La lucha por derrocar a la dictadura no fue posible concluirla con éxito sino hasta que la oposición decidió llevar a Pinochet a las urnas en 1988, obligándolo a un diálogo democrático mil veces resistido, luego de descartar la vía armada que se fraguaba como única salida a la represión. A fines de esa década, la inteligencia social organizó el descontento dándole a esa épica un relato que la mayoría ansiosa vio dibujarse como promesa bajo un arcoíris imaginario. No obstante, tamaña grandilocuencia sucumbió con la misma fuerza que se hizo patente.
La misma épica de la disconformidad, que tras el triunfo del No desembocó en algarabía incontenible y en grandes esperanzas transformadoras, a poco andar se convirtió en una épica de la tristeza y la desilusión. Esa lucha, entendida como una construcción social que implicó la participación de millones de chilenos asfixiados por la falta de libertad y garantías, devino en un triunfo acotado a la repartición espuria del botín, al que sólo accedieron unos pocos privilegiados. La prometida alegría, aquella que bañaría con su elixir a los triunfadores del plebiscito, no fue más que un eslogan publicitario.
Jaime de Aguirre, actual director ejecutivo de Chilevisión, es un buen ejemplo –tal vez el más emblemático– del devenir épico del último cuarto de siglo. Para el plebiscito del 5 de octubre del 88, De Aguirre estaba en ‘la otra orilla’, en la del No; él compuso el mítico himno con el cual los opositores entonaron su deseo de cambio. Él estaba del lado de los opositores a la dictadura y de todo lo que ella implicaba y representaba. De esta aseveración podría colegirse que el hoy alto ejecutivo del ex canal universitario, se oponía al modelo social, político y económico impuesto por Pinochet, y que en su reemplazo anhelaba un país libre y solidario.
Sin embargo, De Aguirre es la vívida demostración de cómo el mercado cambia a las personas, de cómo éste articula la pérdida de las contenciones ideológicas, de cómo un convencido opositor a un modelo fáctico se convierte en su defensor e impulsor en ‘democracia’, de cómo se cruza de una orilla a otra sin perder el semblante, de cómo se atraviesa desde los ismos de diverso cuño al capitalismo salvaje y desatado. De Aguirre lo hizo, tendiendo puentes, validándose a ambos lados del río Mercado, bailando al son que le toquen, siendo ‘izquierdista de salón’ y un gran burgués emisor de boletas para financiar a la ‘derecha liberal’. Un vergonzoso periplo de 25 años entre el Sí y el No.
El señor Jaime de Aguirre hoy es el fiel exponente del transformismo político y económico experimentado por la vasta elite criolla, desde la ‘recuperación de la democracia’. Así como en su momento su cancioncita fue la voz del descontento popular, hoy, ya transformado en un ser de la otra orilla –o colocado en ese rol, según la ocasión–, él continúa abrazando las mismas prácticas indecentes para conseguir dinero que antes deploró, y se vale de los mismos paradigmas comunicacionales añejos para darle sentido a su propio transformismo: el dinero le pertenece a aquellos que más trabajan para conseguirlo, a los exitosos; tenerlo es una cuestión de habilidad temporal y espacial que depende de las redes propias y ajenas. La derecha política y económica controla la propiedad de los medios de comunicación y, en consecuencia, decide quién gobierna y por cuánto tiempo.
Pues bien, señor De Aguirre, entérese, el dinero mal habido jamás ha tenido explicación moral alguna, así como tampoco hoy la tiene la tesis del poder inmanente de la prensa, toda vez que tras la irrupción de las TIC’s, ni siquiera el Washington Post podría botar algún gobierno, como lo hicieron sus reporteros Bernstein y Woodward con Richard Nixon. En la actualidad, los gobernantes tienen sus propios medios de comunicación para contrarrestar la arremetida de la prensa incómoda, a lo que suman el servilismo del duopolio periodístico a través del avisaje bien pagado. No obstante, ése ha sido el juego de la casta que tan bien representa el directivo de CHV, reinterpretando a su favor una y mil veces los mecanismos para hacerse del dinero e instalar en el poder a sus señores, en la medida de sus necesidades.
¿Alguna vez este personaje imaginó ser millonario, como Ponce Lerou?, ¿qué une los modus operandi de ambos en ese siniestro camino hacia la riqueza súbita? Quizás ninguno de ellos imaginó cómo cambiaría su suerte tras la dictadura. La habilidad camaleónica frente a cada nuevo escenario ha sido clave en ese tránsito de empleado a millonario; habilidad apta para hacerle frente a la adversidad de turno, aprovechando el viento a favor, esquivando obstáculos, estableciendo lazos con el poder, hipotecando el prestigio de subalternos.
Para asegurarse un lugar en la historia alegre del comando del No, Jaime de Aguirre utilizó su traje de ‘izquierdista opositor’; en aquella época él soñaba con la democracia, hasta que pudo atracar en su orilla prodigiosa, y luego, ya en esa Edad Media de mil años de la política chilena, llamada transición, se lo quitó y se vistió de Armani, sin que mediara cuestionamiento ético alguno; y así mutó a su nueva performance de ‘progresista dúctil’, sin militancia declarada, indumentaria que le da cabida y validez en las dos orillas del río Mercado, desde cuya privilegiada posición le hace trampas a la democracia que tanto ansiaba, recaudando fondos para sus antiguos ‘adversarios de derecha’. Sin duda alguna, Jaime de Aguirre, merece el desprecio de los votantes del No. Y, por cierto, las preguntas de la fiscalía.