Muchos de los que ahí nos constituimos como porteños, porque en nuestras tristes regiones la identidad se rellena con mercancías vendidas por el retail, sabíamos que tarde o temprano una catástrofe se encargaría de exterminar la pobreza del puerto herido por mafias demócrata cristianas, udis, pepedés, y todos aquellos que se aprovecharon, y lo continuarán haciendo, de su oxidado, miserable y caótico habitar.
Nerón existe y toca el arpa con destemplada crueldad, la misma que utilizó creando vertederos ilegales que hoy avivan las llamas que destrozan la evidencia de un negligente y sucio accionar, que clientelizó el voto donando terrenos en quebradas y sectores donde no había planes reguladores ni condiciones básicas de accesibilidad, sanitarias y de construcción.
Antes fue la explosión en calle Serrano, y otros incendios, otros terremotos, no sólo en Valparaíso, sino a lo largo y ancho de ésta, “la copia feliz del Edén” de una muy mala traducción de la Biblia, pirateada por cesantes estructurales que desesperados la venden en la cuneta como ambulantes. Y a pesar de la novedad espectacular de la tragedia, que minuto a minuto es transmitida por periodistas buitres, el rostro de los afectados siempre es el mismo. El pobre que debe someterse a la mediocridad de una política pública asistencialista, de un Estado al servicio del capital.
Los programas de generación de empleo (PGE) desviados hacia campañas políticas, el agujero de 21 mil millones de la administración de Hernan Pinto Miranda, la amenaza constante de los especuladores inmobiliarios que curiosamente, tuvieron la idea explicada por Joaquín Godoy, de construir edificios arriba en los cerros ante la resistencia del cambio de uso de suelo en el borde costero, nos muestra la raíz de esta tragedia.
Ahí está su obra, bastardos administraidores del poder. Ahora seguro estarán satisfechos. Cuando sólo les quede mantener parada la ciudad de chocolate para extranjeros en el Cerro Alegre y Concepción. Ahora estarán tranquilos, cuando Valparaíso borre su decadencia con edificios que sigan la aberrante estética de un Congreso que nunca ha sabido representar al niño pobre que padece de la mala educación y el viento que se cuela por las paredes de fonola, de las cuales ya ni cenizas quedan.