Jamás ovación alguna podrá borrar los gritos de nuestros hermanos cruzados por la tortura más atroz. Ni los aplausos del triunfo ni el pesar de la derrota apagarán los ecos de los balazos que troncharon las vidas maravillosas de los que allí quedaron.
Llegamos al Estadio Nacional con Pablo Santibáñez, aterrados, demolidos a golpes de fusiles y pistolas, la tarde del 19 de septiembre del año 1973, luego de haber cruzado toda la ciudad y de haber sobrevivido a varios intentos de fusilamiento en el puente Carrascal.
La patrulla del regimiento de Artillería de Linares, al mando de un sub teniente ávido por golpear y por fusilar, no conocía ese lugar que yo había recorrido innumerables veces en mi infancia no tan lejana.
Por eso sabía que debajo del puente vivía mucha gente que los militares insistían en corretear pensado que ahí nada tenían que hacer. Sus presencias inhibían a los tiradores que mantenían a sus peligrosos prisioneros debajo de sus botas. El calor de las trompetillas los fusiles SIG, luego de ser disparados al aire para espantar la chiquillada, nos quemaba el cuello.
Comenzaba a oscurecer y el jefe de la patrulla consideró del todo prudente buscar la protección segura de la retaguardia y, tras preguntar en comisarías y puestos militares, nos bajaron del camión dos horas más tarde, bajo la marquesina del estadio.
No podía ponerme de pie. Me dolían los hombros, la cara y los brazos y solo tras un empujón de un soldado fui a dar al duro suelo.
Lo que vería en ese segundo me produjo un terror indescriptible. El soldado que me empujó con la culata de su fusil llevaba su casco de guerra de tal modo que el acero ocultaba sus ojos. Pero dos lágrimas ofrecieron por un instante su brillo: ese hombre quizás uno o dos años mayor que mis 16, lloraba. Ojalá que no hayas hecho nada porque te van a matar, dijo muy bajito escondido de sus superior al momento de empujarme con cierta suavidad hasta la compuerta del camión, por la que caí segundos después.
Lo que se nos venía con Pablito, era la muerte segura, según dijo el soldado que lloraba. Y ya no supe qué pensar. En ese momento el dolor de mi cara y de mis hombros golpeada y pisoteada por el subteniente, se evaporó como por encanto.
Las piernas abiertas y las manos en la muralla, dijo un soldado al momento de golpear mis pies con sus botas y empujarme al muro, a un lado de la puerta de la enfermería. Si se mueven, disparas, dijo el que mandaba al soldado que se quedó presto, a nuestro lado.
Comenzaron a pasar las horas. En ese lapso pensé en la posibilidad cierta de la muerte y concluí que lo que más me pesaba era el sufrimiento de mi madre. Y la invoqué en un profundo pensamiento que quiso ser un rezo y no pudo.
Ya era casi imposible mantener los brazos en esa posición. Tampoco era posible sustraerse a la locura que ocurría a nuestro lado. Un hombre joven sin camisa, pedía agua. Su custodio lo hizo arrasarse hasta la llave la que abre por un segundo, pero no lo deja beber y a golpes de botas lo obliga a volver a su lugar, en la arena que antes había en ese sector de los camerinos.
Más allá, grupos de prisioneros se envolvían en frazadas, apuntados por soldados y nuevos prisioneros entraban con un estrépito de guerra, golpes, culatazos, patadas, gritos de locura, órdenes, frio, miedo.
De pronto cambian la guardia. Soldados salen en formación, soldados que entran en la misma formación y las órdenes que disponen un hombre cada tanto, y al servidor de la imponente ametralladora Rheinmetall.
Lo más extraño vino cuando el oficial que tomó el nuevo turno, nos preguntó qué hacíamos ahí. No sé, dijimos en coro con Pablito. Y tampoco sabíamos, quienes nos habían llevado, ni cómo eran, ni sabía yo porqué traía la cara como la traía, por cierto, tampoco sabíamos quienes tenían nuestros carnets. Lo único cierto era que unos soldados nos capturaron desde la puerta de la casa de Pablito sin haber razón alguna.
La orden de buscar nuestros documentos hizo que varios soldados revolvieran las carpetas y papeles que había en un amplio escritorio y unas repisas llenas de folios. Nada.
La cosa se puso muy fea cuando llegó un equipo de civiles a interrogarnos en ese mismo lugar y cuando ya nos llevaban con ellos, por una razón del dominio del más perfecto de los misterios, nuestros carnets aparecieron entre dos hojas dobladas, perfectamente en blanco.
Horas más tarde, el capitán del hallazgo sentenció que estábamos de economía y nos dijo que nos iríamos al otro día. Y luego de una noche espanto, vendría una mañana de espanto. Íbamos a salir del estadio en un bus de Carabineros y el oficial que nos liberaba insistió en que debíamos decir que habíamos sido detenidos por toque de queda, ni por nada del mundo por otra cosa.
Muertos de miedo, de frio y de hambre, nos afirmaron en uno de los pilares redondos que afirman las luminarias. Un enorme y hediondo paco se nos acercó, apuntándonos con una sub ametralladora Karl Gustav y me dijo de dónde sacaste esos zapatos. Se refería q los bototos de seguridad que mi padre me había traído de la Maestranza y a pesar de que por entonces eran una moda, en mi caso era simple pobreza.
Me desdoblé en explicaciones. Le expliqué desde cuando, dónde y cómo es que trabajaba mi padre en ferrocarriles, le describí con detalles las instalaciones de la Maestranza de San Bernardo y lo pobre que era.
Nos botaron a las doce del día 20 de septiembre en la esquina de Catedral con Matucana, justo donde hoy se encuentra el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.
Esta es no más una pequeña historia entre otras muchas infinitamente más trágicas y dolorosas.
Es cierto que jamás se sabrá todo el sufrimiento y muerte que hubo en el estadio en que Chile ganó por primera vez un torneo relevante, pero mientras haya personas jóvenes como el futbolista Jean Beausejour, algo de esperanza, de dignidad y de valentía flameará muy en alto y el recuerdo de los caídos aún será una cosa tibia que nos emocionará cada vez.