Los tres motoristas de Carabineros cruzan la Plaza Brasil por el pasto dejando a su paso un olor a bencina mal quemada y un regusto a resignación que se puede palpar en el centenar de personas que disfruta de las sombras y los pastos.
Detienen sus motos en un grupo de muchachos que toman cerveza y ríen sin molestar a nadie, como nadie molesta a nadie en todo el sector. Es domingo y hace calor. Los motoristas haciendo gala de su espíritu de servicio piden sus carné a los jóvenes y proceden a allanar sus bananos y mochilas.
Aparece un sobre con un cogollo. El cabo Zárate, el único que lleva identificación en su uniforme llama por radio por refuerzos. Los muchachos le piden que no se los lleven, que no están haciendo nada, pero el allanamiento a las especies personales de las chicas sigue su curso.
Y usted en qué ley se basa para hacer eso, le pregunto sin tener idea siquiera de la respuesta. Es solo un registro superficial, miente el cabo Zárate, al que pude ver de muy cerca revolviendo el contenido del banano de las chicas.
Se acerca y me ofrece su mano, como para intimidar, el cabo Zárate. Huele a perro. Quizás a ustedes les resulte más fácil llenar sus estadísticas con este tipo de detenciones que en delitos que sí valen la pena, le digo, envalentonado, pero hasta por ahí no más.
Es la gente vecina la que llama para hacer las denuncias, vuelve a mentir con soltura el cabo Zárate. Ustedes no van cuando se les llama, miento en parte y hago alusión a una pelea que minutos antes tuvo lugar en Brasil esquina san Pablo a la cual no llegó la prestancia de la policía uniformada. Se la ganan fácil, insisto y el cabo Zárate se sube a su moto, y acelera.
No hay día en que no haya una denuncia pública al accionar de Carabineros de Chile, en la que aparecen sus agentes castigando sin necesidad, reprimiendo con fruición o golpeado a algún menesteroso desarmado e indefenso, como si con esa acción cobarde hicieran patria.
No hay día en que no aparezca el celo deshumanizado, clasista y verdugo que muestra a los funcionarios pagados por sus propias víctimas, deteniendo a un cabro que toca un instrumento, botando a la basura las chucherías que una esforzada mujer vende en las calles o reprimiendo de la manera más cobarde a un mocoso de secundaria que sale a reclamar por algo.
Carabineros de Chile profundiza la idea de la existencia de dos países en uno. Su gestión tiene ese no sé qué de esquizofrénico cuya parte racional y apegada a la norma ayuda en el accidente, la desgracia y la catástrofe, y esa otra parte negra y fétida que es utilizada por los poderosos para el control inmisericorde de los perdedores, estúpidos que eligieron ser pobres y marginados.
No ha cambiado mucho el cuerpo policial desde los aciagos días de la tiranía. De entrada, sus métodos continúan siendo los mismos, aunque sus medios materiales han avanzado en cantidad, tecnología y blindaje.
Y no parece haber en la formación policial especial interés en el desarrollo de criterios que permitan al personal discriminar el momento y la ocasión para utilizar la luma o el arma de servicio. Así, se ha probado que a muchos funcionarios, uno ya sería un exceso, le da lo mismo que haya menores de edad en el cometido de inmovilizar a los objetivos de sus furias. Y quizás qué rencores y resentimientos mal encauzados le imprimen ese furor incontrolable que no los deja pensar.
Peor aún, los rasgos policiacos que más generan rechazo en la población parecen ser estimulados por cuanto siempre esos delitos, decir excesos es una concesión que no procede, siempre resultan apoyados por los mandos directos y los superiores. Se concede cada vez una carta blanca para el dejar hacer.
La doctrina policial, que emana de la concepción del Estado de los que mandan, considera a esas gentes que buscan ganarse la vida dando palos a otros seres humanos como esencialmente desechables, castigadores que asumen sus oficio en una idea trastocada de lo que debe ser el orden público y que luego son reemplazados por otros con renovado ahínco.
Apalear con saña a un estudiante, casi matar a otro con un chorro criminal, asfixiar a una niña de quince años, disparar a boca de jarro y gasear a familias enteras, como en el territorio mapuche, son técnicas que en ninguna doctrina policial civilizada puede ser considerada pertinentes para el control de la seguridad pública.
Una demostración palpable de que lo que vivimos durante ya un cuarto de siglo no es una democracia plena sino que una post dictadura que mantiene aspectos no modificados desde los tiempos de gloria de Pinochet, es la policía militarizada de carabineros para la que resulta un avance el hecho de que entre sus filas ya no haya quien degüelle, asesine o haga desaparecer.