Vosotros, los apostados en el umbral, pasad,
tomaos con nosotros un café árabe
–acaso os sintáis seres humanos como nosotros–.
Vosotros, los apostados en el umbral de las casas,
largaos de nuestras mañanas,
necesitamos creernos
seres humanos como vosotros.
Mahmud Darwish, “Estado de sitio”, Ramalah, 2002.
Palestina irrumpe como una cosa sin nombre. Como si fuera el umbral de todos los nombres, Palestina se asienta como el lugar en el que éstos huyen y se transforman en espectros, la zona de gravedad cero en la que todos los nombres flotan sin poder anudarse entre sí. Pero los diferentes nombres que se le han dado o han podido dar a Palestina, se diseminan irremediablemente en uno solo: nakba. Sin embargo, nakba no es un nombre entre otros. Es el lugar en el que todo nombre encuentra la historia de su violencia y, a su vez, la violencia de su historia. Nakba no es, para los palestinos, una catástrofe innombrable sobre la cual no queda más que la resignación. Más bien, nakba es la imagen viva de una lucha. Un soplo que disloca a los anales de la historia y que vuelve cognoscible lo que a la conciencia liberal se le hace imposible.
La fundación del Estado de Israel –con la expulsión de 700 mil palestinos y su efecto de limpieza étnica– es la nakba. Lleva una fecha, pero no se agota a ella. Es irreductible a la mirada de la historia y a la fiesta del espectáculo. Permanece como una memoria que interpela la pureza de los nombres: el nombre de “comunidad internacional” no se muestra tanto como un vacío, sino como una oligarquía militar-financiera; lo que habitualmente se llama “Gaza”, en rigor, se revela como un verdadero campo de concentración a tajo abierto; lo que comúnmente se llama “terrorismo” se advierte como la fuerza múltiple de una resistencia; lo que suele entenderse como “paz”, en verdad, es la extensión y la profundización incondicionada de la ocupación y del apartheid sobre un pueblo; aquello que frecuentemente se llama el “derecho de defensa” de Israel no es más que una nuevo impulso orientado a profundizar el exterminio de esos extraños “indios” que hoy se llaman palestinos, en función de la apropiación de determinados recursos económicos (el gas descubierto en Gaza resulta crucial) o determinadas alianzas políticas de carácter regional (el negocio común que mantiene Israel hoy con Egipto y Arabia Saudita para descabezar cualquier reducto de la Hermandad Musulmana en la región)1. Más aún, lo que el discurso culturalista estetiza bajo el registro de un “milenario” conflicto “entre civilizaciones” (en el que el discurso sionista encuentra las razones para su ejercicio mortal) se deja entrever, sin embargo, como uno de los conflictos políticos más decisivos de nuestro tiempo que, finalmente, termina interpelando a la violencia occidental, tanto en su función colonial surgida desde el siglo XVIII, hasta las formas actuales en las que el ejercicio imperial asume un carácter gestional2. Así, hablar el léxico de la nakba es desmontar la estetización discursiva del léxico imperial y tocar así, la sombra de su crudeza.
El muro construido en el año 2003 (considerado ilegal por el Tribunal de la Haya), se erigió bajo la misma excusa con la cual hoy se invade Gaza (que ya no es solo bombardeo, es invasión): el “terrorismo”. Podía ser tal o cual agrupación: ¿importa realmente que ésta sea “islamista” con toda la carga orientalista que tiene dicho epíteto? Recordemos que los palestinos han sido declarados “terroristas” hace ya 66 años. Arafat lo fue. No es necesario ni ser islamista, ni marxista, ni nacionalista, basta con cuestionar al dispositivo israelí a través de la imagen de la nakba y exponer su potencia común para ser considerado “terrorista”. Se podrá ser palestino de cualquier índole, pero como tal, anida dentro de lo “israelí”. Y lo mancha irremediablemente. Porque, a pesar del muro, Palestina no es un exterior a Israel, sino un clandestino habitante sin ciudadanía que pulula entre sus calles, bajo sus banderas, en la interferencia de sus discursos3. La multiplicidad de la carne palestina rodea al cuerpo estatal israelí. Palestina es lo que sobra de Israel. Su excrecencia radical, lo que debe ser lanzado hacia afuera. Hace 66 años que Israel secreta a Palestina. Y esa secreción se llama nakba.
Pero la nakba no se desenvuelve solo con tanques. También transcurre con el “humanitarismo”. En efecto, la mirada occidental ya se acostumbró a que los palestinos aparezcan en escena solo en base a cuerpos mutilados, niños quemados, mujeres en llanto o como miles de cadáveres anónimos que vienen a empolvar la tierra. Los palestinos solo entran a escena cuando se comportan como simple “población” que reciben la “ayuda humanitaria”. Pero si, desactivan tal mecanismo, y asumen el trabajo de resistencia, sus asesinatos parecen estar plenamente “justificados”. Solo el dolor administrado espectacularmente es aceptado, su resistencia política es, sin embargo, acallada o, si se quiere, “criminalizada” bajo el significante “terrorista”. O bien, a los palestinos se les “hace vivir” con la mentada ayuda humanitaria o la “bancarización” crediticia estimulada por la Autoridad Nacional Palestina (ANP) en cuanto gestión de la ocupación, en función de comportarse como población, o bien, se les “hace morir” incondicionalmente si se suman a los avatares de la resistencia.
Hace 66 años que Palestina reivindica su derecho a la resistencia, cuyo punto más decisivo quizás sea la intifada inaugurada en 1987: una revuelta popular contra la ocupación que llevaba consigo la imagen de la nakba como una y la misma inmanencia. Si pensamos en la nakba como la imagen de toda memoria, entonces podremos pensar en la intifada como la sustancia de toda resistencia. Nakba e intifada son, en este sentido, los nombres de Palestina. Nombres no reconocidos, nombres malditos, nombres que, una y otra vez, pretenden ser borrados. Porque no se trata aquí, de una simple política de muerte, sino de una política del exterminio. La muerte autoriza los nombres en sus entierros, en su memoria, en sus rituales, el exterminio la niega, no deja cuerpos para su entierro, fotografías para su memoria, ni tumbas para sus rituales.
La nakba es el nombre del exterminio palestino, la intifada, el nombre de sus múltiples formas de resistencia. Nombres de lo que nadie quiere nombrar: la nakba palestina, se la dulcifica bajo el nombre “conflicto palestino-israelí”, la intifada, en cambio, se la trata como “terrorismo”. Los nombres de Palestina no tendrán la grandeza de la “paz” (con sus contratos, su diplomacia, su protocolo estatal y su juego en la economía trasnacional) pero su pequeñez –su “devenir menor”– hará posible recordar en qué consiste la “justicia”. Sin derecho, pero con justicia, sin soberanía estatal, pero con la potencia de una vida política, sin el heroísmo de una revolución, pero con la eficacia de una resistencia, estos son los nombres de palestina.
Hoy, cuando la configuración de las nuevas hegemonías capitalistas tiende a convertirse en una oligarquía militar-financiera de carácter global, comienzan a producirse apartheids en los diferentes pueblos del mundo. Y, con ello, nacen nuevos “palestinos” que rechazan ser convertidos en población. Por eso, la bandera palestina no es simplemente la bandera de una “nación” exenta de Estado, sino también, la imagen en cuyo peligro, habita la resistencia global de los “muchos”.
Julio, 2014. Rodrigo Karmy Bolton
Universidad de Chile.
1 Véase a Gilles Deleuze entrevistado por Elias Sanbar: “Los indios de palestina”.
2 “La guerra gestional” escrito el año 2013 por este mismo autor a propósito de la situación Siria. Allí, se entendía que “guerra gestional” era un conflicto bélico que asumía como modelo político a la economía. Y, en ese sentido, la “guerra gestional” es el ejercicio bélico de carácter global que actúa de manera descentrado, articulado entre grandes trasnacionales y algunos Estados, en la época de lo que Sergio Villalobos-Ruminott, siguiendo a Carl Schmitt, ha llamado el “nómos financiero”.
3 A este respecto, resulta clave la trilogía cinematográfica elaborada por el director palestino Elia Suleiman en “Crónicas de una desaparición”, “Intervención divina” y “El tiempo que resta”.