Una mirada cuidadosa sobre la prensa del sábado 2 de mayo nos hace pensar, con muchos elementos de convicción, que el país está inmerso en una suerte de guerra civil que no se atreve a decir su nombre, pero cuya publicidad nos remite directamente a esa noción, por más disimulos que quieran ocultar la realidad que vivimos. Invoquemos los nombres que nos plazcan, el hecho es que la realidad nos conduce a cada vez a más amplios enfrentamientos entre sectores de la sociedad, si bien, tal vez, todavía no conocemos la intención de todos los participantes.
Ahora, cuando menos, son grupos importantes de los estados de Jalisco, Michoacán, Colima y Guanajuato, con enfrentamientos cruzados en que participan gatilleros del llamado crimen organizado, miembros de las autodefensas civiles, militares y marinos, y por supuesto, integrantes de organizaciones populares y sindicales, especialmente de maestros. Naturalmente, en una situación tan compleja, e incluso caótica, queda absolutamente desbordado el control o seguridad de los principales grupos de población, sin excluir a comerciantes y pequeños fabricantes y multitud de profesionistas y técnicos que normalmente prestan sus servicios en una sociedad en estancamiento o muy moderado crecimiento. La multitud de vehículos incendiados en los últimos días a lo largo y ancho del país sería una prueba extrema de lo anterior.
Por supuesto, desde el primer ángulo de observación, el primordial enfrentamiento se origina entre el crimen organizado y las fuerzas del orden, aunque en realidad los participantes sean mucho más numerosos, como es la variedad de grupos de trabajadores del campo y de la ciudad que ya forman parte activa de estas confrontaciones. La miseria de sus salarios y de sus condiciones de vida los empuja a los enfrentamientos, aun cuando no tengan una visión nítida de sus funciones y aspiraciones. Ellos sienten, en cualquier caso, que luchan ya por mejorar sus condiciones de vida, y que por esa batalla valen la pena todos los sacrificios que puedan enfrentar.
Pero si seguimos observando los periódicos con cierta atención, veremos también que los sindicatos, y buen número de sectores civiles y muchos otros se han declarado ya en contra de la política de Enrique Peña Nieto, no obstante las oleadas de publicidad oficial para hacernos creer que pese a todo el país avanza y está en la debida ruta. Por otro lado, no olvidemos que han quedado incompletas varias de sus reformas, como las que se refieren a desapariciones forzadas, torturas y actos de corrupción múltiples (todos crímenes que asedian al país desde hace años y que no acaban de redondearse).
La prensa informa también que las mafias son culpables de 70 por ciento de los asesinatos de periodistas, y que se integran caravanas para llevar ayuda humanitaria a puntos de particular abandono en México, como el valle de San Quintín, en Baja California. Y, por si fuera poco, el 2 de mayo también se anuncian enfrentamientos armados entre policías estatales y comunitarios en Guerrero, siempre con pérdida de vidas humanas. Por otro lado, igualmente se ha anunciado en la prensa 33 por ciento de incremento de la deuda pública total de Peña Nieto, así como el hecho de que la reforma de los energéticos haya triplicado en un año las pérdidas de Pemex y CFE. Todo ello con la rúbrica del Banco de México: Muestra debilidad la economía.
Naturalmente que este impresionante fresco de datos siniestros por los que atraviesa el país, indicativos de nuestro pulso general, no es suficiente para situarnos ya en un estado de guerra civil plenamente formalizado, pero nos coloca en su antesala o en los bordes de su realización. Para que entremos a una guerra civil en forma parece indispensable, al menos, que las partes contendientes logren líneas o agrupaciones más formalizadas que hasta ahora, es decir, con una orientación ideológica más definida que hasta el momento han estado lejos de lograr plenamente.
No diría que se precisa de ideologías perfectamente formuladas y enfrentadas para que se produzca una guerra civil, pero sí parecen necesarias tendencias dominantes que sean el punto de referencia básico que defina el enfrentamiento. No estamos en eso. Pero sí, recorriendo el espectro, nos encontramos con el hecho innegable de que, más allá de sus razones específicas, hay una mayoría ciudadana que muestra ya, masivamente, su hostilidad o su desacuerdo con Enrique Peña Nieto. Es verdad que no es suficiente ese desacuerdo, pero también hay que reconocer que es un fuerte punto de partida para que se logre una organización opositora de otro calibre. El tiempo, pero no mucho más, dará la respuesta a estas interrogantes.
El hecho real es que en los tiempos de la Revolución Mexicana (de cien años a la fecha, por ejemplo) no habíamos presenciado una movilización cuasi espontánea de tal número de ciudadanos rechazando a un presidente de la República. Tal es una situación excepcional y habrá que esperar sus resultados, que parecen bastante sombríos.
De caída en caída, y sin la atención suficiente de los gobernantes, estamos ya en este punto. Y lo peor del caso es que las autoridades que pudieran hacer algo efectivo para resolver el asunto prestan oídos sordos y desatienden su gravedad. Estamos al borde la guerra civil y las autoridades se hacen de la vista gorda, no atienden el problema con el cuidado que deberían; más bien sus palabras representan falsos optimismos que en vez de prevenir dejan pasar y desatienden la gravedad del caso.
Un día veremos claro y entonces tal vez ya no tenga remedio, o sí lo tendrá en la medida en que el país cambie radicalmente hacia adelante. Actuaremos para que el cambio sea el mejor posible y concebible.