El 25 aniversario de la apertura del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, ha dado ocasión a la derecha chilena, heredera indisimulada del pinochetismo, para llenarse la boca con ese hito histórico. A la vez, una buena parte de la Izquierda, a pesar de los años transcurridos, aún no logra interpretar ese acontecimiento en clave emancipadora, y tiende a evadirlo o manipularlo para tapar sus contradicciones, ambigüedades y problemas de conciencia. En el primer grupo se ubican Evelyn Matthei y otros políticos de su sector, que no desprecian ningún momento para asociar las tibias y contradictorias propuestas de reforma del gobierno de la Nueva Mayoría con la antigua República Democrática Alemana y estigmatizarlas como cuasi-totalitarias.
No hace falta detenerse en estas críticas. Resultan contra-intuitivas porque atentan de lleno contra el sentido común. El país vive un lento proceso de cambios, muy pequeños y sectoriales, apoyado abiertamente por el FMI y los grandes grupos financieros globales, pero que está siendo boicoteado de forma abierta por grupos económicos endógenos, que se apoyan en sectores políticos que están dentro y fuera de la actual coalición gobernante. En esa batalla los ataques retóricos sobrepasan la imaginación del más afiebrado.
Más complejas son las intervenciones de los que en algún momento idolatraron a la RDA como un paraíso socialista y luego de los giros de la historia, han hecho de su arrepentimiento un negocio redondo, en términos políticos y financieros. Es el caso del ex ministro de Cultura de Sebestián Piñera, Roberto Ampuero. Y también, de otra forma, de Camilo Escalona. Ambos pasaron por la RDA, ambos llegaron allí libremente, ambos no manifestaron sus críticas en ese país que les proporcionó refugio y sustento. Luego, mucho después, en un contexto cómodo y totalmente distinto al de la guerra fría, se rasgan las vestiduras por sus “años verde olivo”, y delatan a todo el que quiera cambiar el statu quo como una sombra que emerge desde sus propias oscilaciones biográficas. Frente a estas narrativas, la ciudadanía parece perpleja y confundida. Las referencias al fantasma de la RDA, sacado extemporánea y convenientemente de su tumba, sirve una y otra vez como un espantapájaros al servicio de los que quieren que nada cambie.
LA REVOLUCION DE 1989
Siempre me ha parecido que la única terapia adecuada a las caricaturas históricas es acercarse de lleno a los hechos mismos, desnudos, para que hablen por sí mismos. Si se visita Berlín, y se logra ir más allá de los circuitos turísticos masivos, es fácil darse cuenta de lo que ocurrió el 9 de noviembre de 1989. Lo primero que llama la atención es que los berlineses se refieren a ese proceso como “la revolución de 1989”. Y es una buena categoría. Se trató de una revolución verdadera, auténtica, en su sentido más profundo. En mecánica una revolución es el giro o la vuelta que da una pieza sobre su eje. ¿Pero, hacia dónde querían los berlineses que girara su Alemania? ¿Qué sentido querían darle a la rotación política?
La versión de Matthei, Ampuero y Escalona, remite a una rebelión procapitalista, de masas desbocadas por entrar a los McDonald’s y a los centros comerciales. Pero no es así. La mejor manera de entender lo que anhelaba el pueblo es visitar dos antiguas iglesias luteranas del este de Berlín: la Sionkirche y la Gethsemanekirche. En estos lugares se articularon los movimientos sociales que provocaron la caída del muro entre 1985 y 1989. En esos mismos espacios, mucho antes, ya se había resistido clandestinamente al nazismo, bajo el liderazgo del pastor Dietrich Bonhoeffer, quién terminó siendo ejecutado en 1945. En los años de la RDA ambas iglesias se parecían a cualquier parroquia de las poblaciones de Santiago en tiempos de dictadura. Eran el centro de reuniones de todos los disconformes, de los que deseaban otra cosa.
Allí, pasaron grandes grupos punkies de la escena europea, desafiando la prohibición de exhibir la música “decadente” de occidente. Se podía hablar libremente, debatir, había una pequeña imprenta clandestina y un viejo mimeógrafo para imprimir panfletos en papel roneo. En general, se hacía lo que Matthei consideraba en esos años como “actividades terroristas”. En la Sionkirche hoy es posible revisar esos antiguos boletines y textos impresos artesanalmente. A partir de ellos se puede sintetizar lo que se demandaba en cuatro grandes puntos:
• Una democracia plena y participativa. Esto se concretaba en la consigna “Wir sind das Volk”, (somos el pueblo) y denunciaba que “el partido” había secuestrado la soberanía popular. Lo que se pedía no era una democracia “semisoberana” a la manera occidental. Se exigía una democracia deliberativa, que devolviera el poder a la gente de manera radical. Se pedía algo que a Matthei, Ampuero y Escalona les pone los pelos de punta: un proceso constituyente, ni más ni menos.
• Una economía centrada en la gente, y no en las cifras de crecimiento. Llama la atención que la crítica económica que aparece en los boletines ataca el productivismo de la RDA, basado en una industrialización a marcha forzada y a toda costa. Frente a ello se propone un giro social y ecológico, que impida sucesos como el accidente nuclear de Chernobyl. En la Sionkirche existía una amplia biblioteca sobre temas medioambientales, que documentaba la devastación producida por el modelo económico soviético, que no tuvo la menor consideración sobre el planeta. Se cuestionaba el crecimiento como un fetiche y se promovía lo que hoy se denomina la política del decrecimiento. Se demandaba la satisfacción justa de las necesidades humanas fundamentales, pero no aparece, ni por asomo, el anhelo de un modelo basado en el consumo masivo, a la manera occidental.
• Unas relaciones culturales que permitieran el libre desarrollo de la personalidad. No importaba si se era ateo o creyente, si gusta Bach o Rick Springfield, todo podía ser en esas iglesias. El único criterio era el respeto, la posibilidad de convivir en la diferencia. Esto chocaba con un régimen que definía a priori una serie de criterios estéticos y morales que debían ser acatados autoritariamente.
• Un marco político basado en el reconocimiento de los derechos humanos, la promoción de la paz y la solidaridad internacional. Frente al militarismo irracional de la guerra fría y el poder despótico de la agencia de seguridad del Estado, la famosa Stasi, se ofrecía amparo legal y extra legal a todos los perseguidos, sin distinción ni condiciones. Y se promovía la cooperación con otras causas de liberación en el mundo, entre otras, con la lucha chilena en contra de la dictadura de Pinochet.
En los viejos papeles amarillos de la Sionkirche se atisba una crítica profunda al comunismo impuesto desde arriba, por la fuerza de los tanques soviéticos. Pero no se encuentra una idealización ingenua de la vida en occidente, ni el reclamo de un modo de vida capitalista. Se ve en ellos el germen de una revolución democrática, ecológica y culturalmente libertaria. Se crítica al Estado por ser arbitrario y despótico. Pero no por proveer acceso a la salud, a la educación o a la vivienda. Se demanda menor gasto militar y policial y mayor inversión social, cultural y protección ambiental. Se pide democracia directa, pero no se piden “elecciones” financiadas por los bancos, a la manera a la que nos hemos acostumbrado.
Cuando se produjo la apertura del muro que dividía Berlín desde 1961, la mayoría los movimientos políticos que impulsaron ese proceso en la RDA no deseaba la reunificación alemana, al menos de forma inmediata. Es conocido que la joven Angela Merkel, la tarde del 9 de noviembre de 1989 estaba tomando un sauna con una amiga en el Berlín del Este y no se enteró de los sucesos hasta el día siguiente. La inmensa mayoría deseaba preservar su país, bajo un nuevo tipo de democracia y un nuevo tipo de socialismo, liberado del autoritarismo, y no ser anexado de forma autoritaria. Había caído el muro, se terminaba la dictadura, pero integrar las dos sociedades, tan distintas, se percibía como algo remoto, una tarea de años o décadas.
Sin embargo, la imprevista apertura de las fronteras destrozó la moneda de la RDA y generó un enorme caos en el sistema de precios. Y la Alemania Occidental ofreció de inmediato un rescate millonario. El costo: la reunificación fulminante del 3 de octubre de 1990. El movimiento de la Sionkirche y de la Gethsemanekirche se dividió.
Algunos se contentaron con el nuevo proceso político, porque suponía un marco básico de libertades y de estabilidad económica. Entre ellos, el actual presidente de la República Federal Alemana, el pastor Joachim Gauck. Pero muchos otros lo sintieron como una traición a un proyecto político que buscaba reconstruir un socialismo auténtico, democrático, verde, feminista y antiautoritario. Una ruptura que sigue hasta hoy.
LECCIONES PARA UNA
IZQUIERDA DEL SIGLO XXI
Analizar con perspectiva el derrumbe de los socialismos reales del siglo XX no es fácil. Pablo Iglesias, secretario general del nuevo partido español Podemos comentaba hace pocos días lo siguiente: “La Unión Soviética era un régimen monstruoso y criminal en muchos aspectos, pero permitió una correlación de fuerzas a nivel internacional que hizo posible el estado de bienestar en los países del occidente europeo”. Tiene razón. La caída del muro de Berlín tuvo como consecuencia no deseada la globalización del “neoliberalismo a la chilena”, sin cortapisas.
Pero por otro lado, lo que cayó en 1989 debía caer, aunque por ello nos hayan caído también muchos de los males que hoy tenemos que enfrentar. Nunca tendremos una Izquierda a la altura de la historia si no logramos sintonizar y asumir las banderas de esa revolución traicionada, que logró botar el muro. Porque lo que allí se intentó no era una lucha por más capitalismo, como le gustaría a Evelyn Matthei, ni una demanda por laissez faire neoliberal como pretende Roberto Ampuero. Era una lucha por una democracia auténtica, de esas que aterran a Camilo Escalona, basada en el poder constituyente del pueblo soberano.
No surgirá una auténtica y coherente Izquierda del siglo XXI mientras este sector político sienta la menor dosis de culpa o de nostalgia por la RDA. La Izquierda del siglo XXI debe saber mostrar el valor emancipatorio del 9 de noviembre de 1989: es un momento que hay que unir a otras fechas en la historia de la liberación humana. Repugna que los que hasta hoy defienden la dictadura pinochetista, se apropien de un proceso en el cual un pueblo ejerció en plenitud su poder constituyente/destituyente. No se puede dejar que los que no quieren cambios políticos y económicos celebren una revolución, incompleta y traicionada, pero auténtica en su voluntad y el anhelo liberador. No se puede legitimar que los que desprecian y se burlan de los derechos humanos se vanaglorien de un acontecimiento que ayudó a su universalización.
Es necesaria una Izquierda que destierre toda forma de incoherencia o doble moral: o avanzamos hacia una democracia real, sustantiva, basada en entregar el poder a la gente, o bajamos la cortina y dejamos que la derecha imponga su dominación autoritaria para siempre. O asumimos un modelo económico basado en garantizar las necesidades humanas básicas y la preservación del medioambiente, o permitimos a la derecha que nos lleve a una crisis climática y social sin retorno. O hacemos de los derechos humanos un criterio político absoluto, que no duda ni plantea dobles lecturas, o nos retiramos a otros menesteres. La revolución del 9 de noviembre de 1989 quedará siempre ahí, como un acontecimiento que incomoda las conciencias cómodas y dormidas y que exige repensar el horizonte inacabable de la lucha por una sociedad que esté más allá de toda forma de dominación.
ALVARO RAMIS
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 819, 12 de diciembre, 2014