Una de las características tranquilizadoras de las guerras europeas es que suelen tener comienzo y fin: una de las características intranquilizadoras de los conflictos colombianos es que nadie sabe con rigor cuándo comienzan ni cuándo terminan. La última guerra de la que tuvimos esos datos fue la llamada Guerra de los Mil Días. Desde entonces nuestras confrontaciones se han llamado, en los años cincuenta, la Violencia, y en las últimas décadas, el Conflicto. Ambas abarcan no un claro enfrentamiento entre ejércitos en campos de batalla sino un clima de acechanza y de terror, cuyas principales víctimas son civiles, hechos bélicos, pero también atrocidades que exceden el ámbito de la guerra, largos y multiplicados fenómenos de inhumanidad que van hundiendo a la sociedad en la sordidez, en la indiferencia, e incluso en la resignación.
No hay un ámbito de la realidad que haya podido escapar a la influencia de esa violencia pertinaz que ha ido penetrando cada vez más hondo no sólo en el orden social sino en los pliegues de la conciencia. El conflicto armado no es generalizado, pero al cabo de cincuenta, quizás de cien años, es difícil encontrar una familia que no tenga una historia dramática que recontar, un episodio que la haya afectado de cerca, y que tendió su red de consecuencias sobre la vida entera.
Nuestras ciudades no crecieron porque el modelo urbano atrajera a las multitudes con su modernidad, su empleo, sus patrones de consumo, sus espectáculos. Crecieron porque una ola de horror expulsaba a los campesinos de sus tierras, llenándolos de recuerdos dolorosos. Y la primera generación de desterrados no llegó a construir su mitología de la ciudad sino a vivir la nostalgia del campo perdido.
Si algo tenemos que recuperar es sobre todo nuestro sentido de humanidad, de tantas maneras pervertido y degradado por las violencias, por la lenta anestesia de las noticias, que nos van haciendo habitantes resignados del horror y nos obligan a toda clase de astucias morales para sobreponernos a las dificultades de esa realidad que nos excede.
Cuando se creyó que la Violencia había terminado hubo un suspiro de alivio, un unánime intento de volver a la normalidad, ese breve remanso de paz urbana que fueron los años sesenta. Pero de repente en los años ochenta volvimos a sentir que estábamos en el corazón del Conflicto. De la modernidad sólo nos llegaban la cara destructiva, las bombas, los atentados, aviones que estallan en el aire, la noche atroz de las motosierras y de los incendios, los hornos crematorios, la profusión de cadáveres sin nombre llevados al olvido en negras bolsas de plástico.
Ahora sabemos mejor que antes que para que esos horrores se vayan definitivamente se necesita algo más que cazar monstruos, y algo más que firmar armisticios. El conflicto ha penetrado en todos los ámbitos de la vida, está en nuestra relación con la salud y con la educación, en nuestra manera de habitar las ciudades, en la lógica de nuestras escuelas, en la relación entre maestros y alumnos, entre padres e hijos.
Es tarea del Estado lograr de verdad, y no como una astucia de la política, el silencio de las armas, secar ese surtidor de víctimas y de venganzas, y darles a las siguientes generaciones la oportunidad de crecer en un país cuyas prioridades sean otras. Pero es nuestra tarea reencontrarnos con una sensibilidad que nos permita dialogar con los que son distintos, debatir con franqueza y sin odio, encontrar los valores comunes que nos ayuden a construir una sociedad en la que quepan sin matarse las diferencias, aún las insolubles.
Recuerdo un poema de Víctor Hugo sobre el León de Androcles. Enviado a las arenas de África, Androcles, un joven legionario romano, encontró en el desierto un cachorro de león con una espina clavada en una de sus patas. Protegió al cachorrito, le quitó la espina, lo cuidó varios días, y después lo soltó para que se encontrara con su manada.
Años después el muchacho se había hecho cristiano, y capturado por las tropas del emperador, lo condenaron a ser devorado por las fieras en el Coliseo. Se había convertido en un espectáculo muy apreciado el horror de ver a gentes vivas siendo devoradas por las fieras.
Soltaron contra Androcles un león hambriento, y Roma vio con espanto cómo el león se acercaba al hombre, y en lugar de atacarlo se tendía a su lado y le lamía los pies. Le tocó por azar el cachorro que había cuidado en el desierto.
Ese león se convirtió en un símbolo de la inocencia y de la gratitud de los animales, aún de las fieras, en un mundo donde los seres humanos son a menudo crueles y despiadados. Y tan importante como la moralidad del poema es la sensibilidad que propuso, los recursos que el poeta utilizó para comunicar esos hechos. En el corazón de una sociedad habituada a la crueldad e insensibilizada frente al horror, incapaz de perdón y de compasión, alzó la imagen de aquel león agradecido:
Al fondo, calva y siniestra, reía la pálida muerte, / Fue entonces cuando tú, nacido en los feroces desiertos / Donde el sol está solo con Dios, tú, soñador / Del antro que la tarde llena con sus fulgores, / Viniste a esta ciudad toda llena de crímenes, / Quizá temblaste viendo tantas sombras y tantos abismos, / Tu ojo, sobre ese mundo horrible y castigado, / Hizo llamear de repente el amor y la piedad. / Pensativo, tú sacudiste tu melena sobre Roma, / Y cuando el hombre era el monstruo, oh león, tú fuiste el hombre.
Fuente: El Espectador