Diciembre 27, 2024

Quien dice oligarquía, dice privilegios

Alberto Edwards, autor de la Fonda aristocrática, admiraba lo que él llamaba “la religión de la desigualdad” – yo, personalmente, pienso que la característica medular de la oligarquía en el poder consiste en conservar y acrecentar los privilegios a través del tiempo -. Si caracterizamos lo que pasa hoy en Chile – más allá de los árboles que impiden mirar el bosque – es que vivimos una crisis en las castas privilegiadas, sorprendidas por el rechazo de la ciudadanía contra un sistema oligárquico que consagra esta religión de la desigualdad, tan admirada por el historiador que se definía a sí mismo como el último de los pelucones.

 

 

En toda crisis de dominación oligárquica surgen actores, antes en la sombra y que, súbitamente son iluminados por el foco de los escándalos, como es el caso de Natalia Compagnon y su fáustico marido, Sebastián Dávalos, que han logrado canalizar la ira popular contra los privilegios, mientras la mayoría de los ciudadanos viven en la pobreza, en el mal trato en hospitales y consultorios y en la pésima educación. Esta pareja de privilegiados, por el hecho de ser familiares de la Presidenta se da el lujo de conseguir un crédito millonario y, así, convertirse en reyes de la especulación. Si hay un concepto que se ha desprestigiado con el correr de los últimos días es el de la “meritocracia” y puede considerarse a Laurence Golborne y Natalia Compagnon como sus niños símbolos, tanto en la centro derecha, como en la centro izquierda, pues ambos surgen de la clase popular y se convierten en personas emblemáticas de la ambición ilimitada de dinero y de reyes de la especulación (sea en las empresas en las Islas Vírgenes o en la especulación inmobiliaria), el origen popular de estos personajes, vemos, radicalizan aún más la ira de la gente -.

 

Es evidente que para mantener los privilegios propios de la oligarquía es necesario que el poder político y del dinero sea hereditario, razón por la cual no nos puede extrañar que los cargos, sean en las empresas privadas o públicas, pasen de padres a hijos o otros familiares colaterales -. En este plano, la oligarquía no actúa de forma muy diferente a la “cosa nostra” – así, todo marcha muy bien mientras los súbditos acepten este hecho como algo tan natural como el día y la noche, pero podría destruirse cuando los ciudadanos organizados se rebelen contra la injusticia e iniquidad de tantos privilegios a favor de unos pocos. Bastaría con pasar de la religión de la desigualdad a la de la igualdad entre los hombres para que surja una crisis de dominación oligárquica.

 

Cuando, por ejemplo, Jovino Novoa rebate el “caiga quien caiga”, está atacando algo tan esencial como la igualdad ante la ley. Este personaje es completamente sincero al sostener que los “rotos” no pueden ser tratados de forma igual que los caballeros en los tribunales de justicia, mucho menos que sean expuestos ante “la Chusma” mediante las emisiones televisadas de los juicios.

 

 

 

Ignacio Walker, Jorge Pizarro y algunos senadores – especialmente del PPD – son mucho más finos en la consideración de esta misma doctrina de los privilegios, pues niegan cualquier acuerdo a espaldas de la ciudadanía, pero en la práctica, es eso lo que buscan de una manera mucho más sutil que el ideólogo del fascismo-guzmanismo, Jovino Novoa, al sostener, por ejemplo, que el Servicio de Impuestos Internos debe dedicarse a recaudar fondos para el fisco que acusar a “los caballeros” ante el Ministerio Público, lo cual significa – para el buen entendedor – que no se puede iniciar ninguna causa en contra de los implicados respecto a delitos tributarios sin antes dialogar con los responsables y acordar el pago de una multa, que siempre es menor a las utilidades obtenidas defraudando al fisco.

 

La salida a la llamada crisis institucional no es muy difícil, pues bastaría una renuncia colectiva de diputados y senadores para provocar una nueva elección. El problema radica en que las oligarquías, en ninguna parte del mundo, ha renunciado voluntariamente a sus privilegios; la otra puerta sería una reforma constitucional que instaurara la revocación de mandatos, con determinado número de firmas de los ciudadanos; la tercera vía, la convocatoria a un plebiscito que permita al presidente de la república llamar a una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Carta Magna.

 

Nada más falaz que el famoso recurso, tan manido, de que el camino al cambio de la Constitución debe ser institucional. Las tres propuestas, anteriormente reseñadas, son perfectamente institucionales, lo que ocurre es que no agradan a quienes quieren mantener el statu quo o bien, una salida gatopardista, sean estos de la Nueva Mayoría o de la Alianza, pues jamás la oligarquía va renunciar voluntariamente a sus privilegios.

 

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

09/04/2015

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