En la propia definición entregada por un senador de la derecha, la política chilena está realmente “crispada”, convulsionada o acalambrada, según los diccionarios de nuestra lengua castellana. Se proclama que, después de 26 años, se ha desbaratado esa “política de los consensos” que imperó en toda la posdictadura y en la cual hay que explicarse que siga vigente la Constitución de 1980, el sistema electoral y el modelo económico ultra neoliberal. Una tensión que asusta e inquieta, de repite, a los poderes fácticos del país que, a punta de financiamientos electorales y sobornos a partidos y autoridades, mantuvieron ordenada la política, salvo por algunos episodios provocados por el tema de los Derechos Humanos, la necesidad de esclarecer los crímenes de la Dictadura y sancionar a sus culpables.
La hipotética ruptura no fue producida por Michelle Bachelet, que ya había cumplido con un discreto gobierno de continuidad. Más bien, los desacuerdos estallaron por los casos Penta y Soquimich que llevó a la cárcel a varios empresarios y tiene todavía complicado a un conjunto de políticos de todo el espectro. La Derecha no le perdonaba al oficialismo dejar caer a varios de sus más dilectos financistas, así como a algunos de sus relevantes parlamentarios. Que La Moneda no haya realizado una defensa corporativa de toda la clase política, en circunstancia de que también estallaba el caso Caval que comprometía la imagen de la propia Jefa de Estado, y cuando ya se supo que los dineros de Julio Ponce Lerou, el yerno de Pinochet, se destinaron a los políticos de la derecha, pero también alcanzaron a varios de la Nueva Mayoría, cuanto a destacadas figuras de la izquierda extraparlamentaria.
Por cierto que la tenue reforma Tributaria para financiar la educación sacó ronchas en las cúpulas empresariales tan acostumbradas a que sus privilegios y peculio no fueran tocados en lo más mínimo durante los gobiernos de la Concertación y del propio Sebastián Piñera. Pero nada habría afectado la connivencia política de no mediar las presiones empresariales y su desazón por la forma en que los fiscales acometieron contra los que financiaban irregularmente los procesos electorales, como el tráfico de influencias o cabildeo ejercido en las discusiones del Poder Legislativo. Hasta los diputados y senadores más ultras reaccionarios se habían entregado a la necesidad de acometer algunos cambios, después del descalabro electoral de su Alianza y sus sucesivos desgarramientos. Por lo demás, ya estaban acostumbrados a los cambios cosméticos impulsados por La Moneda durante tantos años y períodos presidenciales.
Podríamos decir que a partir de las colusiones vergonzosas de los negocios y la política, la derecha política quedó en ascuas y a la intemperie, debiendo delegarle a las cúpulas patronales la defensa de sus propios intereses empresariales. Algo parecido a lo que ocurrió en la crisis institucional de 1973 en que la clase empresarial y el diario El Mercurio tomaron las riendas de la oposición contra el Gobierno de Salvador Allende y llegaron al Departamento de Estado norteamericano a demandar apoyo, y hasta afianzarse la conspiración y el Golpe Militar.
En este sentido se explica que en la oposición a la Reforma Laboral hayan sido las cúpulas empresariales las más activas e iracundas, consiguiendo ya un texto desnaturalizado en su propuesta original y que, a lo sumo, va a recuperar algunos mínimos derechos conculcados por varias décadas a los trabajadores. De verdad, los grandes empresarios debieran estar más que agradecidos de los ministros del Interior y de Hacienda, entre otros, tan sensibles y condescendientes a sus demandas, mientras que a los trabajadores del Registro Civil le niegan toda forma de diálogo al completarse casi un mes desde su paralización.
Pero lo más increíble ha sido la intempestiva reacción empresarial frente al llamado “proceso constituyente” planteado por la Jefa de Estado. Un itinerario que, en lo sustantivo, renuncia a cumplir durante su administración la promesa de una nueva Carta Fundamental, delegándole a un próximo gobierno y parlamento tal posibilidad. Es obvio que no puede escapar a los más hábiles hombres de negocios que tal anuncio presidencial no constituye más que una estratagema oficial para que la Carta Fundamental no sea alterada y reemplazada en mucho tiempo. Cuando se sabe, por lo demás, que las leyes heredadas de la Dictadura han logrado seducir a no pocos de los más vociferantes opositores del entonces régimen cívico militar.
En vez de aplaudir la renuncia presidencial a un propósito que concita el apoyo de más del 70 por ciento de los chilenos, la clase empresarial prefiere seguir atribuyéndole a las supuestas reformas políticas de Michelle Bachelet los infortunios de nuestra economía, como si el precio del cobre a nivel internacional y las crisis internacional pudieran explicarse en la posibilidad de que Chile tenga una nueva Constitución, como un sistema laboral más democrático.
Como no podemos suponer tanta torpeza en los actores políticos y empresariales es que más bien sospechamos de que este estado de “crispación” no sea más bien una impostura del conjunto de los que quieren dejar archivadas las reformas. Para valerse de un pretexto como el nuevo fantasma del quiebre en nuestra convivencia nacional. Cuando se sabe que los militares están más que complacidos por los privilegios que unos y otros –oficialismo y oposición- les mantienen. Y cuando se asume que Estados Unidos, por ahora, no tiene interés alguno en intervenir en su “patio trasero”.
Ya se ve como retornan las negociaciones parlamentarias y hasta la Justicia empieza a ceder sobre los casos de corrupción que investiga. Mal que mal, nuestros Tribunales antecedieron a los otros poderes del Estado en sus malas prácticas. No es extraño, por lo mismo, que un observador político instara recién a oficialistas y opositores a reestablecer la obligatoriedad del sufragio. Cuando se teme que la frustración ciudadana y el asco nacional a las imposturas de la política eleve aún más los altos grados de abstención electoral.