Haría falta un estado de desobediencia que ponga las cosas en su lugar: los poderosos atrincherados en sus aparatos represivos y la gente, despojada de su miedo, armada con el convencimiento que este dominio es posible de ser desmantelado. Y más aún, que es necesario.
Nada ha sido obstáculo suficiente cuando los pueblos pierden el temor y se deciden a combatir.
Las víctimas del modelo son las que permiten la supervivencia del modelo. Bastaría una rebelión masiva en aquellas poblaciones tomadas por la delincuencia, la desesperanza, la pobreza y la droga, sin farmacias, ni consultorios, en donde no llega el Estado sino con represión y abusos, para que las cosas comenzarán a cambiar.
Por demasiado tiempo la gente se ha dejado mancillar, olvidada quizás de la potencia de sus fuerzas cuando se decide a pelear todos juntos.
Son millones los pobladores asfixiados por las inmundicias que les meten las industrias contaminantes y que les enferman sus niños y que los hacen vivir entre hedores tóxicos o nubes de moscas, o que les transforman sus paisajes en desiertos yermos para satisfacer la codicia de los mismos de siempre.
Los poderosos no entienden buenas razones o cuestiones relacionadas con el bien común. Tampoco de naturaleza, equilibrios o riesgos. Las categorías que definen un país solidario, limpio y humano, se las pasan por el perineo, y si vienes con muchos reclamos te ponen el peso de los exoesqueletos fétidos de las policías que más parecen tropas de ocupación, con la venia de los compañeros que pueblan las oficinas de los asesores ministeriales.
Este país está pidiendo a gritos una revuelta que deje las cosas como deberían ser: temblando de pavura al poderoso para que se dejen de mirar como carne de cogote al gilerío que le tocó en desgracia tener que seguir amarrado de las gónadas por sueldos mezquinos y deudas generosas.
Traicionada y todo, la gente hizo lo que había que hacer para ganarle al tirano. Y esa fuerza intrínseca es un atributo que aún se mantiene latente en el pueblo. Nunca un avance para la gente modesta ha sido regalado.
Hará falta que los que se visten con palabras dulces, que hablan de bienestar, de reformas y cambios, sean desnudados como corresponde y puestos en donde tienen que estar: en el rincón de los enemigos de la gente humilde, reos del dolo que significa mentir por la vía de la oferta falaz y la esperanza imposible.
Los poderosos se afirman en la brutalidad de sus policías y sus Fuerzas Armadas, pero por sobre todo, en el temor de sus víctimas. Desplazados en guetos insufribles, engrupidos de antenas parabólicas y teléfonos celulares, amarrados del cuello a créditos que pagan varios otros, los han condenado a vivir rendidos, despreciando el riesgo de la lucha honorable. En el Mall, lejos del mal.
Es que el sistema cuenta con armas sofisticadas para controlar al populacho que espera con una paciencia de santo a que las cosas mejoren, sabiendo que jamás lo harán. Cuenta, en especial, con el miedo, incluido el que se despliega ante la imposibilidad de pagar la cuota siguiente de lo que sea.
Abandonados hasta por los otrora rebeldes y revolucionarios que cambiaron la calle por la cafetería y la buena pega, el populacho es presa fácil del temor y la manipulación.
Y también presa cautiva de los que venden promesas y ofertas en programas delirantes que no valen ni el papel en el que fueron descritas.
Por mucho tiempo la gente ha vivido convencidas que no vale la pena pelear, que no se tiene derecho a nada y que para tener lo que sea, es menester pagar y mientras más caro, mejor, y se quedan en el silencio de los brutos obnubilados, sin saber qué hacer, sin recordar el enorme poder que se logra cuando se pierde el miedo.