El sistema no va a cambiar de ideas. No puede hacerlo. Pensar en una educación democrática como un derecho, por ejemplo, en tanto está definida como una mercancía afecta a las leyes de cualquier negocio, es una contradicción. O un engaño, según el que lo diga y el que lo crea. Una estafa más que se enarbola mentirosamente. Como todas, como cada una. Como la salud, la previsión, el medio ambiente, las condiciones laborales, etc.
A los estudiantes hay que adjudicar el hecho de que sus demandas llegaran a ocupar gran parte de la agenda del segundo gobierno de Michelle Bachelet. Quizás por congraciarse con la gente o por su ego desmesurado, desprovisto de autocrítica, o en el entendido de que en algún momento esa gente alborotadora de otras gentes, se conformarían con dos canapés.
O porque quienes tenían gran ascendiente en el movimiento estudiantil comprometieron sus buenos oficios para detener la cosa a cambio de alguna prebenda con fuero.
El caso es que de las reformas con las que se alardeó en programas, octavillas y discursos no quedaron sino los malos ratos asociados a los innumerables errores, desatinos y contradicciones de sus gestores.
Veamos lo que sucedió con el anuncio presidencial del veintiuno de mayo respecto de la gratuidad universitaria: primero fue una cosa, luego algo parecido, para después ser ni una ni otra, y, finalmente, quedar en lo mismo en que estábamos. De cambio profundo hacia un paradigma con sentido de país y como el ejercicio de un derecho, nada.
Si tal ha acontecido con la educación superior en donde alojan los que pusieron a contrapelo del sistema el tema sobre la mesa, que quedará para los sectores menos capacitados para hacer patente la violación de sus derechos, el olvido de sus necesidades y el desprecio por su condición.
En nada que de verdad importe existe en la autoridad, la suma de los poderes de una y otra laya, la decisión de avanzar en los cambios radicales que la actual crisis del sistema impone.
Chile acude puntual a los efectos que genera la contradicción fundamental: neoliberalismo versus democracia.
Y ese enfrentamiento devela en toda su magnifica extensión la imposibilidad de avanzar en reformas del tipo democrático por cuanto el sistema tocó techo. Y lo único que se puede esperar es que los administradores inventen triquiñuelas que parezcan cambios y avances, pero que no lo sean.
Siguiendo con el pedagógico ejemplo universitario: con la gestión del gobierno en esta área no se ha garantizado ningún derecho, que es la exigencia final del movimiento estudiantil, sino que se ha disfrazado ese derecho, que implica, insistimos, no solo la provisión estatal de recursos financieros, sino que un concepto de universidad, que lleva implícito otro concepto de suyo complejo y que no se ha siquiera esbozado: un concepto de sociedad.
Una universidad es para algo. También lo es un jardín infantil, una escuela y un liceo. Y estos conceptos que se deberían originar en un consenso democrático, no están en la discusión. Por lo menos, no entre los que manejan el poder.
Y he ahí el punto: el poder.
La izquierda no ha tomado en serio el hecho de que la política tiene que ver con el poder. Y no ha podido levantar una idea que intente sintetizar los efectos de la contradicción del modelo y las de su crisis, a la que asistimos en vivo y en directo.
Da la impresión de que se espera de que el sistema colapse y que lo que quede no sea sino despejar los escombros que deje su implosión para proceder, entonces, a construir lo nuevo.
Ya se ha dicho: el sistema no se suicida ni aunque se esté muriendo. Sus administradores y sostenedores juegan con la apariencia de ser antagonistas irreconciliables, pero llegado el caso de sonar las alarmas ante un peligro exógeno, corren a dejar de lado las diferencias y a poner en relieve lo que los une.
Al sistema se le derrota por la vía de imponer a su fuerza, una mayor y de signo contrario. Intentar hacerlo desde dentro es equivalente a sacar del reposo un objeto empujando desde el mismo objeto: La suma de esa fuerza será cero.
La increíble falla de la izquierda no reside en la inexistencia de fuerzas sociales poderosas que pueden hacer tambalear el sistema. Sino en la incapacidad de sus líderes e intelectuales por sintetizar una idea capaz de pasar por sobre las tonteras y centrarse en lo que importa.