La despiadada persecución histórica y el hecho que la emancipación de los judíos que tuvo lugar en la Europa del siglo XIX no significara una merma en el antisemitismo, suscitó una creciente idea en los judíos de volver a la tierra de sus orígenes. Esta corriente de opinión culminó con la publicación del libro El Estado Judío de Teodoro Herzl en 1896 y la subsiguiente creación del movimiento sionista.
Lo que podría haber sido un proceso pacífico y beneficioso para judíos y palestinos –que residían milenariamente en esa tierra- fue, sin embargo, diseñado de tal manera que no podía sino tener un resultado fatídico. El sionismo pretendió –tal como lo señalaba el propio título del libro de Herzl- crear un Estado con base racial y, complementario con ello, ignorando absolutamente a la población local.
De este modo, en todo el libro de Herzl ¡ni siquiera se menciona que en Palestina vivía ya
un pueblo establecido hace generaciones: el pueblo palestino! Es más, incluso cuando Herzl pondera si el Estado judío debiera establecerse en Palestina o Argentina, rechaza esta última opción porque constata que la emigración de judíos no ha sido bien recibida por la población local: “La actual infiltración de los judíos ha provocado disgusto: habría que explicar a la Argentina la diferencia radical de la nueva emigración judía” (Teodoro Herzl.- El Estado Judío; La Semana Publicaciones Ltda., Jerusalén, 1979; p. 59).
En cambio sobre Palestina ni siquiera se constata la existencia de alguna población autóctona: “Palestina es nuestra inolvidable patria histórica. El solo oírla nombrar es para nuestro pueblo un llamamiento poderosamente conmovedor. Si Su Majestad el Sultán nos diera Palestina, nos comprometeríamos a sanear las finanzas de Turquía”. Además, expresando una congruencia con el espíritu imperialista de la Europa de la época y con el desprecio a la generalidad de los asiáticos, incluyendo a los árabes, Herzl agregaba: “Para Europa formaríamos allí parte integrante del baluarte contra el Asia: constituiríamos la vanguardia de la cultura en su lucha contra la barbarie” (Ibid; p. 59).
Y como prueba de que esto no era una muestra de imprevisión de Herzl, tenemos en seguida un riguroso diseño sobre el tema de los lugares sagrados del cristianismo: “En cuanto a los Santos Lugares de la cristiandad, se podría encontrar una forma de extraterritorialidad, de acuerdo al derecho internacional. Montaríamos una guardia de honor alrededor de los Santos Lugares, respondiendo con nuestra existencia del cumplimiento de este deber. Tal guardia de honor sería el gran símbolo de la solución del problema judío, después de dieciocho siglos llenos de sufrimiento para nosotros” (Ibid; p. 59).
La última constatación mencionada no puede ser más trágicamente paradójica: Dieciocho siglos de padecimientos no permitieron avizorar el tremendo sufrimiento que los mismos judíos, con tal predicamento, le infligirían al pueblo palestino…
Por otro lado, la tónica imperialista del sionismo la vemos reforzada en Herzl al ver los modelos en que se inspiró. Así, planteó que la migración a Palestina debía sustentarse en una entidad política de los judíos que aceptaran la idea del Estado judío, la Society of Jews; y en otra económica –la Company of Jews- que “se encarga de la liquidación de todas las fortunas de los judíos emigrantes y organiza la vida económica en el nuevo país” (Ibid; p. 55). A su vez, “la Jewish Company está concebida en parte según el modelo de las grandes compañías colonizadoras: una Chartered Company judía, si se quiere. Sólo que no tiene facultad para el uso de los derechos de soberanía, y no persigue solamente fines colonizadores” (Ibid; p. 65). Y “la Society procurará también que la empresa no resulte como la de Panamá, sino como la de Suez” (Ibid; p. 68).
Asimismo, se reconocía crudamente que el objetivo era “tomar posesión” de Palestina: “Necesitamos, ante todo, inmensas multitudes de unskilled labourers (judíos) para los primeros trabajos en la toma de posesión del país, construcción de carreteras, saneamiento de bosques, obras de terraplén, construcción de ferrocarriles y telégrafos, etc. Todo esto se hará de acuerdo con un gran plan preestablecido” (Ibid; pp. 77-8); “Se debe explorar el nuevo país de los judíos y tomar posesión del mismo con todos los recursos modernos. Tan pronto como esté asegurado el país, se dirigirá a él el primer buque destinado a la toma de posesión de aquél. En el buque van los representantes de la Society, de la Company y de los grupos locales. Estos hombres que toman posesión del país tienen que cumplir tres tareas: 1) la investigación exacta, científica de la naturaleza del país; 2) la organización de una administración rigurosamente centralizada; 3) la repartición del país. Estas tareas se encadenan entre sí y han de llevarse a cabo sin dilación y con eficiencia” (Ibid, p. 123).
A la casi increíble “negación” de la existencia de habitantes preexistentes en la región, se une en Herzl una ferviente fe –propia del siglo XIX- en la ciencia, la razón y el progreso: “Todo será establecido previamente y conforme a un plan. A la elaboración de este plan, que yo puedo trazar solo a grandes rasgos, cooperarán nuestros hombres más sagaces. Se han de tomar en cuenta para este fin todos los adelantos en los órdenes social y técnico, tanto los de la época en que vivimos como los de las épocas cada vez más desarrolladas en que se ejecute el plan, lenta y penosamente. Se han de utilizar todas las felices invenciones que ya existen y las que se hagan más adelante. De esta manera se podrá realizar, en una forma sin precedentes en la historia, la toma de posesión de un país y la fundación de un Estado con probabilidades de éxito que hasta ahora nunca se han ofrecido” (Ibid; p. 125).
Unida a dicha fe, se da en Herzl, pese a sus visiones más bien laicas, una concepción de la identidad judía que une lo religioso a lo étnico. Así, menciona varias veces el término “Tierra Prometida” para referirse a Palestina, valora el rol de los rabinos en la promoción del sionismo (Ver Ibid., pp. 101-2) y plantea incluso que “nos reconocemos como pertenecientes al mismo pueblo solamente por la fe de nuestros padres” (Ibid; p.128). Sin embargo, postula muy claramente –como lo hará la generalidad del movimiento sionista- un Estado laico: “¿Tendremos, pues, una teocracia? ¡No! La fe nos mantiene unidos, la ciencia nos hace libres. No dejaremos, por tanto, que surjan veleidades teocráticas en nuestros sacerdotes. Sabremos retenerlos en sus templos, como retendremos nuestro ejército profesional en sus cuarteles. El ejército y el clero deben ser respetados tanto como lo exigen y merecen sus nobles funciones. En el Estado, que los trata con distinción, no deben entrometerse de ninguna manera, puesto que ellos provocarían situaciones delicadas, tanto respecto al exterior como al interior” (Ibid; pp. 128-9).
A tal punto lo anterior, que si no fuese por la negación absurda y “genocida” de la existencia de palestinos en Palestina que se constata en todo El Estado Judío, y de la idea de establecerse en Palestina como baluarte europeo contra Asia y la “barbarie”; uno estaría tentado de ensalzar la tolerancia del siguiente texto de Herzl: “Cada cual es tan libre de profesar su opinión religiosa o irreligiosa, como lo es en lo que se refiere a su nacionalidad. Y si se da el caso de que vivan entre nosotros gente de otra religión y de otra nacionalidad, tendremos a mucho honor brindarles nuestra protección y la igualdad de derechos. Hemos aprendido la tolerancia en Europa. No lo digo con ironía. Sólo en contados lugares se puede equiparar el antisemitismo moderno a la antigua intolerancia religiosa. Generalmente hablando, el antisemitismo ha de considerarse como un movimiento con que los pueblos civilizados tratan de defenderse contra el fantasma de su propio pasado” (Ibid; p. 129). (Continuará)