La Nueva Mayoría, continuadora de la Concertación, nunca se propuso realizar cambios estructurales que quiebren los pactos suscritos con la dictadura. Pero la emergencia de un intenso ciclo de politización social desde 2011 la obligó a presentar un programa de carácter reformista, moderado, calculadamente ambiguo, que se alejó tímidamente de la retórica dominante hasta 2010. A la vez la incorporación del PC, IC y MAS, e indirectamente de Revolución Democrática, ha contribuido a cambiar el tono del conglomerado. Sin esos cambios discursivos Michelle Bachelet no habría logrado su amplio triunfo electoral de 2013, en medio de un clima general de apatía y desconfianza que se tradujo en elevada abstención.
Por eso la Nueva Mayoría no es “exactamente” lo mismo que la Concertación. Las diferencias, por sutiles y mínimas que parezcan, no son pocas para la derecha económica y política, que en ese giro advirtió una amenaza inminente que despertó sus demonios dormidos. En la caverna de la derecha chilena todavía pervive la “teoría del dominó”, que considera que todo pequeño cambio representa a largo plazo una amenaza sistémica, por lo que cualquier contagio, por mínimo que parezca, debe ser eliminado de raíz apenas se exprese públicamente. En su análisis la defensa del modelo no admite fisuras ni concesiones.
En coherencia, desde el 11 de marzo de 2014 El Mercurio ha desarrollado una campaña de acoso y derribo en contra del actual gobierno que recuerda sus peores prácticas golpistas. El diario del traidor a la patria, Agustín Edwards, ha desplegado una estrategia etapista, tratando de cercar al gobierno con una trampa que cierre sus capacidades de maniobra e impida que se concrete la más mínima de sus reformas. Este proyecto sedicioso ha contado con la ayuda invaluable de una parte de los socios de la Nueva Mayoría, que conscientemente se han prestado para boicotear todos los intentos de avance de Bachelet, configurando una bulliciosa oposición “interna” que ha contado con mayor tribuna que la oposición “de derecha” propiamente tal.
En una primera fase los voceros de este proceso fueron personeros despechados, derrotados en las luchas internas de sus partidos, como Gutenberg Martínez, Camilo Escalona o Mariana Aylwin, que al no tener cargos públicos podían opinar en contra de las orientaciones del nuevo gobierno. Más adelante el bloque conservador se ha ido incrementando con figuras que están en primera línea. Ignacio Walker ha llegado a decir que Bachelet posee un liderazgo “no presidencial”, Jorge Pizarro la calificó de “confusa”, el diputado Auth, comentarista estable en Radio Agricultura, afirmó que su conducción tenía “arritmia”. Incluso ahora se han sumado al bullying político el ex ministro José Miguel Insulza -en desesperada búsqueda de publicidad- y el ex presidente Ricardo Lagos, con su nada sutil autoproclamación presidencial, argumentando que en la calle le habrían dicho: “Oiga, vuelva usted para que por lo menos ponga orden”.
Una segunda estrategia ha tratado de identificar la crítica de los movimientos sociales, sindicales y populares ante las insuficiencias y contradicciones de las reformas en curso, con la oposición total, de forma y fondo, que sostiene el campo más retrógrado y conservador de la sociedad. De esa forma la empresa encuestadora CADEM, privilegiada durante el gobierno de Piñera, llega a sostener que sólo 10% de los chilenos cree que hay que seguir con las reformas tal cual están. ¿El otro 90% considera las reformas excesivas o insuficientes? Por ejemplo, ¿la reforma laboral se debe cambiar para incorporar la negociación por rama, tal como lo piden los sindicatos, o se debe cambiar para permitir el reemplazo en huelga, tal como lo exige la patronal? ¿O en educación superior, la reforma se debe reorientar de acuerdo a las orientaciones de la Confech o ceder al chantaje de los sostenedores de universidades que lucran con fondos públicos? ¿La reforma tributaria se debe “moderar” como pide la CPC o volver al punto de partida, y atacar el FUT y disminuir el IVA a los productos de primera necesidad? Por supuesto, ninguna de esas distinciones aparece en CADEM, porque cada vez que se pregunta directamente por los objetivos de las reformas aflora un masivo respaldo, aunque no así a los mecanismos de implementación legislativa que ha elegido el gobierno.
La tercera estrategia de ataque ha consistido en proponer un falso dilema: “Para salvar el gobierno, la presidenta debe abandonar el programa”. Esta cantinela la han venido tocando de forma ininterrumpida desde enero, hasta llegar a su máximo volumen luego del cambio de gabinete de fines de mayo. En ese instante la derecha creyó tocar el cielo, suponiendo que la llegada de Jorge Burgos a Interior y Rodrigo Valdés a Hacienda significaba el fin de las reformas bacheletistas. Y en cierto sentido su intuición era correcta. Burgos se ocupó desde el primer día en dejar en claro que su objetivo era “moderar” los cambios, y en ciertas áreas cerrar la puerta a lo que llamó “atajos raros”, comenzando por la Asamblea Constituyente para cambiar una Constitución que él no ha dudado en calificar de “eficaz”.
Igualmente el ministro Valdés, en el consejo de gabinete del 23 de junio, presentó un estudio de las últimas cifras macroeconómicas diseñado estratégicamente para arribar a una sola conclusión: para evitar afectar la economía era necesario minimizar el programa, reorientando el presupuesto hacia una nueva “agenda pro-crecimiento”, tal como lo hizo Ricardo Lagos en 2002. Esa tesis obtuvo el rechazo previsible de los ministros PC, Claudia Pascual y Marco Barraza, y del ministro Víctor Osorio de la IC. Pero además se sumaron a la resistencia la ministra del Trabajo, la DC Ximena Rincón, y sobre todo el ministro secretario general de la Presidencia Nicolás Eyzaguirre, que actuó en una triple condición: como ex ministro de Hacienda, miembro del comité político, y como la voz más cercana y autorizada de la presidenta, a nivel personal. De allí que las ilusiones de la derecha que ya creía haber torcido la mano de Bachelet se comenzaron a frustrar.
La presidenta ha tratado de enmendar el rumbo. El cónclave en el Estadio El Llano, que oficialmente no dijo nada nuevo, en la práctica le sirvió para dejar en claro que el grueso de la agenda legislativa se mantiene en pie. Más tarde, en entrevista a La Tercera(1), profundizó en esa línea al decir: “Algunos leyeron sólo la palabra realismo, no escucharon el sin renuncia (…) Si la lectura hubiera sido que los nuevos ministros llegaron para cambiar el rumbo que la Presidenta defina, hubiera sido una lectura equivocada (…) Yo creo que decir que aquí había un giro al centro del gobierno era lo más parecido a un wishful thinking”. Tarde, pero de forma clara, Bachelet ha salido a defender lo que queda de su programa, porque se da cuenta que es la única forma efectiva de salvar su gobierno.
Por eso la campaña de la derecha ha escalado a una cuarta etapa, centrada directamente en la persona de la presidenta. Ya no se trata de persuadirla o aconsejarle. Ahora es ella misma el objetivo a derribar. En palabras de Andrés Benítez, rector de la Universidad Adolfo Ibáñez, “el problema es ella” por lo que el gabinete debería enviarla a viajar por el resto del periodo.
“Ella es el problema” porque, como sea, es la única barrera que impide que la Nueva Mayoría se termine de desfondar. Esto no significa dejar de criticar a Bachelet por sus contradicciones, titubeos e incoherencias. Simplemente es constatar un hecho, a estas alturas, indesmentible. La presidenta resiste por ahora y hasta ahora. Pero lo hace sola, sin tender un puente hacia la única vía que le permitiría escapar de una trampa en la cual, voluntariamente, fue cayendo desde el inicio de su gobierno. ¿Cuál es esa vía de escape? La voz de los movimientos sociales, que siguen marcando una ruta de cambios estructurales. Restablecer el puente con ese mensaje es el único camino que puede hacer que Bachelet arribe a puerto, con vida política, a fines de 2016.
PF