Mirar la crisis del país como mero embrollo nacional es un error enorme. Hoy nada ni nadie escapa a las dinámicas y sinergias globales. En este sentido la ineficacia de la clase política mexicana corre al mismo ritmo de su falta de visión, su estrechez de criterios y su mediocridad intelectual. No se ve en el panorama dirigente ni partido político alguno con la capacidad de análisis de la compleja situación del mundo y, en consecuencia, capaz de ofrecer alternativas viables, eficaces y sensatas a la problemática nacional en el contexto global. La crisis de México no es sino un caso particular, peculiar y cruento de lo que está sucediendo a escala planetaria. Su tragedia, su estancamiento y su deterioro son la expresión, en este pedazo del planeta, de una crisis mayor, de una crisis de civilización.
El mundo está llegando a su límite. No es solamente la especie humana la que se encuentra en una encrucijada, sino toda la trama vital y el delicado equilibrio del planeta. Al incremento explosivo de la población humana, con 7 mil millones de individuos, y 2 mil millones más para 2050, se ha sumado la expansión de la civilización moderna con su modelo industrial y su lógica desbocada de acumulación de riqueza. Esta civilización dominante está basada en una fórmula que combina industria y tecnociencia con capital, más petróleo y otros combustibles fósiles, y es la causa profunda, oculta y principal de la desigualdad social que prevalece en el mundo contemporáneo, y la mayor amenaza a la supervivencia biológica, ecológica, cultural y, en fin, humana.
Este modelo civilizatorio, que alcanza hoy la máxima concentración de capital de toda la historia, no sólo ordena y orienta la economía mundial bajo el dominio de gigantescas corporaciones, incluyendo bancos y firmas financieras, sino que incide en buena parte de las políticas nacionales e internacionales mediante el control y cooptación de gobiernos e instituciones, así como sobre los medios masivos de comunicación, la innovación científica y tecnológica, y los patrones culturales.
Este modelo ha sido construido sobre varios dogmas, tales como los principios de la economía neoclásica, una idea maniquea, por única, de desarrollo y progreso, el optimismo tecnocientífico, la supremacía del individualismo y de la competencia, la supuesta inferioridad de las culturas tradicionales y la sujeción de la naturaleza, a la cual se le concibe como un sistema que debe ser detalladamente estudiado, analizado y explotado. Develada en su verdadera esencia, desenmascarados sus mecanismos depredadores, la civilización moderna, capitalista e industrial es cuestionada porque en el fondo está centrada en una doble explotación: la del trabajo de la naturaleza y la del trabajo humano.
No es, pues, la humanidad, el hombre o la especie humana la que ha creado una sociedad en riesgo permanente, sino una fracción que es tan minúscula que probablemente apenas corresponda al uno por ciento. Esta élite cumple una función depredadora y parasitaria, y con su ideología, sus decisiones y sus acciones ha puesto en peligro la supervivencia de la vida humana y no humana.
En este panorama global cada país conforma un escenario particular y único en el que se encuentran y se ponen en tensión, por un lado las fuerzas que tratan de imponer ese modelo de civilización y, por el otro, las fuerzas que se resisten y que buscan otras fórmulas y modelos diferentes. México no escapa a ese choque de proyectos. Por el contrario, en el país se escenifican conflictos y contradicciones de lo más cruentos que son resultado de varias peculiaridades, entre las que destacan una política de corte neoliberal aplicada cada vez con más fuerza durante los últimos 30 años, la vecindad con la mayor potencia industrial, capitalista, moderna del planeta, la presencia de amplios sectores sociales provenientes de un pasado cultural representada por la civilización mesoamericana, y una tradición de lucha social que ha sido casi permanente durante 200 años. Por lo anterior, lo que acontezca, lo que ha acontecido y lo que acontecerá en el país es tan relevante para los mexicanos como para el resto de los ciudadanos del mundo, y viceversa, los sucesos mundiales atañen por igual a los habitantes de este país.
No sólo la sociedad mexicana experimenta con honda preocupación e indignación la muerte o desaparición de miles de ciudadanos, también es testigo de la destrucción de la vida no humana: extinción de fuentes de agua, desquiciamiento de equilibrios naturales, abatimiento o desaparición de especies, vegetaciones y paisajes, envenenamientos de aire, manantiales, suelos, alimentos y de los mismos cuerpos humanos. Salir de la crisis es entonces detener y suprimir un conjunto de proyectos de muerte
que amenazan la existencia de organismos, de elementos vitales, como el agua, los suelos, el aire, las semillas, los genes y, por supuesto, los seres humanos, incluyendo sus culturas, sus ambientes, sus paisajes. Frente a este panorama, para el escenario electoral de 2018, debe surgir una visión alternativa de país que contemple los dramáticos problemas nacionales como parte de la crisis de la modernidad, y que visualice soluciones radicalmente diferentes en los campos de la economía, la educación, la salud, el trabajo y en las relaciones con el mundo natural. La tarea es descomunal, pero no imposible.