“Segundas partes nunca fueron buenas” decían algunos en referencia a esa costumbre de los estudios en Hollywood de hacer continuaciones a ciertas películas, especialmente cuando habían tenido éxito de taquilla. En televisión no se hace mucho ese comentario porque en realidad se espera que dramas o comedias tengan más de una temporada, por el contrario, en general aquellas que ven sólo una sesión televisiva son consideradas un fracaso. Excepto cuando se trata de series que por el impacto que causan son auto-contenidas, es decir no necesitan alimentarse de nuevos elementos ni prolongarse más allá del tiempo que tomó en desarrollar su historia, y si para ello requirió sólo de una temporada, bueno así será.
En la historia de la televisión esas series son llamadas “clásicas” y aunque a veces sean breves, son altamente consideradas por estudiosos y por aquel público que verdaderamente gusta de una televisión de alta calidad. Para quienes vivimos en Norteamérica, un proveedor habitual de tales joyas es el canal público de Estados Unidos, PBS, en especial unas excelentes series producidas en Gran Bretaña que abarcan desde dramas de época, históricos, hasta notables historias policiales.
Cuando en Chile se produjo la serie Los archivos del Cardenal en 2011, uno bien pudo decir que estuvo frente a un trabajo especialmente importante en la historia de la televisión chilena. Posiblemente un “clásico” del género dramático en la televisión del país. Para quienes recibimos la señal internacional de TVN tener la oportunidad de ver esa emblemática serie fue realmente muy significativa: se reforzaba a partir de un influyente medio como la televisión, esa idea—muy importante—que es la del rescate de la memoria histórica. Sin duda además un esfuerzo valioso considerando que hay poderosas fuerzas empeñadas en imponer el olvido y la amnesia como supuestos caminos para lograr una reconciliación en la que por lo demás ni sus mismos impulsores creen.
Creada por Josefina Fernández, y contando con un elenco de brillantes figuras de la pantalla como Benjamín Vicuña, Alejandro Trejo y Paulina García, Los archivos del Cardenal en su primera temporada debe haber contribuido a que mucha gente joven tuviera una visión de primera mano, con dramatismo pero sin efectos fáciles, con sobriedad, de lo que significó la dictadura para gran parte del pueblo chileno. Para los que somos más viejos sin duda nos trajo también un importante golpe emocional, la ocasión de descubrir en los personajes en clave a gente que habíamos conocido: ahí estaba por ejemplo en el capítulo final de la primera temporada esa dramática escena en que el abogado de la Vicaría de Solidaridad, Carlos Pedregal (Alejandro Trejo) es secuestrado por los represores y posteriormente degollado. La serie fue siempre planteada como una ficción pero basada en hechos reales, en este caso que menciono el secuestro de José Miguel Parada, sociólogo comunista que efectivamente trabajaba en la Vicaría y a quien conocí personalmente en mis tiempos de estudiante en el Pedagógico.
La verdad es que no esperaba que habría una segunda parte—una nueva temporada, para emplear lenguaje televisivo—era difícil seguir la historia más allá de aquel momento dramático más alto de la historia. Pero este año hemos sido sorprendidos entonces con la nueva temporada y lo cierto es que—a juzgar por lo que se ha visto hasta ahora—esa decepción de las segundas partes parece ganar terreno.
Para decirlo con todas sus letras, a esta nueva temporada de Los archivos del Cardenal le falta un elemento: alguien ha despolitizado su historia, no completamente por cierto, pero sí se ha diluido ese aspecto a favor de otras facetas de la trama. En cambio hemos visto que hay un mucho mayor énfasis en lo que pudiéramos llamar el aspecto telenovelesco de la trama, en especial el romance y el sexo, a veces en contraposición a bien conocidos y básicos principios de seguridad esenciales para el accionar clandestino como se vio en un capítulo reciente (sexto) y en otro anterior, en que los personajes con cierta liviandad rompían su compartimentación por motivos de romance o sexo. Por cierto no es que esas necesarias expresiones de la vida humana no se dieran entre personas reales que estuvieron involucradas en el accionar clandestino de esos años, pero al ponerlas como centro, la serie distorsiona la percepción que el televidente puede hacerse de lo que fue el actuar de esos compañeros. En buenas cuentas, se ha caído en una visión más bien romanticona de las relaciones dejando el compromiso político en un plano secundario.
Eso sin contar las que serían inconsistencias en el desarrollo dramático mismo de la historia: Laura (Daniela Ramírez) por ejemplo rompe a menudo con reglas de compartimentación. En el más reciente capítulo al tener un diálogo delante de una muchacha frentista recientemente herida, que revela detalles que a su vez podrían delatar su propia identidad y la del jefe frentista, Manuel (Néstor Cantillana). Incongruentemente por otro lado, ella no revela su propio envolvimiento en el movimiento armado a quien se supone que es la persona más cercana y con quien debería tener mayor confianza, su compañero, el abogado Ramón Sarmiento (Benjamín Vicuña). Naturalmente uno puede decir que se trata de “licencias artísticas”, además las historias en el cine o la televisión siempre tienen un elemento de interpretación fantástica por parte de quienes las cuentan; el problema no es tanto esto, sino más bien esa despolitización que se advierte en esta segunda temporada.
Aclaro una vez más que la despolitización no es completa, el trasfondo de la historia sigue siendo el de la dictadura y la lucha contra ella tanto de quienes lo hacían desde una estrategia de utilizar los pocos mecanismos que ofrecía la legalidad vigente hasta los que lo hacían con las armas en la mano, en la idea que eventualmente tal camino se traduciría en una rebelión masiva. La despolitización de la serie se ha dado más bien en los personajes centrales que ahora aparecen más motivados por sus propias inclinaciones personales incluyendo la satisfacción—legítima por lo demás—de sus emociones y deseos sexuales que por su compromiso político. Así el abogado Sarmiento está más preocupado de su propia relación con Laura, mientras a su vez ésta se muestra movida solamente por su afán de vengar la muerte de su padre sin ninguna articulación racional de su accionar. Incluso la viuda de Pedregal parece buscar en el juez instructor (Varela, interpretado por Francisco Reyes) algo más que la mera clarificación del caso de su esposo.
El ejercicio de tratar de identificar a las fuentes inspiradoras de los personajes encarnados en la ficción también es ahora menos fructífero ya que la despolitización de la trama hace que esos personajes estén más diluidos también. El personaje del ex comunista ahora transformado en delator y colaborador de la represión, “El Rucio” (interpretado por Erto Pantoja) está inspirado en Miguel Estay Reyno, el “Fanta”, aunque aquí es un tipo de mayor edad. Podría ser que ese personaje representara también a quien habría sido el verdadero creador del Fanta, el dirigente comunista también convertido en colaborador de la policía secreta, René Basoa, ya que fue éste quien delató y entregó a Estay Reyno a los militares (Basoa—el “chico Bazofia” le decían en broma sus amigos en esos felices e inocentes tiempos cuando estudiábamos en el Pedagógico—era el jefe directo de Estay Reyno en el aparato de inteligencia del PC al momento de la dictadura).
Quizás algunos encontrarán que es injusto hacer este tipo de comentarios sobre una serie televisiva que, a pesar de los defectos que pueda tener, contiene de todos modos una innegable visión crítica de la dictadura y de lo que significó. Me imagino que no fue fácil que sus creadores y productores lograran la aprobación primero para realizarla y luego para transmitirla. Seguramente debió haber habido negociaciones de por medio y el hecho mismo que se formulara como una serie de ficción de algún modo refleja las tensiones que tiene que haber provocado en el seno tanto del Consejo Nacional de Televisión como de las autoridades del canal nacional. No debo olvidar tampoco las invectivas contra el programa en su primera temporada: “El contexto e intención de la serie (técnicamente admirable, con jovencito terrorista puro y mal hablado, cura no pedófilo, niña idealista, agricultor avergonzado de ser patrón, juez implacable con los uniformes, suspenso en la música de fondo y nicotina ambiental que recuerda el buen cine francés) es un abuso de platas públicas, y vulnera, de punta a punta, las propias orientaciones programáticas y editoriales de TVN, que la obliga a la presentación equilibrada de hechos y opiniones, reconociendo la diversidad de perspectivas y sensibilidades que se dan en el país, amén de promover la ‘unidad’, ‘el pluralismo’, ‘objetividad y ‘rigurosidad en la explicación de los hechos’” alegaba el diputado Alberto Cardemil el 22 de julio de 2011. El inefable ex senador Carlos Larraín por su parte decía el13 de julio de ese mismo año: “La serie toma hechos que ocurrieron exactamente hace 40 años, pero que tienen connotación política evidente: la izquierda como víctima, y eso es lo que le da pábulo para actuar en política con cierto sentido de superioridad”. Las críticas de estos personajes de la extrema derecha por cierto apuntaban a lo que había sido la primera temporada—corajuda y aguafiestas de todos los que buscaran conciliaciones trasnochadas a costa de los cadáveres de nuestros compañeros—¿Habrá primado en esta segunda temporada un afán más acorde con esos intentos de que “mejor será que todos nos reconciliemos”? ¿Habrá sido que a lo mejor los guionistas buscaron tener más escenas de romance porque así tanto represores como reprimidos pueden encontrarse en algo que pueden tener en común (la serie también muestra al jefe operativo de la DINA en una apasionada relación con una cantante)?
O a lo mejor todo se reduce a que eso de que “segundas partes nunca fueron buenas” es quizás cierto.