Habría que ser muy cínico o incauto para pensar que los recientes escándalos de la política son una cuestión de hoy y no de las malas prácticas entronizadas en ella desde hace mucho tiempo. Numerosas opiniones, columnas de prensa y diversas advertencias han venido denunciando la falta de probidad de las cúpulas partidarias, de los parlamentarios y ediles, como de los funcionarios nombrados por los gobiernos de turno. Muchas veces con la complicidad o negligencia de los organismos fiscalizadores, en general reacios a controlar los despropósitos cometidos en los otros poderes del Estado, como en sus propias instituciones.
Toda la posdictadura ha estado marcada por las campañas electorales multimillonarias. Con seguridad somos el país del mundo que, de acuerdo a su tamaño, es el que más dispendia en publicidad política. Desde hace mucho tiempo se sabe que resultar elegido diputado o senador en algunas circunscripciones y distritos puede resultar más oneroso que todas las dietas parlamentarias que después reciba quien ejerce el cargo. Teniendo en cuenta, además, que los sueldos y granjerías de los legisladores son superiores a los de sus colegas de Alemania, Estados Unidos y otras naciones ricas.
Resulta evidente, por lo mismo, que estas “cajas electorales” son alimentadas desde hace muchos años por los recursos que se le distraen al erario nacional, con los aportes de las empresas y las donaciones externas. Aunque ya hay varias fundaciones extranjeras que han limitado o cortado su ayuda a Chile para destinar recursos a países más necesitados e influir políticamente allí donde pueda haber mayores desafíos al “orden económico mundial” que quieren salvaguardar . Es obvio, asimismo, que los empresarios chilenos tienen una avidez enorme por el dinero, que carecen (salvo contadas excepciones) de toda filantropía y que hasta en las catástrofes procuran lucrar de la desgracia humana, los recursos fiscales y la ayuda solidaria. Como quedara demostrado con la conducta de uno de los mandamases del retail en el último terremoto.
Bastaba tener un dedo de frente para darse cuenta de la colusión existente entre el empresariado y la clase política en beneficio del triunfo electoral de autoridades que fueran dóciles a la hora de encarar desde el Gobierno o el Parlamento iniciativas como la Ley de Pesca, la reforma Tributaria y otras. Al mismo tiempo que desestimar constantemente la elevación de los tributos de las grandes empresas mineras que, al igual que los bancos, obtienen el Chile las mejores condiciones del mundo para invertir y enseñorearse en nuestra economía y recursos naturales. De esta forma es que hasta los más rabiosos vanguardistas del pasado terminaron propiciando las privatizaciones y las políticas de mercado, para convertirse después en directores de empresas y entidades financieras, una vez que satisficieran sus objetivos políticos y decidieran incrementar todavía más sus ingresos. De la misma forma en que ahora se proponen postergar para un próximo período presidencial los cambios demandados en relación a la salud o la previsión, donde campean los más graves abusos de nuestra economía desigual.
Las iniciativas de regular el lobby o el tráfico de influencias, la imposición de límites al gasto electoral y las exigencias de transparencia son burladas reiteradamente. Con cada ley “regulatoria” se ha dictado al mismo tiempo su trampa, excepción y otras argucias, de modo, por ejemplo, de excluir a las Fuerzas Armadas de ciertas rendiciones de cuentas y, ahora, liberar al servicio exterior del imperativo de llevar un registro de sus agendas y gastos, como se le ha impuesto a todas las demás autoridades públicas. Acaso el desfachatado gasto electoral de los últimos comicios presidenciales y parlamentarios haya inducido a muchos a abstenerse del proceso, actitud que rebasó el 58 por ciento del registro de potenciales electores. Aunque ciertamente la renuencia cívica se explica más en el desencanto e indignación general del país con la “clase política”.
Y no era cosa que los empresarios ejercieran mayores sesgos respecto de quien apoyar o no. El propósito, como se ha señalado, era repartirles a todos los candidatos con efectiva posibilidad de ganar. Es de esperar, entonces, que las últimas indagaciones judiciales nos pongan transparencia respecto de quienes se prodigaban con todas o las más importantes campañas presidenciales y parlamentarias. “Total, me confesa uno de estos personajes, daba casi lo mismo apoyara a unos o a otros dentro del sistema binominal que garantizaba una distribución tan equilibrada de cargos para el oficialismo y la oposición… Con Piñera en La Moneda comprobamos, incluso, que la Concertación administró todavía mejor el modelo que nos gustaba y legara el Gobierno Militar”.
Como se está demostrando ahora, los donantes tampoco tenían que meterse la mano en sus bolsillos para “apoyar a la política y aportar a la democracia”, como han llegado a declarar. Se trató de organizar un sistema en que ganaran unos y otros a cuenta de defraudar al fisco. Toda contribución estaría respaldada con boletas y documentos de pago que sirvieran a las empresas disminuir utilidades y, con ello, evadir impuestos. Políticos que se hacían cómplices de fraude fiscal para consolidar sus cajas electorales y quedar “agradecidos para siempre” con sus aportantes, como llegó a reconocerlo una legisladora en un correo electrónico a un ejecutivo del Consorcio Penta. Es decir, ¡los celadores del sistema institucional con las manos en la masa fiscal!
La maquinaria electoral estuvo siempre muy bien aceitada hasta que un gerente se peleó (por platas, por supuesto) con sus patrones y decidió destapar la caja de pandora. Una práctica escandalosa de la que podemos tener la certeza se replica en otras empresas y un conjunto de lo más variopinto de políticos. Aunque en estas semanas de investigación les haya dado tiempo para matar las pruebas, corregir los balances o, incluso, proveer al Fisco de pagos para atenuar una futura sanción legal. Una conspiración y un conjunto de operaciones que con la impunidad total se fue haciendo desembozado o menos prolijo, como para que hoy se ventilen centenares de erogaciones a un sinnúmero de personas que jamás prestaron servicio alguno a las empresas involucradas; prestanombres de quienes integran ese oscuro mundo de los operadores políticos que rodean a cada dirigente y a cada partido. El llamado clientelismo electoral que medra al abrigo del poder y debe hacer el trabajo sucio que se asume como necesario en la política y que ha llevado a la Subsecretaría del Interior a funestos mafiosos. Porque “un político pobre es un pobre político”, como dice aquella máxima que incorporaron en México algunos exiliados en ese país.
Díganme si no es por todo este mundo de conspiraciones y transgresiones donde mejor se entiende que los polos políticos se hayan neutralizado en deserciones ideológicas, enriquecimientos ilícitos y connivencias a diestra y siniestra para acometer toda suerte de ilícitos. Incluso los de connotación sexual, tráfico de estupefacientes, lavado de dinero y otros tan asociados también al poder, aunque estas artistas los jueces hayan preferido soslayarlas en algunas indagaciones del pasado.
También habría que ser muy ingenuo para pensar que el nepotismo es un mal nuevo o muy poco practicado. Son innumerables las investigaciones periodísticas que han advertido de la instalación de parientes en los ministerios y otros servicios públicos. Esposas que son contratadas como secretarias y asesoras de parlamentarios; apellidos que se reiteran en las más diversas funciones públicas y, ahora, para vergüenza propia y ajena, el propio hijo y la nuera de la Primera Mandataria, involucrados en un suculento negocio que les permitió con dos o tres “movidas”, hacerse de más de dos mil 700 millones de pesos en una compraventa de sitios que, curiosamente, adquirieron intempestiva revalorización. Ni siquiera con plata propia, sino gracias a un préstamo en que personalmente se involucra el propio presidente de un banco y, de paso, el empresario más rico del país. Tráfico de influencias, uso de información privilegiada y posible cohecho en una operación en que, al menos en este caso, el acusado decide abandonar sus alto cargo ad honorem en La Moneda. Aunque muchos piensen que “ya la hizo” y que ninguna función pública puede ser más exitosa que asegurarse, en corto tiempo, el propio porvenir, el de sus familias y descendientes.
El verano y la época estival han sido demasiado benignos con los escándalos, con aquellos delitos que en cualquier democracia solvente tendría ya en la cárcel a los infractores. Pero no: en Chile hasta los senadores confesos de cometer infracciones a la Ley Electoral se sienten con el derecho de permanecer en sus cargos. Todos los últimos episodios denunciados dan cuenta de una corrupción transversal y de antigua data que, desgraciadamente, no tiene aún contraparte en una sociedad civil que debiera reaccionar con energía frente a conductas que, por supuesto, van horadando la confianza pública y terminarán por explicar las acciones más radicales en contra de quienes la han burlado y mantienen una institucionalidad viciada en su origen y ejercicio.