Hace unos días estuve de paso en París, no en plan de vacaciones aclaro, sino para despedir simbólicamente—si así se puede decir—a un entrañable amigo con quien compartí los iniciales tiempos del exilio allá por 1974 en Buenos Aires, el Dr. Enrique Reyes, cuyos funerales fueron el 9 de mayo, y quien fuera uno de esos militantes históricos del socialismo y del ideario de una revolución que—cierto—hoy nos parece lejana.
Aunque es un tema del cual se ha escrito con anterioridad y por lo tanto resulta difícil ser del todo original, el exilio fue para los chilenos que tuvimos que salir después del golpe de estado, una experiencia inédita. Chilenos habían salido antes pero básicamente como emigrantes en busca de mejores horizontes, en algunos casos siendo fuente de interesantes enfoques literarios como fue la de aquellos que en el siglo 19 se embarcaron para California a la “fiebre del oro” y que ha sido captada por autores como Vicente Pérez Rosales e Isabel Allende, sin olvidar que en “Fulgor y Muerte de Joaquín Murieta” Pablo Neruda incluso le confiere nacionalidad chilena al mítico pistolero. Esas ocasionales emigraciones sin embargo no habían estado motivadas por factores políticos como sí lo fue el exilio causado por la dictadura.
Era en ese marco inusitado que también se revelaban los rasgos mejores y peores de mucha gente. Así, habría que destacar el sentido solidario y dedicación militante que muchos mostraban, como era el caso de mi amigo el Dr. Reyes que lo veíamos llegar—generalmente más tarde de lo acordado—a alguna reunión en cualquiera de esos acogedores cafés de Buenos Aires. Su presencia era difícil de ignorar además porque por lo general se hacía acompañar de sus seis hijos, “tiene su propio núcleo” solíamos decir en tono de broma.
Él también respondía con un gran sentido del humor y un rico sentido de la ironía, algo que aproveché de destacar en mi intervención en el funeral: resulta que por alguna razón por mucho tiempo se instaló en ciertos círculos de la izquierda la idea que para ser revolucionario uno debería tener más bien mal humor, devenir un ser amargo y sufriente. Pues bien mi amigo no tenía nada de eso, era un ser humano alegre y con un buen sentido del humor. No es el único entre los revolucionarios con esa cualidad por cierto, hace un tiempo a propósito de un homenaje que se rindió a Eduardo Charme, alguien con quien compartí trabajo militante en lo que era el INESAL, un organismo del PS hasta 1973, señalé en un mensaje a la distancia su gran sentido del humor, una forma que creo que los seres humanos comprometidos con el cambio social tienen de reflejar también que el mundo que ellos quieren construir es un mundo donde reine la alegría. “Nada de lo humano me es ajeno” decía Marx que era su frase favorita (expresión usada por el romano Terencio en su comedia “El enemigo de sí mismo”) y por cierto qué puede ser más humano que la alegría y el buen humor.
Pero hacia 1975 y en especial al año siguiente cuando se produce el golpe de estado, Argentina no estaba para bromas y tanto él con su familia, como yo mismo debimos dejar esa tierra cuyo pueblo había sido muy solidario, pero que entonces pasaba también a ser víctima de la represión fascista dictada desde Washington. Mi amigo se trasladó a la Rumania de Nicolai Ceasescu pero eventualmente terminó anclado en París como dice el tango de Cadícamo y Barbieri, de paso, el Dr. Reyes era también un gran amante de esa música porteña y fue un tango el que junto a otros temas musicales acompañó su funeral esa tarde en el cementerio Père Lachaise de París. Los parisinos que visitaban esa tarde el cementerio deben haberse sorprendido un poco por el ambiente de este singular funeral donde lucían las banderas de Chile y Francia y el estandarte del Partido Socialista, y en el cual se escucharon los acordes de “Chile Lindo”, “Cambalache”, “Mi Viejo”, el infaltable “Venceremos”, “La Marsellesa” tanto la que fue adoptada como himno oficial del PS como la original en homenaje al país anfitrión y “La Internacional”.
Sin embargo, como no podía faltar, estuvo también la nota de infamia “gentileza” del diario golpista El Mercurio que como ya había hecho con el caso de Carlos Berger hace unas semanas, censuró el aviso que se publicó en Chile, negándose a publicar que el Dr. Reyes había sido dirigente socialista y que había sido un exiliado político. Tener el control de los medios escritos permite a estos mercaderes de la información manipular incluso lo que en cualquier otro país se considera simplemente un servicio público: informar del fallecimiento de alguien, servicio por el que por lo demás se paga. Aspirar a que el pluralismo en la prensa escrita puede restablecerse (como sería por ejemplo que el estado chileno restituyera los recursos incautados a Clarín) debería ser una de las prioridades porque si los diarios que aplaudieron el golpe y ocultaron la represión se permiten censurar hasta el texto de las defunciones, qué queda esperar de la veracidad de sus informaciones…
La ocasión del funeral de mi amigo sirvió también para que los asistentes hiciéramos otras reflexiones y recuerdos de esos inicios del exilio (que por lo demás con cierta ingenuidad pensábamos que sería de corta duración). Para los más jóvenes acostumbrados a la instantaneidad del Internet quizás es difícil imaginarse cómo los exiliados en esos primeros años nos enterábamos de qué pasaba en Chile: aparte de los ocasionales contactos de gente que viajaba, un lugar de encuentro informal era un kiosco de la calle Corrientes cerca de Florida donde llegaban los domingos El Mercurio y La Tercera que se convertían en nuestra fuentes informativas que—por cierto—había que además leer entrelíneas pues bien sabíamos cómo ambas publicaciones mentían. Allí a veces llegaba el ex director de la Escuela de Periodismo Mario Planet que entonces trabajaba en la oficina de Time en Buenos Aires y numerosos otros compañeros de exilio.
El lugar de residencia de la familia Reyes en Buenos Aires, era también un lugar de ocasionales encuentros a veces no solamente en un plan de discusiones políticas sino en algunos casos como una instancia de conversación de amigos o colegas de la condición de exilio. Y allí nos fuimos conociendo y apreciando no sólo sus condiciones como dedicado militante, a veces discutiendo por cierto en torno a su adhesión trotskista, que él en todo caso no intentaba imponer a nadie. Su trotskismo no era de ese carácter proselitista y casi misionero que tienen algunos en esa corriente de pensamiento izquierdista, sino mucho más amplio. De cualquier modo, ahí al calor de esas discusiones pero también del mutuo conocimiento surgió esa amistad que en estos recientes días retribuí con el simple expediente de viajar para estar presente en su funeral y decir allí unas pocas palabras en reconocimiento a su aporte para los chilenos que vivimos el exilio y que finalmente terminamos también anclados en distintas partes del mundo.
La dolorosa ocasión de dar la última despedida a un amigo y camarada como Enrique Reyes también dio por cierto la oportunidad de retomar contacto con antiguos amigos y compañeros de militancia y de reflexionar una vez más sobre esos tiempos de exilio, de solidaridad y activismo en los países en que nos hallábamos. Uno de los asistentes con quien luego tuve el gusto de conversar más calmadamente fue el escritor Sergio Zamora, quien en su intervención en el funeral hablando del Dr. Reyes dijo algo en un tono poético y que me pareció muy acertado (lo cito ahora de memoria por lo que espero sea lo más fiel, si no que el compañero me disculpe): “Cuando salí de Chile lo perdí para siempre, pero lo llevo siempre conmigo…” Palabras que se ajustan muy bien al compañero que despedimos esa tarde, pero que de algún modo también nos tocan a todos que nos fuimos quedando lejos del país, sin dejar por ello de pensarlo con abrumadora persistencia. Y así seguirá siendo hasta cuando a nosotros mismos nos toque el momento de partir.