Según la ex candidata presidencial Evelyn Matthei, “la principal falencia de Chile hoy día es la Presidenta Bachelet”. La economista va más allá: “(Bachelet) va a entregar un país estancado y dividido”. La ex ministra dice que la Mandataria “se ha dejado seducir, o a lo mejor ha creído toda su vida en ellos (sus asesores), por ideologismos de hace 50 años. No entiende, para nada, cómo esas ideologías se llevan a la práctica (…) nunca ha diseñado una política pública desde el principio hasta final y no la ha implementado, no sabe cómo hacerlo y no sabe cómo pedírselo a los demás”, de lo que, incluso, la responsabiliza. “El problema es ella y sus asesores del segundo piso (…) esos son los que están dictando las políticas… (PULSO). “¿Sabe de economía? No sabe. ¿Sabe de educación? Tampoco” (El Dínamo), se pregunta Matthei, obviando la regla de oro de la política: “al rey (a la reina) no se le toca”.
Creer –esperar, decretar– que Michelle Bachelet es como la pobre Fatmagül, una joven indefensa de un pueblito otomano, violada por unos desalmados ultramillonarios, quienes tras el crimen se conciertan para ocultarlo, comprando conciencias del círculo de la víctima, acallando testigos clave y urdiendo una conspiración sintonizada con la cultura machista local, donde la víctima siempre es la responsable, y en complicidad con la propia familia de la ofendida, para arrastrarla a un matrimonio forzado con uno de los involucrados, que no obstante su éxito transitorio acaba con los culpables en la cárcel, no sólo es tensionar la racionalidad, al límite de situarla en la frágil frontera de la ficción y la realidad, también es una posibilidad de curiosas similitudes.
Si bien Bachelet no es Fatmagül, sus presentes coinciden desde la autocompasión y la ingravidez silente de su actuar. Fatmagül es tímida, un gorrión herido; Bachelet habla sin trascender, ella “es muy popular, pero irrelevante”, como asegura el sociólogo Alberto Mayol (El Mostrador).
En ambos casos existen acciones que violentan la voluntad personal: destrucción de un sueño de casarse con su enamorado de la infancia, en la historia de Fatmagül; respecto a Bachelet, tras su retorno en marzo de 2013 desde ONU-Mujer –con la implícita tarea de reagrupar a los desconcertados– se evidencia una opción a contrapelo, pero de igual forma toma el avión de regreso. “He tomado la decisión de ser candidata”, anuncia en El Bosque, durante la noche fundacional de la Nueva Mayoría. Pero, ella no estaba cómoda, no era el momento para dar el paso, pero se vio obligada a aceptar, era la única que podía recuperar el gobierno perdido cuatro años atrás, de lo que también se la culpa entre pasillos, por lo que se ve obligada a confiar en sus aliados; estaba, afirma Mayol, “la idea de que se iba a hacer algo estructural”; algo grande en educación, nueva constitución, más tributos; grandes reformas. Luego hay un arreglo grotesco, una conspiración, un olvidarse, un por mientras para siempre, que sólo sirve al propósito de darle curso a la cotidianeidad (un matrimonio forzado con uno de los atacantes, en la violación de la joven turca; un mal pacto electoral para el 2.0 de Bachelet, que incluye a sectores odiados entre sí, y a los infaltables incompetentes del elenco estable.
“La Nueva Mayoría –según Mayol– nació de un modo un poco grueso, que es sinónimo de grosero; dijo que era un pacto que postula a la Presidencia de la República y con distintos parlamentarios, pero, después de eso, en enero de 2014, recién se definió qué era la Nueva Mayoría. Ese acto es grosero. Ahí se definió que el programa era el corazón del pacto. Un programa que no había sido diseñado para eso”. El fin conspirativo de la Nueva Mayoría, mucho menos doctrinario de lo esperable, en el fondo era el terrenal anhelo de recuperar las peguitas fiscales. ¿Qué más se podría hacer en apenas cuatro años de gobierno?
Entonces, ¿qué culpa tiene Bachelet? Mucha, toda la culpa posible, y mucho más. Bachelet responde a ese temor de perderlo todo si es que no hace todo lo que los otros quieren, actúa coaccionada por los que la empujan a tomar el poder, intimidada por la debacle que significa quedarse otra vez sin La Moneda.
El sociólogo explica que la Nueva Mayoría “nace para retomar la capacidad de administrar el proceso social y político. Sin embargo, no hace nada por administrar el proceso social y solo trata de administrar el proceso político”. Y agrega: “El sistema político se olvidó de la conexión con la realidad y está simplemente procesando sus propios problemas”. En efecto, tanto en la tragedia de Fatmagül, como en la segunda presidencia de Bachelet, hay evidentes compensaciones económicas, a partir de las cuales ambas ofendidas, y sus respectivos círculos, sacan “cuentas alegres”, pensando más en el futuro que en el presente. El tiempo vuela.
Entonces, ¿qué culpa tiene Bachelet? Mucha, toda la culpa posible, y mucho más. Bachelet responde a ese temor de perderlo todo si es que no hace todo lo que los otros quieren, actúa coaccionada por los que la empujan a tomar el poder, intimidada por la debacle que significa quedarse otra vez sin La Moneda. Los empresarios no son sus amenazas, sino sus fortalezas; a ellos les resulta indiferente el inquilino de Palacio, ellos son el poder. Tampoco son los enemigos de Bachelet. Cómo podrían serlo si ellos son los mecenas –financistas y auspiciadores– de toda la política chilena; ellos gobiernan de facto, independiente del inquilino palaciego de turno.
Bachelet es la Fatmagül criolla a la que el pueblo venera como su Juana de Arco: es víctima, santa y patrona militar. Sin embargo, su culpa inexcusable es que ella siempre supo con quiénes se estaba metiendo, incluso en la época de las romerías a Nueva York: era gente que ya había demostrado incompetencia y deshonestidad, gente que hoy tampoco da el ancho, y que no obstante tiene agenda propia y trabaja para su molino (algunos quieren saltar desde un puestecito en una provincia a un ministerio, o al Parlamento, y los que ya están ahí, quieren saltar de la Cámara al Senado, y luego a La Moneda); aliados –los peores aliados que pudo tener–, que no la defienden, que la exponen, que negocian a sus espaldas; desalmados con afanes ultramillonarios, seres despreciables que no trepidan en defender a los bancos, las farmacias, la salud privada, el lucro, y un inacabable etcétera. La culpa de Bachelet es no saber elegir bien sus juntas. Aquí sólo falta que los electores le pasen la cuenta a los conspiradores y traidores. Pero no sucederá, porque la realidad nunca es reivindicatoria como la ficción, donde los malos siempre pagan. O mueren.