No toda crisis política se convierte necesariamente per se en crisis institucional. Pero, al parecer, la nuestra sí lo es. Es decir, es política, de sus miembros, de su forma de actuar, de sus decisiones y omisiones, pero también es institucional.
Y por ello no basta que se dé nuevamente un acuerdo cupular para recuperar la confianza y la credibilidad. Se trata de una crisis de legitimidad. Cada vez más los ciudadanos, el pueblo, la calle, se hace consciente de la conexión entre sus problemas y las instituciones existentes. Y si sus deseos, esperanzas, necesidades y problemas no encuentran canalización y resolución vía las instituciones existentes, entonces, aquellas entran en un creciente cuestionamiento respecto a su validez. Lo que está en cuestión cada vez más es la legitimidad del orden constitucional y sus instituciones que – determinados por el autoritarismo, la óptica neoliberalista y mercadista heredadas desde la Constitución del 80-, fueron de un modo u otro, continuadas y mantenidas después. Por eso al parecer no bastará acudir al ya manido refrán “dejar que las instituciones funcionen”. Si buena parte de ellas están diseñadas para mantener el modelo de “democracia” neoliberal u oligárquica y sus “acuerdos” cupulares, ensalzados como lo único posible y deseable para todos nosotros.
Las instituciones, sean estas económicas, políticas, religiosas, policiales, educacionales, financieras, etc., no han caído del cielo. Tampoco han existido siempre ni reflejan la naturaleza de las cosas. Por lo mismo es que pueden cuestionarse, modificarse, cambiarse. Ellas han sido obra histórica y de decisiones políticas y societales. Por eso también, es que no bastan las sinceras disculpas de algunos miembros de la clase política. Sus acciones no son meros errores o equivocaciones individuales. Son el resultado de un entramado legal e institucional que tiene una determinada forma de ordenar y utilizar el poder, económico, político-policial y sociocultural. En nuestro caso, lo sabemos, se trata de un orden neoliberalizado, donde los criterios de mercado tienen que regir desde la producción y el campo laboral, hasta la policía, la política, la educación y la generación de cultura. Pasando por el ordenamiento de la ciudad. Estos ordenamientos no son obra de alguna providencia divina, aunque no faltan representantes de la divinidad que así lo creen. Las elites financieras, militares o políticas quieren hacernos creer que no hay más instituciones que aquellas que existen. Que, además, estas funcionan siempre bien, y que si no lo hacen, bueno, es necesario un ajuste para que sigan rindiendo. Es decir, que son a-históricas y de valor eterno. De nuevo entonces la ideología revisitada. El humano levanta instituciones para su propia sobrevivencia como tal. Pero, cuando estas instituciones se cierran sobre sí mismas (Carabineros, FFAA, iglesias, bancos, empresas o el Congreso por ejemplo), se hacen autorreferentes y tienden a convertirse en fines en sí mismas, poniendo en riesgo a la propia comunidad civil que las crea y mantiene.
Tenemos entonces –como ha pasado aquí-, una fetichización y totalización que termina negando la vida humana a favor del propio sistema. La ley del mercado se convierte en instancia sagrada. No se puede franquear, ni en economía, ni en política. El problema como país es que la carta de navegación de la institucionalidad, la constitución que refleja el orden de mercado dominante, ha perdido legitimidad (un alto porcentaje se pronuncia a favor de una nueva constitución). No ha sido producto de un consenso deliberativo en igualdad de condiciones. Esto es también lo que se reclama hoy: la recuperación de la ciudadanía y de la república a manos del soberano real (la abstención en las últimas elecciones superó el 55% y el descrédito del Congreso supera el 70% de las opiniones. Pero nuestros honorables están más inquietos por ver la paja en el ojo ajeno venezolano).
La verdad, cada vez más muchos pensarán que en la lucha por conseguir ese protagonismo republicano, no tienen mucho que perder. Bueno sí, quizá debieran temer perder unas muy buenas pensiones de menos de 190 mil pesos mensuales y una “excelente” salud privado-pública, después de toda una vida de trabajo; así como otros temerán perder sus escuálidos privilegios de formar parte del 1% más rico del país y tener ingresos por más de 20 millones de pesos mensuales. Pero bueno, un senador UDI ya lo confesó: ganar lo que se gana o vivir como se vive, es cuestión del azar de la vida. No hay mucho más que hacer pues…