A más de 40 años del golpe de estado chileno, cuando la mayoría de los más directos implicados en las violaciones a los derechos humanos están en prisión o ya han fallecido, cuando los familiares más directos de las víctimas están agotados en su búsqueda de justicia, es todavía posible investigar aquel trágico momento y su escritura.
El golpe de estado y la posterior dictadura han dejado una gran cicatriz en la historia de Chile, grieta o corte en el tiempo que descansa sobre tragedias colectivas e individuales provocadas por las millares de violaciones a los derechos humanos. Múltiples eventos que hallan cohesión en una organización para el crimen político, el que desde su mismo origen ha requerido de manera paralela una maquinaria para ocultarlos y, cuando no ha sido posible, justificarlos. La dictadura no es capaz de mirar de frente y reconocer sus atrocidades. Los crímenes se tapan, se niegan, se hacen desaparecer. Y frente al tiempo, se omite, se borra, se manipula la memoria.
El general Augusto Lutz era en septiembre de 1973 el jefe del Servicio de Inteligencia Militar del Ejército de Chile y tuvo un papel destacado en la organización de la represión que siguió al golpe del 11 de aquel mes. Su nombre cobró cierta notoriedad en relación con el asesinato del periodista estadounidense Charles Horman durante aquellos mismos días a manos del ejército, relato que años más tarde difundiera por todo el mundo el cineasta Costa Gavras en la película Missing. En el filme, el director griego inculpa como presuntos responsables de la muerte de Horman a la CIA, a la embajada de Estados Unidos en Chile y a Lutz, que murió un año más tarde a causa de una úlcera estomacal mal tratada en el Hospital Militar de Santiago.
Sobre este núcleo se construye el ensayo Chile, la herencia de un testimonio (Pasado histórico y memoria narrativa: el caso del general Augusto Lutz), de Mario Boero Varas (Ediciones Arcos, Madrid, 2013), relato que penetra en la breve presencia del jefe de inteligencia de Pinochet durante los meses siguientes al golpe para extenderse y ampliar la mirada sobre aquellos días desde otros tiempos y espacios. La escritura que hace Boero sobre este episodio de la dictadura, no se limita a una tarea de documentalista, que por cierto sí realiza, sino contrasta los registros con las diversas versiones del evento que se han levantado con el paso de los años. Lutz, a diferencia de nombres como Pinochet, Arellano, Contreras o Krassnoff, permaneció, posiblemente por su temprana muerte, en una doble oscuridad: la que la misma dictadura usó para cubrir sus crímenes y la de la memoria. En ese breve espacio sobrecargado de crímenes, confusión y mentiras, a Lutz sólo se le atribuye responsabilidad en la muerte de Horman, que ya es suficiente.
El ensayo de Boero tiene un doble objetivo: contribuir a iluminar aquella doble oscuridad. Es un trabajo de documentalista, que investiga, reflota y contrasta los diferentes testimonios sobre la muerte del periodista norteamericano. Una narración que requiere ordenar y aclarar las penumbrosas versiones que se fueron construyendo sobre este crimen durante largas décadas. Boero ilumina ese espacio densificado de los primeros días de la dictadura, el que hoy aparece recreado por una falsa memoria.
Si el núcleo más duro del texto gira en torno al crimen de Horman y la cercanía de Lutz a su asesinato, el cuerpo y el espíritu de la narración es una reflexión sobre la memoria y su construcción. Sobre el recuerdo, lleno no solo de subjetividades sino expuesto a cambios y errores, se construyen también las versiones que finalmente serán los insumos de la historia. En el caso del general de ejército, la memoria había sido modelada por su propia hija, versión que busca poner a su padre como una víctima más de Pinochet. Un demócrata enfrentado a la dictadura, como los generales Prats y Bachelet.
Patricia Lutz, una de las hijas del general, publicó en 1999 la novela Años de viento sucio, relato cuyo protagonista es Harald Schultz, personaje que encarna la figura paterna como militar constitucionalista. Para Boero, sin embargo, este trabajo literario es un intento de idealización paterna que esconde el vedadero problema del caso Lutz. Por medio de la ficción la autora reivindica la figura de su padre pero evita, o ensombrece, la realidad del pasado.
Chile, la herencia de un testimonio desmonta aquella interpretación como higiene y transparencia ante la historia. De aquí, la necesidad de hacer esta doble tarea, que se apoya en la investigación documental de los hechos, pero con especial énfasis en levantar una a una las delgadas capas que han ido apretando el pasado y el transcurso de los años durante estas cuatro décadas. El pasado del general Lutz, y el de la tragedia chilena, ocultos bajo esa madeja de interpretaciones y versiones que han tejido la memoria. La tarea de Boero es como de un arqueólogo, que levanta con extremo cuidado esas delgadas capas esparcidas en entrevistas de prensa, textos, opiniones de los familiares del militar, láminas que ante el fondo de los hechos, ante el objeto de investigación, van perdiendo valor.
Esta es, por cierto, también la ardua labor que realizaron durante tantos años las asociaciones de familiares de víctimas de la dictadura en su búsqueda de justicia. Porque antes de llegar al momento del crimen, borrado por las omisiones y desapariciones, tuvieron que levantar una a una aquellas capas de mentiras adheridas durante la dictadura y no pocos años de la transición.
Esa manipulación de la memoria llegó a niveles de farsa cuando la justicia interrogó a los responsables de los crímenes. Durante uno de los interrogatorios que se le hicieron a Pinochet, el dictador, ya debilitado y próximo al fin de sus días, le respondió al ministro Víctor Montiglio, que llevaba el caso por la Operación Colombo: “No me acuerdo; no es cierto. Y si es cierto, no me acuerdo”.