El caso de niña de 14 años, Valentina Maureira, retrata muy bien cuán hipócrita se muestran nuestras castas oligárquicas. Valentina padece una de estas enfermedades llamadas raras, la fibrosis quística, de origen genético y de curación incierta, de no mediar un trasplante.
Hace un tiempo, Valentina clamó por la vida, pero hubo oídos sordos: en el hospital Calvo Mackenna, donde la trataban, era mal atendida, como ocurre con la mayoría de los pacientes que carecen de dinero para cubrir los gastos en una clínica privada, pues en Chile, cuando eres pobre y honrado – no puede recurrir al Banco Penta o al de Chile, donde los créditos se otorgan sólo a políticos deshonestos – está condenado a muerte, con o sin eutanasia, sin antes haber llevado a la ruina a tu familia.
Bastó que la niña Valentina solicitara a la Presidenta de la República se le aplicara una inyección que la durmiera y no despertar más, para que la casta en el poder reaccionara – incluso, recibió la visita de la misma Mandataria en su pieza del Hospital Clínico de la Universidad Católica, donde la atienden dignamente como a persona que es, pues por desgracia, la carencia de recursos humanos y materiales no permiten ese trato en la salud pública.
Los que abogan contra la eutanasia, el aborto terapéutico y la muerte dulce, en muchos casos hacen gala de una verdadera hipocresía, pues en el fondo, no tienen ningún respeto por la vida, incluso, algunos pechoños se declaran partidarios de la pena de muerte, y si retrocedemos en la historia reciente, muchos curas “bendijeron” y ampararon las torturas, los fusilamientos y desapariciones de conciudadanos, durante la dictadura de Augusto Pinochet y sus “cómplices pasivos” y activos – Mónica Madariaga, ex ministra de Justicia de Pinochet, llegó al extremo de comparar la condena muerte de los sentenciados con la que sufriera Jesucristo en el Calvario.
No les creo ni un ápice a los viejos y nuevos cultores de la vida a causa de su doble estándar: reaccionan contra la despenalización del aborto, pero cuando se practica en las clínicas privadas – como bien lo denunciara la valiente y honesta ministra de Salud, Helia Molina – muy poco les preocupa cuando los pobres mueren en los hospitales públicos por falta de medicamentos o del dinero para adquirirlos o bien, de médicos y especialistas y también de personal calificado para atender a los pacientes. En Chile, la vida o la muerte dependen de cuánto dinero tenga.
Personalmente, soy partidario de la libertad de la mujer para que disponga de su cuerpo, como también de la opción por la muerte dulce e, incluso, que se legisle a favor de la eutanasia en Chile – encuentra inhumano condenar a una persona a sufrimientos inútiles cuando padece una enfermedad terminal -. En este sentido, para mí la vida consiste en “buscar el placer y huir del dolor”, como bien lo decía el maestro Epicuro – no confundirlo con el hedonismo, que busca sólo los placeres carnales y el libertinaje en general – en el sentido de cultivar la amistad y el retiro meditativo. En el caso que nos ocupa hoy, no veo porqué si una persona solicita la ayuda médica para el bien morir, el Estado deba negar este mínimo derecho.
Cada ser humano es dueño de su vida y está en su derecho de buscar la felicidad de la mejor manera posible, como también decidir sobre su fin de su propia mano o con la colaboración de terceros cuando los padecimientos se hacen insoportables. En este sentido, como lo sostienen pensadores como Albert Camus y Michel Foucault, el suicidio es una protesta contra lo absurdo de la vida y de una maldita sociedad, cuyo alfa y omega sigue siendo el dinero.
Chile es un Estado laico, por consiguiente, ninguna iglesia, ni políticos fanáticos, tienen el derecho a forzar al Estado a seguir preceptos religiosos. Vimos hace unos días una especie de orden de partido, propiciado por el reaccionario Cardenal Ezzati, en el sentido de que los diputados católicos debieran votar contra el proyecto de ley de despenalización del aborto.
Entre tanto hipócrita y corrupto, en Chile hay gente muy valiosa como el extinto Ricarte Soto, que luchó hasta su muerte por la dignidad de los enfermos. Sería loable que el gobierno pusiera suma urgencia al proyecto que lleva su nombre, a fin de canalizar positivamente la conmoción provocada por el caso Valentina Maureira. Nos causa extrañeza la velocidad con que se aprestan a aprobar un proyecto de ley que dejaría impune el lavado de dinero, en consecuencia, en libertad a los ladrones de La Polar – podría extenderse al caso Penta-UDI-Soquimich -. Aún no me explico el por qué algunos parlamentarios porfían en seguir cavando su propia tumba.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
01/03/2015