar a la Constitución vigente una cláusula de anulación de todas aquellas leyes que tengan origen en el dolo, el soborno, el tráfico de influencias y otros delitos habituales en las prácticas actuales de nuestra política. ¡Vaya cuán efectivo sería en la prevención de estos delitos que sobornadores y sobornados; empresarios, gobernantes y legisladores supieran de ante mano que aquellas leyes o decretos surgidos de esta prácticas espurias pueden ser anuladas y, con ello, dejar sin efecto todas sus consecuencias, como las ventajas obtenidas por quienes compraron el voto legislativo o el favor de las autoridades.
Bastaría con esta anulación para que quedaran sin efecto los negocios de Caval, las defraudaciones de Penta, de la propia Corpesca y otras empresas. Para que quedaran, sin efecto, las mismas concesiones otorgadas por Pinochet y los gobiernos de la Concertación a Soquimich y a Ponce Lerou. Para que caducaran, por supuesto, las leyes secretas dictadas por la Dictadura y sacralizadas por sus sucesores. ¡Increíble!, leyes secretas que no se conocen, que no se publicaron en el Diario Oficial y que, sin embargo, nos obligan a todos los chilenos.
Deroguemos, entonces, la Ley de Pesca, pero legislemos para que nuestro ordenamiento institucional contemple esta magnífica posibilidad de anular las leyes corruptas y mal habidas. Nada sería más efectivo para disuadir, para frenar la corrupción y obligar a nuestros representantes en La Moneda, los municipios y el Congreso Nacional a cumplir con su deber de servir al pueblo y abandonar sus malas prácticas, Entre ellas la de asumirse como subalternos de los grandes intereses económicos que gobiernan y rigen. Más que la Constitución y las leyes, por supuesto, los destinos de nuestra nación.