Ahora que los necesitados ya comen, se visten con decencia, estudian y hasta viajan, les espera un nuevo dolor: la de la escasez de agua
Los pobres no tienen arreglo. Lo serán siempre de algo. Lo fueron de comida y de vestido y, sobre todo, de dignidad. Y ahora que ya comen, se visten con decencia, estudian y hasta viajan, les espera un nuevo dolor y una nueva pobreza: la de la escasez de agua. No falta mucho para que ese oro blanco acabe siendo el nuevo estatus, símbolo de los ricos, que podrán derrocharla hasta en los campos de golf, mientras los pobres la usarán y beberán a cuentagotas.
No estoy haciendo ficción. Basta leer los periódicos, que ya anuncian que las empresas que regulan el agua podrían ofrecer hasta un 40% de descuento a los que consuman poca. ¿Y quiénes van a ser esos? ¿Los ricos? No, como siempre los más desfavorecidos económicamente. Esos que ya hoy recorren tres o cuatro supermercados a la espera de encontrar promociones para comprar ¿qué? ¿caviar, langosta, filet mignon, queso parmesano, vino chileno, aceite extra virgen o salmón? No, carne molida, mortadela, asas de pollo, sardinas, verduras, sacos de arroz de cinco kilos, plátanos ya pasaditos o litronas de cerveza.
Ahora van a tener que economizar agua los mismos que hoy ahorran luz; los que enchufan el ventilador solo cuando el sudor les corre por el cuerpo, y la TV para ver la novela. Los que viven ya casi a oscuras dentro de casa.
Hoy mismo he visto anunciados una serie de artefactos para economizar agua en los retretes, en la ducha y en la cocina. Solo que cada aparatito cuesta el sueldo de un mes de un trabajador.
Se habla de privatizar el agua potable. Grandes empresas están a la caza. Y en ese caso, los pobres que se preparen porque la cuenta del agua dulce será para ellos cada mes más salada.
Y la ironía de la vida es que Brasil, y con él Latinoamérica, donde se habla ya de racionar la luz y el agua, algo que los pobres ya se racionan por necesidad, cuentan con la mayor parte del agua potable existente. Solo Brasil tiene el 14% de toda el agua dulce de la Tierra. Y el Acuífero Guaraní que abraza a Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay es la reserva subterránea de agua potable más grande de América Latina y la tercera mayor del Planeta. América del Sur cuenta con las dos cuencas hidrográficas más grandes: la del Amazonas y la de La Plata.
Brasil tiene el 53% del agua de toda América del Sur. ¿Por qué entonces faltaría agua a los brasileños? ¿Por qué de nuevo los pobres que salen de la miseria van a tener que volver a ser pobres, esta vez de agua?
Esa es la gran paradoja, o mejor, la gran injusticia o, si prefiere el lector, la gran vergüenza. Hoy, con toda esa agua corriendo por las venas de este país rico, el 25% de los ciudadanos aún no tiene acceso al agua potable. El 50% carece aún de servicio de cloacas y de ellos el 80% vierte el contenido en los ríos. Y según estudios oficiales, el 70% de los ríos de Brasil están contaminados. Y los contaminamos todos, no solo los pobres.
Un país de los más ricos en agua del Planeta podría tener que regatear el agua. Y si así fuera, esa escasez afectaría sobre todo a los que ya tuvieron siempre sed de todo, porque a ellos les llegan siempre los restos de lo que nos sobra a los acomodados.
Los periódicos llenan páginas y páginas discutiendo la pequeña política, la de los partidos, cada vez más numerosos, más despilfarradores y quizás más inútiles, mientras problemas como el del agua que ya hasta mi padre, maestro de escuela rural, me decía que un día “sería motivo de guerras”, solo merecen atención cuando aparece en el horizonte inmediato el fantasma del racionamiento.
Lo que hoy dicen todos los expertos es que en un futuro ni tan lejano, quizás ya mañana, “quién tendrá el agua tendrá el poder”, porque el agua no es infinita y cada vez será más escasa. Pero el poder nunca está en manos de los pobres. Y el agua, en el futuro inmediato será escasa y cada vez más cara para los que siempre fueron tropezando en la vida de pobreza en pobreza.
La verdadera reforma política, la verdadera política social, la verdadera democracia, debería empezar por ahí. Por evitar que se perpetúe esa maldición que acompaña a los desheredados, destinados a ser el chivo expiatorio de todas las escaseces. Para que puedan ser, en la riqueza y en la pobreza, en la salud o en la enfermedad, iguales, o casi, a lo demás, y no, como de costumbre, las víctimas predestinadas al matadero del dolor y de la escasez forzada. Ahora, hasta del agua.
* Juan Arias es un periodista, filólogo y escritor nacido en Arboleas, Almería (España) en 1932. Uno de sus libros, El Dios en quien no creo, publicado por primera vez luego del Concilio Vaticano II, tuvo muy amplia repercusión y continúa siendo editado ya transcurridas más de cuatro décadas
Artículo publicado en El País.es