Noviembre 25, 2024

Sergio Buschmann deja una estela de honor, valor y leyenda

La última vez que lo vi, habrá sido en el invierno de 1990 en un abarrotado carro del metro de Estocolmo. Iba abrigado hasta las orejas, es posible que haya engordado algo, pero sus ojos aun eran esas dos flamas vivaces que le conocía.

– Compitita, en esta hueá se pasa mucho frío, dijo para referirse al crudo invierno escandinavo.

 

Yo había llegado hacía poco a Suecia, después de errar en Chile tratando de buscar la fe perdida. Y allá, lejos de encontrarla, se me perdieron otras cosas: los sueños, las esperanzas, mi madre. Llevaba por entonces una depresión que trataba de encubrir con muchos platos por lavar y con muchos pisos que encerar, en el increíble mercado de trabajo negro que ofrecían chilenos, griegos y finlandeses.

 

El encuentro con el Pelado Buchmann fue una pequeña alegría. Quedamos de juntarnos. Intercambiamos opiniones sobre el inhumano sistema de venta de alcohol sueco que no permite sino comprar un vinito de nueve a seis y de lunes a viernes. Me preguntó qué sabía de algunos camaradas y de quienes seguían presos.

 

Cuatro años antes, en el mes de octubre de 1986, bajábamos con Aldo Díaz y varios otros camaradas que no conocía, de la Galería Doce de la Penitenciaría de Santiago, en donde habíamos pasado quince días de incomunicación.

 

Durante esas dos semanas, el descanso después de once días en la CNI, compartimos la incomunicación con algunos presos provenientes de Carrizal, entre ellos, el Rucio Molina, que dirigía una hermosa peña folclórica que tenía por propósito subirnos el ánimo.

 

No sabíamos dónde estábamos. Las celdas amarillas y sucias no permitían ver hacia el exterior. Y no entendíamos por qué de vez en cuando, escuchábamos gritos de gente conocida que nos daba ánimos desde algún lugar cercano a la galería en las que permanecíamos encerrados. Pude reconocer algunas voces. Luis “Jalisco” Díaz, el Negro Mario, el Burro Vera, el Tito Dumbo. Y esa comunicación, hecha a voz en cuello nos daba ánimos y nos avisaban que en nuestras casas las cosas andaban bien.

 

Pero había otras que no conocíamos y las asumíamos como de otros camaradas de los que nada sabíamos. De entre ellas, destacaban dos: una gruesa y firme, que se elevaba por sobre las otras, un vozarrón enorme y poderoso, que saludaba al Rucio y a todos los compañeros incomunicados. Y otras, sincopada, bien modulada, clara y con un cierto toque de acento argentino.

 

– Fuerza compipitas, que aquí nadie se rinde…!! Ánimo, camaradas, los estamos esperando. Seguimos de pie y luchando…!!!

 

Y luego, el silencio de la incomunicación.

 

Cuando bajamos a la Calle Cinco, pudimos unir las voces a las caras. Care Corneta, era uno. El grande, hermoso y valiente Diego Lira Matus, el Masca Chico de los tiempos del Equipo. Y el otro, el pelado Buchmann.

 

Convivir con el pelado era hacerlo con una leyenda que ya por entonces se elevaba por sobre la historia. Era un hombre de combate. Su vida, una aventura revolucionaria que le había permitido estar en Cuba y Nicaragua acumulando experiencias y conocimientos.

 

Había sido detenido después de burlar el cerco de centenares de militares y policías, que los buscaban después de la caída de la operación de ingreso de armas. Sin agua, sin alimentos, desarmados, no tenían muchas opciones en ese desierto.

 

El Pelado Buchmann era poseedor de una inteligencia lúcida y alegre. Nunca se le vio con algún bajón tan propio de la prisión. Era un contador de historias que narraba con detalle, con pausas precisas, para coronar su historia con su risa enorme, fresca, abundante, que matizaba con su voz agradable, de una pronunciación perfecta en su acentuado decir argentino.

 

Su humor era a prueba de los más feroces bromistas del Colectivo, que gustaban de sus respuestas, vivaces, precisas.

 

Pero donde no daba pie con bola, era en sus trabajos de artesanía. Jamás pudo hacer el trabajo que para cada uno de los prisioneros era una obligación para contribuir a la alimentación el Colectivo. Pero por esfuerzo y entusiasmo, no se quedaba.

 

– Le estoy tomando la mano a la lana, compipita, decía, pero todos sabíamos que su manejo fino para hacer las arpilleras, no eran su fuerte. Y no faltaba el camarada que solidariamente, lo hacía por él. Y Luego, mostraba el trabajo que desconocidas manos le habían hecho, como suyo entre risas y chistes.

 

La prisión fue menos tormentosa con el Pelado Buchmann entre nosotros. Por eso, fue muy triste para todos cuando lo trasladaron. Todos sabíamos que se iba a ir. Que no se quedaría mansamente en la prisión a la espera del juicio. Por la suyas se iba a ir. Se ingeniaría la manera de fugarse.

 

De hecho, la huida siempre estuvo entre sus planes, aunque no lo dijera. Una vez lo llamaron por los parlantes de la penitenciaría porque había solicitado una entrevista con la Asistente Social del penal y ahora se la daban.

 

-Le dije que yo iba a estar cien años presos y que quería hacer efectivo mi derecho a tener un hijo con mi compañera y que el penal debían procurarme las condiciones para el efecto. Y el resto fue una sola carcajada de sus compañeros por la aventura suya en las oficinas del penal.

 

El cabo Soto, tanto o más preso que nosotros, era el “Cabo de la Calle”, el funcionario a cargo de la Calle Cinco. El Pelado comenzó a acercarse al gendarme y comenzó a ganarse su confianza desplegando esa enorme simpatía que desbordaba detrás de sus ojos de miope, aumentados por el vidrio grueso y amplio. El funcionario fue sacado de la Calle. Los sistemas de vigilancia se dieron cuenta de lo que buscaba el Pelado.

 

Nos correspondía un día a la semana para jugar futbol en la áspera cancha que estaba al final de la Calle Ocho. Rodeada por una reja, con una sola puerta en una esquina, cuando la pelota caía hacia afuera, el voluntario para recuperarla debía dar una enorme vuelta. Quien siempre corría de los primeros para recuperar el balón, era el pelado. De hecho, muchas veces él mismo lanzaba a propósito el balón, sólo para lograr ver qué había más allá.

 

Y muchas veces fue reconvenido por el gendarme del muro, quien le avisaba que la puerta estaba para el otro lado, mientras él, muy suelto de cuerpo, caminaba hacia la puerta de salida del penal.

 

Es que el Pelado Buchmann decidió fugarse desde el primer día de prisión. Y cada jornada de las que estuvo preso, la utilizó para explorar el mejor momento y modo. Por eso su traslado a Valparaíso fue una decisión que siempre agradeció. La topografía porteña y las lluvias que azotan el puerto, serían sus aliadas.

 

Hoy se ha ido dejando una estela de honor, valor y leyenda.

 

Qué injusto que nuestros héroes se mueran así. Sin el reconocimiento que merecen. Este país de mierda que el neoliberalismo ha creado en laboriosos veinticinco años, ha dejado que nuestros camaradas se vayan por la puerta trasera.

 

Y se ha dado maña para contar una historia en la que los verdaderos héroes, aparecen como extras indeseados en un tinglado de opereta, falso y deslavado.

 

Sergio Buschmann Silva fue de los mejores hijos de esta tierra y de esta historia. Brilló desde su sencillez y su valentía, desde su audacia legendaria y su inteligencia luminosa. Y por sobre todo, fue un hombre de un tiempo que exigió un valor excepcional para combatir mientras hubiera un aliento en el pecho, una idea brillando la mente y un amor latiendo en el corazón.

 

 

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