La naturaleza ha azotado recientemente a nuestro país de norte a sur como un símbolo de nuestras instituciones políticas, que se anegan en el lodazal de la corrupción y se consumen en la estrechez de su codicia. La ligereza con que la presidenta llama a recuperar las confianzas y a dejar que las instituciones funcionen recuerda la respuesta de María Antonieta, que tras enterarse que el pueblo hambriento protestaba porque no tenía pan, señaló que entonces comiera pasteles.
Es toda la institucionalidad la que se corroe bajo los cimientos del libre mercado. Su causa es la Constitución, que encadena el valor de lo público a favor del interés económico privado. El Estado, al no garantizar ningún derecho fundamental, los subsidia beneficiando a los grandes grupos económicos que lucran con ellos, en perjuicio de esos mismos derechos, que son sistemáticamente violados ante los ojos de un Estado impotente.
Se tiende a imputar la destrucción de lo público y del poder del Estado al golpe militar del 73, que acabó además con un proceso de reivindicación política de la clase obrera de más de medio siglo de duración. Yo creo, más bien, que su causa fue el plebiscito del 88. Una dictadura se define por la excepcionalidad jurídica que instaura por medio de una fuerza autolegitimada. La democracia se define, en cambio, por el estado de derecho que asegura su Constitución y el correcto funcionamiento de los distintos poderes del Estado, legitimados por el mandato original del pueblo, que delega su poder en ellos. Lo normal es que tras el retorno a la democracia se hubiera hecho una revisión importante de la institucionalidad heredada de la dictadura, partiendo por nuestra Constitución y el rol de Estado. Sin embargo esto no fue así.
Al contrario, se realizó todo el empeño posible por mantener y profundizar la institucionalidad heredada por medio de la política de los acuerdos. La derecha argumenta que las más de doscientas reformas realizadas al articulado original de la Constitución demuestran que no se requiere una nueva Carta Constitucional. Yo me pregunto si alguien preferiría realizar más de doscientas reparaciones a una casa antes de demolerla y construirla de nuevo. La democracia que se decidió plebiscitariamente fue la normalización del estado de excepción, cuyo fundamento de mandato no fue el pueblo, engañado y constreñido a un vínculo nominal con las autoridades de turno, sino los grandes grupos económicos, que financiaron por igual a la totalidad de los partidos políticos, coaptando la legislación y toda la institucionalidad del Estado en beneficio de su interés económico particular, en perjuicio del pueblo, explotado por ellos. Penta, SQM y el caso Caval son la norma en que conviven, en un mismo lecho, política y empresariado.
Desde un punto de vista histórico, la única diferencia entre el régimen nazi y la dictadura militar chilena es que el sistema político-económico del primero fue derrotado, mientras que el del segundo triunfó como modelo ejemplar de crecimiento y estabilidad. Nuestra democracia es la continuación de la excepción por medio de la dictadura del libre mercado.