Las políticas de la postdictadura, un periodo de más de dos décadas que ha tendido a su cristalización, contienen también cerrazón y clausura. Son políticas encerradas en sí mismas que impiden, por su misma naturaleza, la participación y acción. El ciudadano, que es el elector, está también reducido a una condición de espectador. Está fuera de la política aun cuando participa como su consumidor, como estadística y rating.
El ciudadano sólo observa la acción que realiza el pequeño grupo de actores sobre el tándem binominal neoliberal. No interviene, y cuando lo hace, su opinión está también canalizada y filtrada por aquella extensión corporativa que son los medios de comunicación. Qué mejor ejemplo para expresar esta tenue opinión que las encuestas, o las mismas elecciones, ambos insumos para la retroalimentación institucional, en cuanto sondeos de opinión que no miden otra cosa que el efecto causado por los mensajes y la comunicación de masas. Encuestas que expresan la absorción informativa lo mismo que las ventas, como efecto de la publicidad y el marketing.
La política como espectáculo es un espacio de análisis que ya tiene años y variados investigadores. Podemos citar a Guy Debord, su descubridor: el hombre y la mujer espectadores cuanto más contemplan, menos son. Esta es la esencia del espectáculo, la exterioridad, la pasividad. El movimiento, la acción política, le ha sido robada. Lo que el espectador contempla cada noche en la televisión es la actividad que le ha sido hurtada, su propia esencia usada por otros en su contra. El espectáculo es simulación de política colectiva, es retórica de desarrollo, de justicia, incluso de cambio.
Esta es la estructura ideal del montaje político. Un escenario organizado cuya acción es direccionada hacia los espectadores a través de sus medios de comunicación. Un andamiaje pesado sobre el cual se representa una elaborada y falsificada obra. El proceso que han seguido las propuestas de reformas del actual gobierno es uno más en una colección de muestras similares: reformas consensuadas, viajes empresariales, reforzamientos del statu quo. El escenario, cual pavimento, es inalterable, lo mismo que los actores. Sólo hay espacio para el decorado, para un guión elaborado sobre figuras retóricas. Ninguna transformación es posible porque se trata de simple espectáculo.
El verdadero drama político está fuera de aquel teatro, el que hemos comprobado una vez más durante estos últimos seis meses. Jacques Rancière, uno de los autores más citados en la actualidad, llama a la emancipación del espectador, a quebrar la oposición entre el mirar y el actuar. Pero sólo se puede cuestionar esta situación cuando comprendemos que nuestra pasividad y la entrega de la acción a los otros responde a estructuras de dominación.
Tras décadas de anquilosamiento social, los chilenos comenzamos a movilizarnos hace muy pocos años. Acción en las calles, en un improvisado espacio político hoy entregado nuevamente a los representantes del binominal. Después de la breve acción, hemos regresado a nuestro hábito de espectador. Hemos vuelto a mirar cómo aquellos actores falsifican nuestro drama, lo alteran, lo vacían, lo mercantilizan. Aquellas demandas que se levantaron desde 2011 por una educación gratuita y de calidad, han derivado hacia una discusión ajena sobre qué pasará con las inversiones y los capitales en el mercado de la educación. Con suerte, de aquí a 30 años terminaría el copago.
Es posible que hayamos vuelto a esta condición de espectadores. Pero lo hacemos en una nueva etapa porque la acción no sólo es organización y movilización. Es también posible actuar cuando se sabe mirar, dice Rancière. Una mirada aguda capaz de interpretar, de traducir, de invertir los discursos, de leer entre líneas, de desenmascarar las confusas y falseadas imágenes. Una visión que tiene esta vez tras de sí no solo conciencia política sino también experiencia. Tras la mirada vendrá otra vez la acción.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 814, 3 de octubre, 2014