Estos días los grandes medios occidentales han estado reciclando viejos materiales de archivo para celebrar los 25 años de la caída del muro de Berlín. Y por cierto—en un momento cuando algunos ya hablan de una nueva Guerra Fría, con los rusos una vez más como los “malos de la película”—el despliegue de imágenes de esos tiempos, viene bien como acondicionador mental para que una vez más las “almas simples” de occidente apoyen a sus respectivos gobiernos, en especial en sus aventuras bélicas.
Curioso es todo el imaginario levantado en torno a esa ciudad que una vez estuvo dividida por el vilipendiado muro, el cual quizás pocos miembros de las generaciones jóvenes logren entender. Por otro lado, no es que ese elemento divisorio fuera un gran motivo de orgullo, muy por el contrario: desde una perspectiva de izquierda uno bien podía preguntarse en ese tiempo cómo era que el supuestamente primer estado obrero alemán tenía que recurrir a ignominiosos métodos represivos para mantener a su propia población—principalmente trabajadores—dentro del país.
Pero las cosas eran más complejas de lo que uno puede resumir hoy en día. Si se hace un argumento estrictamente jurídico, lo cierto es que la ex RDA (República Democrática Alemana, nombre oficial de la comúnmente llamada Alemania Oriental) tenía todo el derecho a erigir el cuestionado muro. Déjenme explicar por qué. En general las fronteras entre países están situadas en áreas alejadas de centros urbanos y por lo tanto, usualmente también despobladas. Por ejemplo, en casos como Chile respecto de sus vecinos Bolivia y Argentina, la frontera está marcada por un formidable obstáculo geográfico: la cordillera; en el caso de fronteras entre otros países a veces puede ser un río, un desierto o a falta de una señal geográfica obvia, una frontera delimitada en medio de alguna área descampada. El que la frontera entre dos países pase por el medio de una ciudad es ciertamente una anomalía y se presta de partida para situaciones conflictivas. Era efectivamente lo ocurrido en Berlín, la capital alemana que al final de la guerra fue dividida en cuatro sectores de ocupación. El área urbana misma estaba toda en territorio de la zona de ocupación soviética que luego devendría la RDA. Eventualmente, en la medida que se consolidaba la Guerra Fría, Berlín Occidental (constituido por los sectores de ocupación estadounidense, británico y francés) se convertiría en un enclave al interior de la RDA, un estratégico puesto de propaganda occidental, una suerte de vitrina capitalista a metros de habitantes que en su vida cotidiana tenían que lidiar con el desabastecimiento y las limitaciones que imponía por un lado la reconstrucción del país después de la guerra y por otro las insuficiencias de la economía planificada de estilo staliniano que los dirigentes de la RDA habían diseñado para intentar construir el socialismo en ese país.
En otras palabras, en medio de Berlín pasaba la frontera internacional—una anomalía como ya señalamos—y que en 1961, abrumadas por la sangría de gente que se iba y por el contrabando alentado desde occidente, las autoridades de la RDA en ese tiempo lideradas por Walter Ulbricht, un comunista de la vieja guardia, no tuvieron otra alternativa sino levantar el muro. Por cierto el argumento jurídico que aquí doy era de poca utilidad a un nivel más práctico e inmediato: el muro fue visto como un inhumano y ofensivo intento de separar familias y amigos. Fue esta última imagen la que quedó impresa para siempre en el imaginario de la gente, no sólo en Alemania sino en la mayor parte del mundo. Y la propaganda occidental no perdió la oportunidad de explotar este lado sentimental del muro y la división alemana.
¿Qué falló en el modelo de socialismo que encarnó la RDA? El molde stalinista de la concepción de partido y sociedad salta a primera vista como el más obvio factor. Al revés de otros países de Europa del Este (los países del “socialismo real” como se los llamaba) la RDA tenía por comparación un relativo buen pasar. Pero ciertamente hay una conjunción de factores que deben haber influido. Uno, muy importante, era en cierto modo su “pecado original”: a pesar de implantarse en territorio de un pueblo con una larga trayectoria revolucionaria—en 1918 la revolución que echó abajo la monarquía pudo haber llevado al proletariado al poder de no haber sido por la brutal represión que la ahogó en sangre— la RDA fue al fin de cuentas una imposición “desde arriba”, por obra de la ocupación de esa parte de Alemania por el Ejército Rojo. El control del aparato del estado por el Partido Socialista Unificado Alemán (forzada unión de comunistas y socialistas) con el apoyo formal de cuatro otros partidos que no tenían mayor peso, no hizo sino reproducir el modelo burocrático que Stalin había impuesto en la Unión Soviética. Ante tal realidad no podía ser extraño que probablemente la mayoría del pueblo alemán que vivía en la RDA no sintiera mayor identificación con sus instituciones, su proceso político y mucho menos sus partidos o sus líderes.
El caso de la RDA es bien retratado en ese excelente film de Wolfgang Becker realizado en 2003 y que tuvo por título Good Bye Lenin. No se trata de un film anticomunista como algunos lo han catalogado por ignorancia o superficial comprensión de él. Una de sus escenas finales por ejemplo capta muy bien el rasgo de amarga ironía de su trama: “Este no era el tipo de socialismo que hubiéramos querido, pero es lo que resultó…” dice uno de sus protagonistas con triste resignación.
¿Qué ha quedado de la ex RDA? Un documental emitido por una cadena televisiva occidental estos días entrevistaba a algunos que catalogaba como “nostálgicos” quienes—no gran sorpresa aquí—echaban de menos el acceso a la vivienda y al empleo, cosas que hoy en la Alemania reunificada, como en cualquier sistema capitalista, no son cosas seguras. Por otro lado había abundante metraje ilustrando lo que hoy día para muchos alemanes de entonces debiera ser motivo de bochorno: el entusiasmo casi infantil con que los alemanes orientales, cuando fueron autorizados para ir a Berlín Occidental, miraban y se extasiaban con los artículos de consumo en las grandes tiendas de la que hasta horas antes había sido una ciudad prohibida. Alemania Federal entonces regaló cien marcos (algo así como 45 dólares) para que los visitantes orientales los gastaran en lo que quisieran, Coca Cola instaló camiones especiales regalando latas de la más emblemática bebida estadounidense frente a los cuales los otrora habitantes del “Berlín comunista” se agolpaban desesperados como si lo que hubieran estado regalando fuera Champagne… No hay duda, para occidente y los otros nostálgicos, los de la Guerra Fría, este es un aniversario a recordar y que puede servirles para darse ánimo mientras tiran debajo del mantel de las celebraciones los efectos de la propia crisis económica que afecta hoy a la mayor parte de Europa Occidental.
¿Algo más que recordar de la ex RDA y de su tristemente célebre muro? Si puedo agregar mi propia experiencia personal, nada me hizo pensar cuando visité Berlín Oriental como turista en el verano de 1989, que en pocos meses el muro se vendría abajo. Algo que me llamó la atención fue el intrincado sistema de espejos en la oficina de inmigración en la estación del tren elevado Friedrichstrasse, uno de los puntos de acceso a la ciudad desde Berlín Occidental. Mientras revisaba mi pasaporte canadiense la inexpresiva funcionaria podía mirar mi cuerpo entero, me imagino en caso que yo fuera a hacer una movida inesperada e intentara tomar por asalto el local… Luego caminé por la Alexanderplatz, visité el Zentrum, principal gran tienda de la ciudad, anduve en los cómodos tranvías, tomé cerveza en el bar del Hotel Metropol, otrora sitio de concurrencia de jerarcas comunistas del mundo entero. Estuve en un hermoso parque con piscina donde pude observar algo que a lo mejor era un signo de un cambio cultural: al llegar la hora de cierre, unas niñas sin que aparentemente nadie les dijera, procedieron a recoger algunos papeles y botellas de refresco dejados detrás y diligentemente los pusieron en la basura. ¿Era ese un signo de sentido de comunidad, producto de una educación socialista que aquí en Canadá no se ve mucho y—creo—mucho menos en el Chile que entonces recién estaba saliendo de la dictadura? Siempre quedé con esa idea y por eso mismo no pude advertir signos de que el régimen fuera a desmoronarse tan intempestivamente unos meses después. Como buen turista entonces, tomaría fotos del muro tanto desde el lado oriental, donde era una funcional mole de concreto con aire severo y—la verdad sea dicha—carcelario, y del occidental donde ya se había convertido en sitio preferido de toda clase de graffiti.
Ya no hay más muro en Berlín (algunos de sus trozos fueron repartidos como souvenirs por diversas partes del mundo, en Montreal hay un tal pedazo en un centro comercial) pero—atención—eso no significa que no haya más muros, y no me refiero aquí a muros en un sentido metafórico, sino muros muy concretos instalados para marcar fronteras, por lo menos dos son altamente notorios sin tener la publicidad que tuvo el de Berlín: uno es el levantado por Estados Unidos en su frontera sur con México y que se extiende por unos 540 kilómetros, el otro es el que ha levantado Israel para separar a su territorio de la Franja Occidental, el territorio palestino, y que tiene diversas secciones que una vez completado sumaría una extensión de casi 700 kilómetros. En ambos casos el objetivo de sus respectivos muros es impedir el ingreso de gente a su territorio: mexicanos y otros latinos indocumentados en el caso del muro estadounidense, presuntos terroristas en el caso israelí. En los hechos, el muro construido por Estados Unidos no ha impedido el ingreso de ilegales, sólo que ha hecho el intento más peligroso y como consecuencia indirecta de este muro, en cada año muere en el desierto un número de inmigrantes ilegales mayor que el total de los alemanes orientales que intentaron escapar al oeste. En cuanto al muro israelí, ha hecho la vida más difícil para el común de los palestinos ya que han visto restringido su acceso a agua, reducida su libertad de movimiento y—¿suena conocido?—en muchos casos ha separado a familias. Lo que finalmente a uno lo podría hacer pensar: ¿hay acaso más justificación moral en construir un muro para dejar gente fuera que dentro de un país?