Hace poco más de un año, a eso de las 10 de la noche del domingo, 26 de octubre de 2014, Brasil confirmó lo esperado: Dilma Rousseff había sido elegida para un segundo mandato presidencial. Pasado ese tiempo, muchas cosas cambiaron en Brasil, y no exactamente para mejor. Al contrario: el país vive en una crisis de graves proporciones, navega sin rumbo, y no hay salida a la vista.
En octubre del año pasado, cuando Dilma se religió, un dólar valía 2.46 reales. Ahora oscila alrededor de 3.90. La inflación anualizada era de 6.75 por ciento, lo que alarmaba a mucha gente. Ahora es de 9.9 por ciento. La deuda bruta del sector público equivalía a 61.7 por ciento del PIB. Ahora, a 65.3 por ciento. La economía retrocedió 1.9 por ciento, y se espera, para 2015, una recesión cercana a 3 por ciento del PIB.
En estos 12 meses, el desempleo alcanzó la marca de 8.7 por ciento. En algunas regiones metropolitanas roza 10 por ciento. El poder adquisitivo de los trabajadores brasileños disminuyó 1.1 por ciento. A esa caída se debe sumar la inflación, para tener una idea del daño en la economía familiar.
Luego de su relección, Dilma empezó a dar muestras de que algo no andaba bien: armó su nuevo gobierno, sin consultar a los aliados y menos al PT. Principalmente, no consultó a su antecesor y mentor, Lula da Silva. A pocos días de ser relecta sorprendió a todos al anunciar como nuevo ministro de Hacienda a Joaquim Levy, un neoliberal durísimo, que lo primero que hizo fue proponer un plan de ajuste que incluía drásticos cortes de beneficios laborales y sociales.
Luego de las ceremonias de posesión, Dilma suspendió los subsidios al sector eléctrico y admitió que las cuentas de luz experimentarían alzas significativas
. Bueno, hubo aumentos hasta de 58 por ciento en algunas regiones del país. La media fue de 51.2 por ciento. Nuevos aumentos vendrán antes de fin de año. De cuánto, nadie sabe.
En febrero, gracias a los consejos desastrados de su prepotente jefe de gabinete, Aloizio Mercadante, la mandataria lanzó la que ha sido su más malograda maniobra: quiso disminuir el poder y el espacio de su más poderoso aliado, el PMDB, y presentó un candidato para disputar la presidencia de la Cámara de Diputados con su actual ocupante, Eduardo Cunha, cuyo arsenal de maldades no tiene límites. Cunha ganó y se venga a cada día.
En abril, maniatada e inerte, Dilma entregó la articulación política de su gobierno al vicepresidente, Miguel Temer, del mismo PMDB. Acto seguido, Mercadante empezó a boicotearlo en las sombras. Temer abandonó sus funciones pasados poco más de cuatro meses, al darse cuenta de que lo que él pactaba con aliados y negociaba con la oposición era sistemáticamente saboteado por asesores directos de Dilma.
El cuadro nacional, sin embargo, ya estaba definido y el desastre, anunciado. El clarísimo deterioro político no hizo más que alimentar el cuadro económico, que pasó de serio a grave. La relación gobierno-Congreso se hizo insostenible. Dilma mostró claramente su incapacidad absoluta para armar una base aliada sólida, fiel y fiable. Es que desde el retorno de la democracia, hace 30 años, no se vio un Congreso más retrógrado y mediocre.
Desde septiembre Lula retomó un rol de protagonismo muy poco usual en ex presidentes brasileños. Pasa al menos dos días de la semana en Brasilia articulando de manera frenética. Logró instalar hombres de su confianza en puestos claves del gobierno –la jefatura de gabinete y la Secretaría General de la Presidencia–, pese a toda la resistencia de Dilma. Participa de actos públicos en diferentes capitales provinciales, tratando de dar ánimo a la militancia social y del PT, en defensa del gobierno. A más de un interlocutor, quienes muchas veces ni siquiera son de sus círculos más íntimos, Lula declara su profunda preocupación ante la posibilidad de que Dilma sea destituida. Y, al mismo tiempo, se queja duramente de la inhabilidad de su sucesora, que logró, en pocos meses, erosionar el capital político que había heredado.
Las operaciones judiciales y policiales a raíz de denuncias de corrupción también causaron desastres en la imagen del PT y de Lula.
Lula –contra quien no hay ninguna denuncia mínimamente concreta– es objeto de maniobras de fiscales y agentes de la Policía Federal. Se trata claramente de una fuerte campaña, amparada y amplificada por los medios de comunicación, para corroer su popularidad y debilitarlo para las elecciones presidenciales de 2018.
La oposición, mientras, sigue sin presentar propuestas alternativas, y se limita a insuflar, por todos los medios a su alcance, un golpe en el Congreso, para destituir Dilma Rousseff. Esa iniciativa, muy evidente y ruidosa, es la encabezada por Aécio Neves, derrotado por Dilma hace un año. Sin ninguna preocupación en ser discreto, el actual senador defiende, día sí y el otro también, que la presidenta sea destituida junto con su vice, para que nuevas elecciones sean convocadas y él salga vencedor.
Frente a semejante cuadro, poco más de 200 millones de brasileños viven la amarga sensación de que 2015 es un año perdido. Y que, con él, muchas de las conquistas sociales alcanzadas desde la llegada de Lula al poder, en el ahora lejano 2003, también se pierdan.