El segundo gobierno de Arturo Alessandri Palma efectuó en Chile la primera aplicación masiva del método criminal de la desaparición forzada de personas en el siglo XX. Ello ocurrió en Ranquil (zona cordillerana de Lonquimay), en 1934. Sus antecedentes tienen un origen remoto en la constitución de la gran propiedad agraria en el alto Bío Bío, luego de la expoliación de La Araucanía. Allí, los sucesivos gobiernos otorgaron extensas concesiones de tierras a nuevos oligarcas. Al mismo tiempo, con la finalidad de atraer chilenos de Argentina, los gobiernos buscaron establecer colonos en la zona, para lo que concordaron con las familias terratenientes que les “cedieran” cuatro mil hectáreas por fundo, las que luego se delimitarían legalmente.
Sin embargo, en el caso de los Bunster (fundo Huallalí), estos buscaron desalojar a los colonos que desde hacía muchos años ocupaban la fértil vega de Nitrito. Al fin lograron una orden de desalojo en abril de 1934, lo que se traduciría en la segura miseria de los colonos, máxime cuando estaba empezando el invierno de la región.
Las gravísimas consecuencias sociales de todo esto le fueron oportunamente representadas a Alessandri por un diputado progubernamental, el demócrata Manuel Huenchullán, en un dramático telegrama que le envió el 3 de abril: “La orden de lanzamiento de colonos del Alto Bío Bío que cumplen treinta carabineros está causando alarma en la región entera. Los colonos pueden pagar el fundo Huallalí con intervención Caja de Colonización. Esta circunstancia indúceme a rogarle suspender el lanzamiento y solucionar el conflicto comprando el fundo. Cincuenta y más familias quedarán en la calle pública frente a penoso invierno de esa región cordillera. Lamento que las peticiones de los dueños fundos hayan podido tanto. Es probable que ocurran muertes como en San Gregorio (masacre del primer gobierno de Alessandri) y tal hecho constituirá fuente inagotable para los contrarios de vuestro gobierno. Cumpliendo mi deber de diputado de esta región, ruégole excusarme por hacer presente lo que V. Excelencia puede derogar cualquier momento” (La Opinión; 4-4-1934).
Pero, en forma ominosa, El Mercurio señalaba en los albores de la masacre que “no existe en el Alto Bío Bío un problema de tierras” (3-7-1934). Peor aún, el senador conservador Horacio Walker, faltando groseramente a la verdad, decía que “ya sabe el Honorable Senado que no ha habido lanzamientos en esa región” (Boletín de Sesiones del Senado; 9-7-1934). El desalojo de los colonos se llevó a cabo en forma extremadamente violenta, incluyendo varias casas incendiadas (ver intervención de Juan Pradenas; Boletín de Sesiones del Senado, 31-7-1934).
JUAN LEIVA TAPIA, EL LIDER
A todo ello, se agregó que los colonos del vecino fundo Ranquil estaban también sufriendo enormes penurias -dado que disponían de muy poca tierra y por el impacto de la gran depresión y las pésimas condiciones climáticas- con lo que estaban todas las variables para una sublevación campesina, la que fue acordada por el Sindicato Agrícola de Lonquimay el 26 de junio. (ver Gonzalo Vial, Historia de Chile (1891-1973). Volumen V, De la República Socialista al Frente Popular (1931-1938). Edit. Zig-Zag, 2001; pp. 369-72).
El jefe de la sublevación fue Juan Leiva Tapia, quien había apoyado a Juan Esteban Montero en 1931 afiliándose luego al Partido Comunista. En esta calidad había sido relegado por Alessandri a Melinka, en 1933, luego de haber obtenido éste facultades extraordinarias del Congreso. Y en mayo de 1934 había sido candidato a diputado por el PC en una elección complementaria por Laja, Mulchén y Angol.
Leiva arengó a los sublevados señalándoles que su levantamiento era parte de un movimiento insurreccional, a nivel nacional, destinado a “establecer un régimen proletario, antiburgués, de dominio colectivo sobre los bienes de producción, empezando por la tierra” (Vial; p. 372). El levantamiento contó con el apoyo del PC, de acuerdo a Luis Corvalán (De lo vivido y lo peleado. Memorias, LOM, 1997; p. 27) y Andrew Barnard (The chilean communist party, 1922-1947, tesis inédita, University of London, 1977; pp. 143-5), y al reconocimiento del secretario general comunista de entonces, Carlos Contreras Labarca, en un informe suyo a la Internacional Comunista (ver Olga Ulianova y Alfredo Riquelme Segovia, Chile en los archivos soviéticos 1922-1991. Tomo 2, Komintern y Chile 1931-1935, LOM, 2009; pp. 420-42).
La rebelión fue muy violenta, fruto del hambre y la desesperación; produciendo la muerte de 10 personas, entre ellos dos (Boletín de la Cámara de Diputados; 2-7-1934) o tres carabineros (Vial, ibid, p. 373). Entendiendo que se preparaba una represión inmisericorde, el diputado Huenchullán le solicitó “clemencia” a Alessandri y que “se sirva suspender las órdenes impartidas dando un tiempo prudencial a esta gente revoltosa para que se rinda” y “pido también que se arbitren los medios para que un ministro de la Corte de Apelaciones de Temuco se aboque al conocimiento de estos hechos, para que la justicia tranquila determine quiénes son los culpables de lo que ha ocurrido; para que en seguida se apliquen las sanciones a quienes corresponda; pero que no se persiga con carabineros y ametralladoras a los colonos que son hombres honrados”. Tan sensata era la petición, que incluso el más “duro” y anticomunista de los diputados conservadores de entonces, Ricardo Boizard, señaló inmediatamente: “Muy lógica la petición de Su Señoría” (Boletín de la Cámara; 2-7-1934).
Sin embargo, el ministro del Interior, Luis Salas Romo, desmereció la preocupación expresada en la Cámara: “Se ha pedido que el ministro del Interior tome medidas a fin de que los carabineros que intervienen en esos sucesos aseguren y den garantías de las vidas de las personas que detengan. Los carabineros desempeñan una alta función pública, y nunca han sido asesinos” (Boletín citado). Aunque precisamente, todo indica que Alessandri envió al propio director de Carabineros, general Humberto Arriagada Valdivieso, a sofocar la revuelta con la máxima brutalidad, dando lugar a una espantosa masacre de centenares de personas.
CENTENARES DE DETENIDOS DESAPARECIDOS
Aquello se deduce de las propias cifras oficiales de los sublevados que fueron detenidos por Carabineros y de los que efectivamente llegaron a la cárcel de Temuco. De este modo, La Nación y El Mercurio informaron, de fuentes oficiales, que los detenidos fueron entre 400 y 600 personas. La Nación -ya diario de gobierno- señaló: “Un comunicado del prefecto Délano informa que sus tropas y las del teniente Monreal, cercaron a quinientos facciosos, tomándolos a todos prisioneros, considerándose la situación completamente dominada. El encierro se efectuó en el lugar de Lolco a 70 kilómetros de Lonquimay y a 15 de la confluencia de los ríos Lolco y Bío Bío (…) Se anuncia que los facciosos hechos prisioneros por Carabineros (…) serán traídos inmediatamente a Lonquimay” (7-7-1934). Y dos días después añadió: “El número de prisioneros sube de 600 y el resto huye por los matorrales, sin víveres ni aperos” (9-7-1934).
A su vez, El Mercurio informó de dos cifras similares en la misma edición del 7 de julio. Primero, su corresponsal desde Temuco, Gilberto Llanos, afirmó: “Comunicaciones recibidas en la mañana de hoy en esta ciudad han hecho saber que las tropas (…) lograron encerrar a quinientos revoltosos en Lolco (…) El comandante Délano agrega que todos los insurrectos están prisioneros y que puede estimarse la situación completamente dominada. En estas mismas informaciones agrega que se ha dado orden a la tropa de tomar un merecido descanso, quedando solo algunos carabineros a cargo de los prisioneros”. En la misma página (19), Llanos informa que a través del teniente Germán Larenas, se conoció un comunicado del comandante Fernando Délano que revelaba que “sorprendieron a más o menos cuatrocientos subversivos” y que “estos se rindieron después de prolongada lucha y cuando se convencieron de que sería inútil toda resistencia ante la decisión que advirtieron en los carabineros”. Y entre medio de ambas informaciones, el corresponsal reseñaba que “nada se ha sabido aún del lugar en que quedarán finalmente los detenidos, pero se estima que es más probable que todos queden en la cárcel de Temuco, establecimiento penal que reúne mayores seguridades para una gran cantidad de detenidos” (7-7-1934).
SE “SUICIDARON”,
SEGUN CARABINEROS
Dos días después -el 9 de julio- El Mercurio publicó un revelador comunicado del propio general Arriagada que afirmaba que “muchos revoltosos emprendieron la fuga lanzándose al río”; el que se convirtió en grotesco el día siguiente en que se decía: “Se ha tenido conocimiento que la mayoría de los agitadores que fueron causantes de estos sucesos, se suicidaron arrojándose a los ríos”. Además, se agregaba que “se tiene entendido que el general Arriagada dispondrá la libertad de todos aquellos sediciosos que logren probar que ingresaron a las filas de la revuelta atemorizados por la amenaza de muerte” (10-7-1934).
Posteriormente, La Nación y El Mercurio informaron que el comandante de Carabineros Fernando Délano Soruco, había llegado a Temuco con los prisioneros. El primero señalaba que eran 70 (15-7-1934) y el segundo 53 (15-7-1934). En el documento oficial que se presentó a la justicia se identificó, con nombre y apellido, a 56 personas; sin dar ninguna explicación de la gigantesca disparidad de cifras con el número de detenidos del que había informado días antes. Más aún, Délano reveladoramente agregaba que “no ha podido establecerse, tampoco, cuántas fueron las personas que, por resistirse a engrosar las filas de los revoltosos, fueron asesinadas por las turbas de Juan Segundo Leiva Tapia que se valían de este
procedimiento para sembrar el terror entre los mineros, campesinos y obreros de la región” (La Nación; 20-7-1934).
Semanas después, en el Senado, el democrático Juan Pradenas Muñoz señaló, sin ser desmentido, que de los 500 prisioneros solo habían llegado 23 detenidos a Temuco (una cifra parcialmente errónea de Pradenas, que tampoco fue alegada). Agregó: “¿Dónde están los demás, señor presidente? Si estas 500 personas estaban prisioneras no pudieron huir, y si hubiesen huido, la prensa habría dado cuenta de ello. Pues bien (…) tengo algunos antecedentes para creer que la mayor parte de estos hombres fueron asesinados cobardemente, sin juicio previo, sin establecerse responsabilidades”. Y entre los antecedentes citó un diario de Collipulli que entrevistó al abogado de la Federación Obrera de Chile, Gerardo Ortúzar: “El señor Ortúzar expresó haber presentado una demanda criminal para la averiguación de numerosos delitos de los cuales ha tenido conocimiento. Entre los más graves figuran asesinato de toda la familia Sagredo, con mujeres y niños entre los cuales aparece una anciana de 70 años y una guagua de dos años (…), asesinato después de su detención sin que opusieran la menor resistencia de Marco Hermosilla, Cesáreo y Anselmo Orrego, Silvario Ortiz, Manuel Muñoz, José Benicio Reyes, y numerosas otras personas largo de enumerar” (Boletín del Senado; 31-7-1934).
Frente a estas gravísimas denuncias, sólo replicó débilmente el senador conservador Romualdo Silva Cortés: “Es conveniente que se espere el resultado de la acción judicial pendiente (…) Los poderes públicos, los parlamentarios y el pueblo deben suspender sus juicios y esperar ese fallo” (Boletín citado). Como de costumbre, nunca se esclareció judicialmente qué pasó con los -esta vez- detenidos desaparecidos. Y la comisión que creó el Senado para investigar los hechos, a sugerencia de Pradenas, simplemente archivó el caso.
ASESINOS CON ESTATUAS
A su vez, ni La Nación ni El Mercurio se dignaron intentar explicar siquiera las discrepancias entre las cifras de detenidos iniciales de las que ellos mismos informaron; y de los que llegaron a Temuco…
Todo lo anterior lleva a concluir que fueron centenares los colonos asesinados luego de haber sido tomados prisioneros. En la hipótesis más conservadora, de cerca de 400 detenidos solo llegaron 56 a Temuco. Es decir, los desaparecidos superaron largamente los 300. Es lo que señala Ricardo Donoso: “centenares de muertos y heridos” (Alessandri, agitador y demoledor. Cincuenta años de historia política de Chile, Tomo II; Fondo de Cultura Económica, México, 1952; p. 147).
Para las autoridades, la derecha y la historia oficial, simplemente se “esfumaron” centenares de detenidos. Y se sugirió que aquellos se suicidaron o fueron muertos por sus compañeros. Las mismas “explicaciones” que se darían posteriormente sobre la matanza del Seguro Obrero y, sobre todo, durante la dictadura de Pinochet.
¿No revela que nuestra sociedad sigue siendo profundamente autoritaria el hecho que Alessandri mantenga su estatua en el lugar más visible de Santiago; y que el Hospital de Carabineros lleve el nombre del general Humberto Arriagada?
FELIPE PORTALES (*)
(*) Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o episodios muy relevantes de nuestra historia que permanecen olvidados. Ellos constituyen elaboraciones extraídas del libro de su autor: Los mitos de la democracia chilena, publicado por Editorial Catalonia.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 818, 28 de noviembre, 2014