Los corrientes de avanzada, los pensamientos complejo y crítico, confluyen para dar lugar a una mirada científica a la altura de los complicados procesos del mundo globalizado. Esa nueva óptica logra resolver dos magnas limitaciones del pensamiento contemporáneo: por un lado, adopta un enfoque integrador, holístico o interdisciplinario, pues aborda de manera conjunta, no separa, los procesos naturales y sociales. Por otro, trasciende la visión dominante de una (tecno) ciencia al servicio del capital corporativo, para adoptar una ciencia con conciencia (ambiental y social) que ya no busca solamente interpretar el mundo y transformarlo, sino, para ser más precisos, emanciparlo.
Se trata de la ecología política, nueva área del conocimiento humano, cuya originalidad la convierte en un campo potencialmente poderoso en las luchas de la humanidad por salir del caos global cada vez más evidente al que le ha condenado la civilización moderna o industrial. Llama enormemente la atención que parte sustantiva de las plumas más críticas y elocuentes de La Jornada están adoptando, muchas veces sin saberlo, esa nueva mirada, que es al mismo tiempo pensamiento complejo y crítico. En días recientes, encuentro una feliz convergencia en los artículos de Julio Boltvinik, Immanuel Wallerstein, Alfredo Jalife-Rahme y Raúl Zibechi, que vienen a sumarse a otros articulistas más cercanos al campo, como Gustavo Esteva, Silvia Ribeiro, Alejandro Nadal y, por supuesto, Joan Martínez-Alier, uno de los impulsores más notables de este campo a escala mundial.
¿Qué proclama la ecología política? Tres tesis, sencillas pero todopoderosas. La primera es que el mundo actual y su deslizamiento hacia el caos o el colapso provienen de la doble explotación que efectúa el capital sobre el trabajo de la naturaleza y el trabajo humano. Ambos fenómenos se encuentran indisolublemente ligados y surgen al momento en que los grupos humanos generan sociedades desiguales, donde un sector minoritario explota al resto. La segunda tesis tiene que ver con la expresión espacial de esa doble explotación. La escala también determina los procesos actuales, desde lo global hasta lo local, y viceversa. Por ejemplo, hoy es necesario adoptar la visión de sistema-mundo, de Wallerstein, pero agregándole la contradicción ecológica de escala global, cuya situación es estudiada por miles de científicos en colectivos internacionales. La tercera tesis se deriva de las anteriores y determina que la sucesión de crisis en las últimas décadas en realidad responde a una crisis de civilización. El mundo moderno, basado en el capitalismo, la tecnociencia, el petróleo y otros combustibles fósiles; el individualismo, la competencia, la ficción democrática y una ideología del progreso y el desarrollo, lejos de procrear un mundo en equilibrio, está llevando a la especie humana, los seres vivos y todo el ecosistema global, hacia un estado caótico. Tres procesos supremos provocadores de desorden aparecen como resultado de la consolidación y expansión de la civilización moderna: el dislocamiento del ecosistema planetario (cuya mayor amenaza es el cambio climático); la inequidad social y el desgaste, ineficacia y disfuncionalidad de las mayores instituciones, como el Estado, los aparatos de justicia, la democracia electoral y la difusión del conocimiento. Se trata de tres expresiones entrópicas (generadoras de desorden), dentro de las cuales el mundo moderno queda irremediablemente atrapado, como hemos mostrado en un libro reciente (M. González de Molina y V.M. Toledo, 2014, The social metabolism, Springer).
El caos global, que sacude cada vez con más frecuencia a las sociedades, siempre es doble: ambiental y social. En ambos casos se trata de fenómenos de oscilación extrema que aparecen de manera sorpresiva y que, en consecuencia, incrementan la incertidumbre y el riesgo. En franca contradicción con la ilusión sistémica, que cada día construye la ideología de la modernidad, los datos duros provenientes de las ciencias naturales y sociales indican un desplazamiento del sistema-mundo hacia el caos o colapso que, dependiendo de cada país, puede ser suave o abrupto. Como señaló Wallerstein en su más reciente artículo (Es doloroso vivir en medio del caos), en las pasadas cuatro décadas han aumentado el desempleo y la inestabilidad geopolítica, y han oscilado locamente los precios de la energía. A lo anterior se suma el muy oportuno estudio de Thomas Piketty, el cual mostró cómo en los pasados 250 años se ha incrementado la desigualdad social, fenómeno confirmado por los reportes sobre la mayor concentración de riqueza entre los más ricos y entre las mayores 50 corporaciones. Mientras, la secuencia de informes del IPCC (http://www.ipcc.ch/) ofrece suficiente evidencia científica sobre el aumento de la inestabilidad climática provocada por la contaminación industrial, incluyendo los sistemas modernos de producción de alimentos, además del agotamiento de los recursos pesqueros, el agua, los suelos, los glaciares, los bosques y selvas y los mecanismos de autorregulación ecológica. Mientras los erráticos fenómenos económicos, políticos e institucionales se viven como huracanes, inundaciones o sequías, los desastres climáticos, la transformación de paisajes y la pérdida de recursos recuerdan de inmediato a los primeros.
Como señaló atinadamente Zibechi, lo anterior no quiere decir que no podemos hacer nada. Pero para pasar a la acción debemos primero reconocer la existencia de un proceso global de deterioro y sus causas profundas. Esto permitirá construir una estrategia general para la supervivencia. Y aquí la ecología política acierta, revela y propone como una nueva corriente emancipadora y contrahegemónica (continuará).