¿Alguna vez la primavera árabe –si uno ha de creer en las pamplinas proclamadas en ese tiempo– pareció más desesperada, sangrienta y exasperante que en estos días? Me refiero a esa angustia en la que los árabes están tan inmersos que apenas si emitieron un quejido cuando el hombre al que la mayoría de ellos consideran criminal de guerra –Ariel Sharon– fue llorado por Occidente y sus pusilánimes periodistas como figura icónica, legendaria, audaz, un buldózer y un general orgullosamente sionista.
Aunque parezca increíble, hasta la presentadora de Al Jazeera en inglés ofreció sus sinceras condolencias a un amigo israelí de ese hombre terrible. Cuando los reporteros se referían al informe de la Comisión Kahan israelí, afirmaban de manera incorrecta que sólo atribuyó a Sharon una responsabilidad indirecta por la masacre hasta de mil 700 palestinos en Sabra y Chatila en 1982, perpetrada por la milicia libanesa afín a Israel. En realidad, el texto oficial sostiene que Sharon fue no sólo directa, sino personalmente responsable.
Pero, ¿por qué los árabes deberían preocuparse por la partida final de un hombre que, como gran parte del mundo árabe, pasó los últimos años de su existencia en estado de coma? Porque la atroz verdad –como al final se tiene que señalar– es que las revoluciones árabes han ocasionado asesinatos indecibles, un flujo sin precedente de refugiados y un desastre económico. Como expresó hace unas semanas en El Cairo un vendedor de periódicos con el que charlé: la revolución fue grandiosa; lo que siguió fue espantoso.
De hecho, en todo Medio Oriente millones de árabes, sospecho, creen ahora que el derrocamiento de sus dictadores fue una tragedia; que si la dictadura significaba una prisión política y física, la libertad trajo sólo baños de sangre, ilegalidad, inseguridad y un anhelo por el retorno de los viejos autócratas.
Un montón de árabes, digámoslo con franqueza, desean un regreso a los antiguos estados policiales que les eran familiares, con mucha corrupción y tortura para aliviar las primaveras, en vez de este mundo feliz que supuestamente Occidente quería que disfrutaran, y que merecían disfrutar por sí mismos.
Durante años, los iraquíes me han venido diciendo que preferían un Estado de seguridad a uno de anarquía. Mi chofer en Bagdad solía quejarse conmigo de que cuando conducía un autobús en el régimen de Saddam sabía qué decir y qué no, pero ahora no podía decir nada porque no conocía la opinión del pasajero que iba a su lado. Traté de darle argumentos en contra, diciéndole que si no abría la boca viviría en esclavitud perpetua. No lo convencí.
Este fin de semana, pregunté a ese valiente nihilista de tantos años, Walid Jumblatt, líder de la minúscula comunidad drusa libanesa y uno de los críticos más constantes de Bashar Assad, si estaba de acuerdo conmigo. Jumblatt condenó la disposición de algunas personas a tener estados policiacos como los de antes, pero, con su inclinación a no dejar pasar una oportunidad de trazar un paralelismo floral con las iniquidades de la región, se refirió a una primavera que dio una gran variedad de flores únicas como Isis, Jabhat al-Nusra y tantas otras especies exóticas.
Gracias al cambio climático, tenemos notables cactos nuevos, como Maliki y Sisi, más una nueva categoría de trufas exquisitas, de delicioso sabor, ahora catalogadas como Ghannushi y Mursi.
El desprecio de Jumblatt por todas esas tribus –los islamitas que combaten a Bashar en Siria; los seudodictadores Nuri Maliki y Abdul Fatá Sisi, de Irak y Egipto; los líderes islamitas electos Mohamed Mursi de Egipto y el tunecino Rashid Ghannushi– armonizaba con su mofa del presidente sirio, experto en botánica, obligado a proteger sus capullos singulares con algunos ingredientes necesarios, químicos caseros mezclados con fósforo.
Cuidadoso de las formas, Jumblatt remató con una coda restallante. “Le prometo, Robert, que mi próximo movimiento será poner una guirnalda de flores en la tumba de Lawrence [de Arabia], presentar mis respetos a la memoria de Peter O’Toole, y verter elogios para los señores Sykes y Picot” .
No necesito explicar esos personajes y ese cinismo para usted, oh lector. “En cuanto a lord Blair”, concluyó Jumblatt, bueno, supongo que estará muy feliz con su primavera árabe.
Es probable. Porque, mientras Israel da sepultura a su héroe sionista, los árabes que depusieron a sus líderes están combatiéndose unos a otros –con gran desmayo de sus antiguos partidarios estadunidenses, británicos o franceses– u orando por el retorno del hombre fuerte democrático que con tanto fervor buscaban individuos como Daniel Pipes y sus correligionarios neoconservadores en Estados Unidos. En Medio Oriente, los ejércitos van ganando, y los hombres pequeños, o bien se esconden, o –como en Siria y Egipto– son abatidos en las calles o, lo más vergonzoso de todo, demandan poner fin a las libertades que conquistaron.
¿Y todas esas célebres masas árabes, que buscaban dignidad y libertad? No creo que hayan huido. Las victorias de 2011 están allí para hostigar a los autócratas, viejos y nuevos. Pero los palestinos son olvidados. Y Jumblatt tiene razón: lord Balfour debe de estar feliz con la primavera árabe. Ahora tendrá tiempo de hablar de ella con Sharon. Si es que están en el mismo lugar.
Deshonra de Abe y de GB
El primer ministro japonés, Shinzo Abe, ha vuelto a enfurecer a los chinos marchando a la capilla memorial de los criminales de guerra japoneses. He estado allí: hasta contiene un viejo tren de vapor japonés que cruzó la frontera de Birmania.
Un primo mío –el infante de la Marina Real Jim Feather, hijo de Freda, la hermana de mi padre– murió en la construcción de ese monumento. Es una deshonra para Abe. Pero Arthur Stockwin, lector de The Independent, sacudido por mi reporte del intento de un corresponsal de guerra estadunidense por discernir la diferencia entre las razas japonesa y china, me mandó una extraordinaria cita de una publicación de Chatham House, World Today, de agosto de 1945. Deshonra no es la palabra apropiada.
Bajo la firma TL, y con el título El carácter japonés, señala que los japoneses son de origen racial mezclado, combinación de una raza caucasoide temprana del norte y el este de Asia, una cepa mongola y una malaya. Es la presencia de sangre malaya la que causa esa emotividad exuberante y desequilibrada tan característica de ese pueblo.
Por si no fuera suficiente, Chatham House informaba a sus lectores académicos que la preponderancia de los elementos malayo y mongol se evidencia en los dos tipos distintos que aún pueden observarse en Japón: el tipo aristocrático representativo del primero, la larga cara delgada, la nariz ligeramente aquilina y estrecha. En cuanto al campesino de cara redonda y nariz aplastada, anchas fosas nasales, pómulos altos, labios gruesos y dientes prominentes, es la reliquia japonesa del influjo mongol.
Me pregunto qué pensará Abe de esto. Pensándolo bien, tiene mucho del tono racista que los ingleses alguna vez emplearon con los irlandeses.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya