Quién lo diría, pero ya transcurridos los primeros 15 años del siglo XXI, y cuando la preocupación principal del país debiera ser la meta del desarrollo pleno -dotando de valor agregado al mero crecimiento económico-, no solo se continúa en la lógica de la misma balanza comercial (exportación de comodities e importación de tecnología de alto costo), y girando en torno al odio ancestral, producto de la inexcusable incapacidad de resolver las controversias sociales, económicas y judiciales, sino que se sigue validando la tesis del cientista político Arturo Valenzuela, respecto a las causas del quiebre de la democracia en Chile en 1973.
Valenzuela afirma que ese quiebre se produjo luego de tensionar los extremos políticos, debilitando el centro, en el marco de un sistema democrático muy sui generis, donde la primera magistratura se podía (aún se puede) alcanzar con mayoría relativa; producto de ello, la fuerza ocupó el lugar de la razón. Lo demás, es historia archisabida.
El único problema es que Chile aún vive inmerso en un círculo vicioso, yendo y viniendo entre el infortunio y la victoria moral, tal como hacen esos equipos ‘ascensores’, que transitan entre la primera y la segunda divisiones del fútbol. Un año lloran el descenso, y al año siguiente festejan el retorno al Honor, sin que nadie se sorprenda frente a esa evidente mediocridad, que los vuelve intrascendentes y vulnerables, y que los deja expuestos al populismo de los infaltables oportunistas de siempre.
Cuarenta y dos años después, Chile está al borde de caer en la misma trampa, y en ambos casos, bajo el mismo sistema ultra presidencialista, que tal como ayer, implicaría que la caída del gobierno destruiría la democracia, cuestión que bien podría evitarse si se contara con un sistema de gobierno semi presidencial, o parlamentario. Y, a diferencia de los Rangers, o los Everton, el retorno a la máxima categoría, por lo ya dicho, se torna largo y pedregoso. ¿Acaso nunca aprenderemos la lección y siempre seremos un país ascensorista, diletante?
Hoy no solo se insiste en validar la tesis de Arturo Valenzuela, apostando, de paso, a que sea la tensión extrema la que rompa el equilibrio que permita resetear el sistema completo en favor de unos u otros, previo turno del autoritarismo –sin medir las reales consecuencias de semejante irresponsabilidad cívica–, sino que se lleva al límite delictivo la injerencia de las fuerzas políticas, como si ellas tuvieran la obligación correlativa ad eternum de la representatividad ciudadana, so pretexto de ser las únicas garantes de la democracia.
¿Acaso en lo sucesivo el destino del país se va a definir solo a manos de la suerte de unos y otros, confiando en el ejercicio consensuado del ensayo-error, una suerte de alternancia entre el poder de facto y la recuperación democrática? De no introducir más variables de poder cívico al juego, es muy probable que Chile jamás abandone su rueda de Chicago. Y que su devenir se torne en extremo previsible. Al cabo, la guerra de Arauco tomó 300 años, sin que aún se firme la paz definitiva.
Si se considera la endémica y eufemística vocación de la política criolla –dada a los relativismos e indefiniciones de diverso cuño– que suele utilizar al “centro” político como trofeo electoral para etiquetarse como ‘centroderecha’ o ‘centroizquierda’, dejando los extremos deshabitados, cabe preguntarse cuál de los dos bloques pos autoritarismo será capaz de avanzar hacia el auténtico centro –evolucionando desde sus respectivos conservadurismos y liberalismos–, trasladándose con camas y petacas a tan manoseado sitio, con el fin de consolidar el pretendido paradigma que los aleja de los extremos, es decir, cuál de ellos emprenderá acciones concretas que incluyan a otras fuerzas surgidas desde la sociedad civil no militante, como expresión del hastío y la esperanza de la mayoría ciudadana, que, por cierto, no se sienten identificadas ni cobijadas en ninguno de los extremos políticos.
Es muy probable que no sean esas nuevas voces las que busquen cobijo en los antiguos relatos, sino que éstos paguen por ver qué se teje en el nuevo ethos que amenaza con excluirlos. Así, al menos, los están demostrando en España “Podemos” y “Ciudadanos”, dos nuevos partidos políticos que prometen mejorar el menú de los españoles agobiados por la falta de empleo y la pérdida del sitial en el club de los poderosos países europeos. La pregunta es si Chile está en condiciones de refrescar la carta, o si ella seguirá capturada por los dos bloques que se hallaban presentes a la hora de repartirse el poder, tras casi dos décadas en el descenso.
Queda claro que las próximas elecciones –municipales, parlamentarias y presidenciales– no se disputarán en el terreno mediático de las ideologías, pues, como se sostiene, ellas ya no existen (fueron desplazadas por el dinero y la actitud nihilista de la sociedad obsecuente); en su lugar, las contiendas venideras se jugarán en la intimidad de la confianza ciudadana.
Serán los votantes, como nunca antes en la historia electoral chilena, quienes delegarán su soberanía en personas de carne y hueso, más que en los partidos políticos convertidos en sociedades anónimas con fines de lucro; confiarán más en las nuevas relaciones que establezcan con sus eventuales representantes, que en la prosodia altisonante de los prometedores discursos que acaban en la consabida decepción. ¿Podemos ser Ciudadanos alguna vez? (Solo por esta vez, por favor).