Cae por su propio peso que el mecanismo más democrático para definir una nueva Carta Fundamental es el de la asamblea constituyente. Nada puede ser más legítimo que una organización ciudadana elegida por votación popular se encargue de definir las grandes orientaciones de nuestra institucionalidad, los distintos poderes del Estado y los derechos políticos y sociales de nuestra nación. Pero a lo largo de toda nuestra historia, las clases políticas se han dado maña para determinar nuestras constituciones sin siquiera refrendarlas con un plebiscito. El ordenamiento institucional que nos rige fue diseñado por un grupo de personas designadas por el Dictador y se simuló una consulta al país espuria y manipulada.
Quienes derivaron en el Gobierno después de Pinochet habían coincidido todos en que la Constitución de 1980 era ilegítima en su origen y ejercicio y en todo los tonos advirtieron su derogación cuando “volviera la Democracia”. Sin embargo, ya vamos a cumplir un cuarto de siglo desde el término del Régimen Militar y, por cierto, no hemos apreciado intentos serios desde La Moneda por cumplir lo prometido.
Es más, durante la administración de Ricardo Lagos se le hicieron al texto constitucional algunas modificaciones importantes, pero no sustantivas, con la idea de hacerla pasar por una nueva Carta Fundamental. Sin embargo, esta patraña no dio resultado y para el país lo que todavía nos rige es una suerte de hibrido de perfiles autoritarios y algunos rasgos democráticos. Un ordenamiento jurídico en que los poderes del Estado no están plenamente separados y que consagra un sistema económico y social en que se garantizan los privilegios de unos pocos mientras se atropellan los derechos del pueblo consagrados universalmente.
Para colmo, el ejercicio del sufragio ciudadano ha estado regido por la camisa de fuerza de un sistema electoral binominal que ha acotado la representación en nuestro Parlamento sólo a las dos primeras mayorías, con lo que ha consolidado una práctica de pactos y negociaciones cupulares que ha derivado en un poderoso duopolio electoral que, previo a los procesos electorales, calcula y se asegura una equilibrada correlación de fuerzas en ambas cámaras legislativas. Procesos, por lo demás, que han terminado por corromper a la política y consolidar una nueva clase política que, al final, ha terminado seducida por el propio sistema electoral, la desnaturalización de los partidos políticos y la reiteración de los mismos en los altos cargos públicos. Diputados y senadores que se reeligen por cuatro, cinco o más períodos; parlamentarios que saltan del Poder Legislativo a los ministerios; envejecidos políticos que en su hora postrera se convierten en embajadores, asesores y que bullen tras últimas ubres de la administración pública.
La abstención del 58 por ciento de los ciudadanos en la última contienda presidencial y parlamentaria ha hecho entender a la clase política de que es necesario acometer reformas si se quiere evitar una gran explosión social, sobre todo después de que los estudiantes y los más diversos referentes sociales encontraron en sus movilizaciones masivas, como en la paulatina radicalización de sus protestas, la forma de remecer un país sumido en las más profundas desigualdades. Que comprueba asimismo, que su economía se desacelera sin que el desarrollo haya rozado al grueso de la población y, muy por el contrario, haya hecho mucho más ricos y poderosos a una ínfima minoría.
Expresión de lo que planteamos es que este segundo gobierno de Michelle Bachelet esté empeñado en impulsar una serie de reformas y medidas que ni por asomo aparecieron en su primera administración. Al son de lo que reclama la calle, resulta curioso ver que los mismos que le dieron continuidad como ministros y parlamentarios al régimen neoliberal, a sus privatizaciones y al sacrosanto mercado, hoy estén promoviendo reformas tributarias, educacionales y de otro orden. Por lo mismo es que muchos siguen renuentes a darle crédito a su nueva postura y, por prevención, se muestran decididos a no cejar en su movilización social. En la sospecha, naturalmente, de que en la “letra chica” de su retahíla de proyectos al Congreso pueda esconderse la trampa.
De hecho es lo que se ha manifestado en cuanto a la reforma del sistema electoral cuando en el discurso se manifiesta un acuerdo tan amplio de expresiones que reconocen los dislates de binominalismo y se dicen disponibles a concurrir con sus votos en el Congreso Nacional para modificarlo. Como ahora se descubre lo que ha resultado como propuesta de La Moneda es un conjunto de modificaciones que no avanzan realmente hacia un régimen proporcional y que más bien consolida con medidas cosméticas el mismo carácter excluyente del actual sistema. Reagrupación de distritos y circunscripciones y otros retoques para que, en definitiva, no se altere casi en nada la misma correlación de fuerzas en el Congreso Nacional, pero esta vez con más legisladores y mayor presupuesto para financiar los onerosos sueldos y regalías de diputados y senadores que, como se sabe, están severamente coartados en sus facultades e iniciativa legal.
De esta manera es que, también, las organizaciones estudiantiles y el propio Colegio de Profesores han indicado que el primer paquete de medidas propuestas por el Ministerio de Educación no va en la dirección que se prometió en cuanto a atacar el corazón del elitista sistema educacional chileno. Lo mismo que piensan algunos connotados expertos en cuanto a que la propuesta de crear una APP estatal, lo que hará será “legitimar” un sistema injusto y desquiciado que lucra con los ahorros previsionales de los trabajadores y concluye en ofrecerle pensiones miserables a los jubilados.
En este “gatopartismo” político, es decir, de ofrecer reformas para que todo quede igual, tendría sentido la oposición de algunos políticos de entregarle a una asamblea constituyente la tarea de definir una nueva Constitución. La política cupular ciertamente no quiere correr el riesgo de que una Carta Fundamental discutida y sancionada por el pueblo pueda derivar en una democracia participativa, en que la ciudadanía imponga a sus genuinos representantes y en que los partidos políticos se sometan a la voluntad de sus militantes.
Es propio que la derecha siempre desprecie la voluntad soberana del pueblo, pero hoy resulta escandaloso que hasta el propio Presidente del Partido Socialista se haya manifestado contra el más democrático de los mecanismos ciudadanos para concebirr una nueva Constitución, apelando a su legítima elección como diputado y de representante del pueblo para reservarse con sus colegas este cometido. Cuando él mismo, su colectividad y la propia alianza oficialista le han hecho tan contundentes objeciones al sistema electoral excluyente y poco democrático que los impuso.
Sin embargo las recientes expresiones del diputado Andrade, y también de su correligionario el ex senador Camilo Escalona, lo que vienen a transparentar con su renuencia a la Asamblea Constituyente es el miedo que le tienen a que se consolide una democracia de verdad, a que culmine esta interminable transición que les ha permitido gobernar y profitar de los cargos públicos sin contrapeso político en el Parlamento. Encandilados cada día más por el legado pinochetista, digitados por los poderes fácticos, condicionados por el financiamiento electoral que les prodiga el gran empresariado y bien expuestos en las páginas de los diarios y canales de televisión encargados de velar por el orden establecido.