Por mucho tiempo la gente víctima del sistema ha aceptado ser arreada y acorralada sobre todo por el miedo a hacer algo distinto, negándose a correr el riesgo de enfrentar lo impredecible que hay en cada historia que vale la pena.
Por años se ha enfrentado al sistema de la peor manera: con lo que no sirve.
Hasta ahora la mayoría del país ha aceptado estar en manos de delincuentes que han hecho lo que han querido, casi sin contrapeso. Ha sido responsabilidad de esa mayoría hacer poco, nada o menos de lo justo.
De cierta forma, se ha entronizado la idea de que lo que existe es inmutable, eterno, inevitable y único. Peor aún, a veces se cree que el sistema tiene posibilidades de ser más humano bajo los mismos términos en que deshumaniza, persigue, castiga y mata.
Con una frecuencia enfermiza se olvida que aquellos que hacen las leyes se han especializado en hacer las trampas. Y que los expertos en hacer trampas, son los que dictan las leyes y pagan por ellas. Y que te van a estafar una y otra vez. Tantas como vueltas les das a las plazas en donde vas a protestar de vez en cuando.
Dejar de creer es una primera obligación. Hemos tenido más de un cuarto de siglo para convencernos de que los sinvergüenzas que mandan no van a cambiar de lo que existe sino aquello que les permita perfeccionar su ejercicio. Esta cultura no se ha hecho sola.
Detrás del neoliberalismo más inhumano y salvaje hay una casta, una costra, de personas que se levantan cada día con el único propósito de perfeccionar una forma de dominación que les ha sido extraordinariamente efectiva
Y una segunda: perderles el respeto. Los que mandan no son niños de pecho. Llegado el caso volverán por sus recursos más extremos y no vacilarán en reeditar sus matanzas y campos de exterminio, sus helicópteros y desapariciones.
Legiones de genocidas gozan de los beneficios de una vida en plena libertad, financiada puntualmente por todo el gilerío. Parientes del tirano se dan el lujo de comprar políticos a precio de outlet y el mundo sigue andando. El exacerbado respeto que se le tiene al sistema inhibe y paraliza.
Y una tercera. No seguir aceptando que otros hagan lo que correspondería tomar en tus, nuestras, propias manos. Hay un potencial infinito en la fuerza de la gente pero que se debilita cuando aumentan las razones personales por sobre las colectivas.
Y si no es por la vía de aumentar la dispersión popular por la rara perspectiva que genera en algunos la fundación de partidos políticos a la espera de recibir del sistema un hueso debajo de la mesa, es por la extraña fascinación que produce la co o pre legislación, invento creado para manipular la movilización de la gente.
Resulta sorprendente que haya dirigentes sociales y políticos honestos que crean aún en una falacia que intenta hacerte creer que sus opiniones serán consideradas en las leyes que ya están fraguadas.
La política, que finalmente, es la que hace mover las cosas, es un campo que les ha sido concedido a los poderosos, mentirosos y sinvergüenzas con una generosidad que debería avergonzar.
Se mantiene vigente la obligación de alzar aunque sea una sola idea nueva a partir de las certezas colectivas y por sobre todo, a partir de las dudas y contradicción que, finalmente, son las que permiten avanzar.
Es extraño que tantos tengan tantas coincidencias. Y más raro aún que se siga obrando como si así no fuera. Y criticamos el egoísmo de los poderosos y nos olvidamos del nuestro. Tanto peor.
El egoísmo sin límites, la ambición enferma, una inhumana concepción de la vida, hace efectiva su venganza cotidiana contra un pueblo que en algún recodo de la historia se propuso torcer el destino inmutable de la pobreza.
Corresponde negarnos a un presente y sobre todo a un futuro que se nos ofrece como dádiva mísera y pobre. Y lo que resta es revelarnos y sobre todo, rebelarnos. Que nadie piense, obre o decida por nosotros. El poder está en la suma de los muchos que aún no dicen su palabra.