Antes que explotara en Buenos Aires la bomba asesina que terminó con la vida del General Prats, éste había anunciado la oscura noche que se le vendría a los militares: “…el 11 de septiembre de 1973, la alta burguesía chilena logró satisfacer su ambición de derrocar al Gobierno Constitucional de Chile, usando a las FFAA como instrumento de destrucción fraticida, las que –desde esas trágicas horas– pasaron a convertirse en guardia pretoriana de la oligarquía”.
El 11 de septiembre de 1973 los hombres de armas, que habían jurado lealtad a la Patria, se aliaron a los dueños de la riqueza para aplastar a los chilenos más modestos. El establecimiento del terror, los campos de concentración y el destierro no apuntaban a desbaratar una inexistente resistencia armada sino a desmantelar a partidos políticos, organizaciones obreras, campesinas y estudiantiles, las que, gracias a la democratización de la sociedad chilena, habían alcanzado un notable grado de desarrollo a comienzos de los setenta.
El aplastamiento de las organizaciones sociales y políticas, así como la ilegalización del pensamiento progresista se convirtieron en la condición necesaria para la imposición de las políticas públicas neoliberales. Las Fuerzas Armadas respaldaron mediante la represión, el modelo de sociedad que instaló la oligarquía, con los economistas de Chicago.
La ley laboral de José Piñera, la privatización de las empresas, de los servicios de salud, la educación y la previsión no se establecieron por consenso ciudadano sino por la fuerza. Así fue también con la Constitución de 1980, garante del modelo político y económico que instalaron la derecha y los grandes empresarios. La dictadura no fue sólo de los militares: fue una dictadura cívico-militar.
La derecha utilizó a las Fuerzas Armadas para asegurar su reproducción en el poder, más allá del gobierno militar. Los grupos empresariales se aprovecharon de las Fuerzas Armadas para debilitar al movimiento sindical, ampliar su frontera de actividades a nuevos negocios y obtener jugosas ganancias.
Las familias de Ricardo Claro, Angelini, Saieh, Matte, Paulmann, Solari, Luksic y Piñera, se convirtieron en multimillonarias. Acumularon ganancias sobre la base del terror, el abuso y la superexplotación de los trabajadores. Pinochet favoreció también el robo directo, mediante el subterfugio de las privatizaciones, que permitió en enriquecimiento de una nueva lumpen burguesía. La de sus amigos y parientes: De Andraca, Yuraseck y Ponce Lerou.
Los civiles de derecha y empresarios conspiraron desde la primera hora contra Salvador Allende; se aliaron con la CIA; elaboraron e implementaron la estrategia económica (El Ladrillo); se adueñaron de las empresas privatizadas; redactaron e hicieron aprobar mañosamente la Constitución de 1980; hubo terribles venganzas personales de terratenientes contra campesinos favorecidos por la reforma agraria, y, ahora, en democracia, pretenden aparecer como blancas palomas.
Ningún civil ha sido juzgado por la grave responsabilidad que les compete en el golpe de Estado y en la represión que siguió durante diecisiete años. Probablemente el caso más emblemático es el de Agustín Edwards, director de El Mercurio, quien se autoexilió en los Estados Unidos y, vinculado a los organismos de inteligencia de ese país, dedicó todas sus energías al derrocamiento de Salvador Allende.
Edward, con el retorno a la democracia, limpia su imagen, apoyado por personeros destacados de la Concertación, convirtiéndose en Presidente de “Paz Ciudadana”, organización supuestamente promotora de políticas para enfrentar la delincuencia. Curiosa paradoja. Él no puede hablar a nombre de la paz ni de la ciudadanía. Porque la responsabilidad moral de Edwards en el golpe de Estado de 1973 es ineludible y exige una condena de todos los chilenos.
El General Prats fue premonitorio: “Cuando se instaure en Chile la nueva democracia, el prestigio de los cuerpos armados estará gravemente deteriorado por un masivo sentimiento de odiosidad y desprecio que despertará el recuerdo de las atrocidades y arbitrariedades en que incurrieron las tropas durante la etapa represiva”. Entretanto, los civiles golpistas han quedado libres de polvo y paja. Controlan monopólicamente su economía y convirtieron los políticos en sus lacayos. Ninguno está preso. Son los dueños de Chile.