El recuerdo colectivo se sostiene por medio de prácticas sociales, en donde podemos distinguir tres formas. En primer lugar, está la memoria como proceso, pero no como objeto de pensamiento; luego está la conmemoración del pasado en sí mismo en lugar de la reconstrucción de un hecho pasado y, finalmente, la memoria, como proceso mediante el cual se reconstruyen hechos pasados.
La memoria de un país, entre muchas acepciones, se puede entender como la elaboración que un grupo o sociedad hace de su pasado en torno a la tradición, memoria histórica, o hitos fundantes, que van unidos al proyecto nacional
Hugo Martínez Abarca, en su artículo “Memoria e identidad de un país”, explica que la memoria es la percepción subjetiva de nuestra Historia, nuestro relato de cómo hemos llegado hasta aquí, de cómo nos hemos construido. Nuestra memoria es lo que nos dice quiénes somos. Somos nuestra memoria, sin memoria no somos, con otra memoria somos otros y vamos siendo según vamos construyendo nuestra propia memoria. Cuando perdemos nuestra memoria dejamos de ser nosotros. Lo vemos en las personas, pero también pasa en los pueblos, de hecho la memoria colectiva es una parte crucial de lo que hace identificarse como pueblos”.
Ese es justamente el objetivo del libro “El hijo del presidente” escrito por Leonardo Sanhueza y publicado por Pehuén Editores en su colección efímera.
En este libro, se relata la vida de Pedro Balmaceda Toro que nació en Santiago el 23 de abril de 1868 y falleció el 1º de julio de 1889. Hijo menor del presidente de la República José Manuel Balmaceda, fue escritor y periodista y ha sido considerado como uno de los impulsores del modernismo en toda América Latina. En sus publicaciones utilizó los seudónimos de A. de Gilbert y Jean de Luçon.
Siendo muy pequeño un accidente le significó una caída que le trajo graves consecuencias físicas en su vida. Sin embargo, toda deficiencia física la suplió con uno de los espíritus más refinados e inteligentes de fines del siglo 19.
La vida y obra de Pedro Balmaceda Toro estuvo rodeada de un aura de decadente belleza, propia del simbolismo que lo inspiró: amaba los libros clásicos y las revistas francesas, Nouvelle Revue y la Revue de deux mondes, las obras de arte originales, la seda y los biombos chinos así como la lengua griega y sus diosas; había leído la crítica de Gautier, Musset y Saint Victor; conocía en detalle la pintura francesa, sin haber estado jamás en Francia; su músico predilecto era Chopin
Raúl Silva Castro, apuntó en su archivo personal que “Balmaceda quiso mantener su estilo y su persona en la cúspide del refinamiento parisiense, y no sólo leyó mucho más en francés que en cualquier otra lengua, sino que además dio semblanzas francesas a sus dos principales seudónimos, A. de Gilbert, el más famoso e ilustre y Jean de Luçon, que firmaba ciertos artículos de La Época recibidos de París”.
Tuvo un espíritu delicado en una contextura enfermiza, que lo llevó a la muerte a los veintiún años. Lamentablemente, tan temprana partida dejaría inconcluso otros valiosos proyectos literarios: un volumen titulado Cuentos de Primavera y una investigación crítica de las principales galerías de pintura existentes en Santiago.
Pedro Balmaceda tenía una innata capacidad para reconocer a los talentos literarios y plásticos que surgían y lo introducía en los círculos artísticos de la sociedad chilena, invitándolos a las tertulias que hacía en el Palacio de La Moneda, que, por entonces era su casa.
Eugenio Orrego Vicuña cuenta en su Antología Chilena que “las tertulias organizadas por Pedro Balmaceda en su departamento ubicado en la calle Moneda, “puede ser estimada como la más importante, de carácter juvenil, que haya tenido Santiago en todo el curso de su historia literaria. A éstas asistían sus amigos más cercanos, los que llegaban a diversas horas, aunque siempre la hora oficial de reunión era después de la comida”.
Estas tertulias fueron importantes para el acervo intelectual de esa generación pues allí se discutían los temas literarios vigentes y se recibían las últimas novedades de París, antes de que llegaran a cualquier librería.
¿De qué se hablaba en la tertulia? Explica Eugenio Orrego Vicuña: “de todo y de todos. Arte, política, literatura, vida social. Era un caleidoscópico desfile de hombres y sucesos, en que jamás faltaba la nota de humor. Pedro Balmaceda daba lectura, traduciéndola en castellano, a la obra francesa, recién llegada; Alberto Blest situaba al autor en el medio y en la hora, relacionándolo con las escuelas dominantes; Darío y Orrego daban suelta a su fantasía crítica”.
Es así como apoyó al poeta nicaragüense Rubén Darío abriéndole su biblioteca, publicó el libro Abrojos (1887); lo empujó a participar en el concurso Varela y solucionándole sus problemas económicos al buscarle un trabajo. Lo que hizo fue, sin proponérselo, impulsar el Modernismo literario latinoamericano desde Chile
También fundó el Ateneo de Santiago, que fue conformado por la mayoría de los socios del Club del Progreso. Según el sitio Memoria Chilena, fueron “asiduos concurrentes los siguientes intelectuales: Carlos Luis Hubner; Daniel Riquelme, Alfredo Irarrázaval; Luis Orrego Luco, Domingo Amunátegui Solar; Luis Arrieta Cañas, Alejandro Fuenzalida Grandón; Francisco Concha Castillo; Narciso Tondreau Samuel A. Lillo, Vicuña Cifuentes, Manuel Rodriguez Mendoza, Arturo Alessandri Palma y Pedro Antonio González entre muchos otros.
Pedro Balmaceda Toro murió en Santiago el 1 de julio de 1889, a los 21 años, de un susto. Después de su muerte, sus artículos periodísticos fueron recopilados por Manuel Rodríguez Mendoza en un volumen denominado Estudios y ensayos literarios. Al enterarse de su muerte, Rubén Darío escribió un cuento corto en su memoria “La muerte de la emperatriz de la China”.
En un tiempo de una progresiva y rápida digitalización de los soportes comunicacionales, de reducción de las barreras a la difusión mundial, donde la cultura se vuelve audiovisual y de masas; con una creciente comunicación e interdependencia entre los distintos países del mundo uniendo mercados, sociedades y las culturas el reto que conlleva hoy en día la globalización, es no perder la identidad ni la memoria.
Este libro de la colección Efímera está contribuyendo a ahondar en el conocimiento de nuestra historia y nos ayuda a analizar el saber de lo nuestro y la autoconciencia de nuestra identidad para sustentar, enriquecer y actualizar la olvidadiza memoria chilena.