Cristina de Borbón está extrañada y dolida, dice uno de sus abogados, Jesús María Silva, tras conocer que el juez instructor del caso Noos, José Castro, la ha llamado a declarar para que se explaye y justifique la razón de su firma en facturas y documentos tipificados como fraude fiscal, delito penado con cárcel.
La Casa Real, el fiscal anticorrupción, la judicatura y el poder cortesano en el que habitan senadores, diputados, empresarios y gente de baja estopa y pelaje, han catalogado la decisión del juez de temeraria, falta de juicio, sorprendente y delirante. El periódico perteneciente al grupo Planeta, propiedad de José Manuel Lara Bosch y dirigido por el ex diputado popular Francisco Marhuenda, lleva a portada el siguiente titular: Juez castrista imputa a la infanta Cristina. Otros deciden amenazarlo, recordándole quién tiene el poder real en España. La mayoría de la prensa y los medios de comunicación han desatado una campaña contra el juez. El mensaje es claro: Recuerda lo que pasó a Baltasar Garzón; mejor no sigas por ese camino, o te verás fuera de la judicatura. Si ello no es suficiente, se busca destruir su reputación de magistrado ecuánime, respetado por sus pares y querido por el personal administrativo bajo su responsabilidad. Los argumentos son de hondo calado. Marhuenda lo tilda de mediocre, de vestir sin gusto y usar chaquetas horrendas; otros de pretencioso, arrogante, saltarse todos los marcos legales y prevaricar. Convertido en el enemigo público número uno del país. Joaquín Leguina, prohombre del PSOE, ex presidente de la Comunidad de Madrid, reconoce que no le hace falta leer ni uno de los 227 folios que contiene el auto de imputación del juez Castro, para tildarlo de fantochada. En otros términos: no lo leo porque me da la gana. Además, quien lo redactó es un mamarracho. Esta actitud es muy propia de la cultura intolerante española. Ante la falta de argumentos, aplicar la inquisición y la hoguera.
No corren buenos tiempos para el reino y la familia real. Doña Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad de Borbón y Grecia, conocida por los súbditos como la infanta Cristina, desde hace días es una persona de sangre roja, como el resto de los mortales. Seguramente, tal sensación le producirá un sarpullido extraño, creía tener sangre azul, motivo para sentirse intocable. Siempre mirando a la plebe en su palco real, y ahora es imputada por fraude fiscal y blanqueo de capitales. ¡No hay derecho, se pierden formas y respeto!
Ella, una mujer de la casa, sencilla pero noble, se ve forzada por los acontecimientos a vivir en un palacete a todo lujo en Ginebra, lejos del calor paterno y el afecto de los suyos. Ahora tendrá que volver de su exilio dorado para comparecer ante un juez que, le han dicho, usa colonias baratas y viste mal. Pero también sabe, y eso la consuela, que le aplicarán la doctrina Botín, en referencia al número uno del Banco Santander, consistente en no abrir juicio oral al imputado si éste proviene sólo de una acusación popular. En esta dirección trabajan la fiscalía y sus defensores para proteger a doña Cristina.
Pero aun así, Jesús María Silva, uno de sus letrados, decide salir al paso para proclamar que la hija menor del rey está siendo víctima de maltrato por el hecho de ser quien es, y que las facturas y documentos por los cuales está imputada, derivados de gastos de la empresa que comparte al 50 por ciento con su marido, Iñaki Urdangarin, El duque empalmado, las firmó en la confianza y amor entre ella y su fiel marido. ¿Cómo iba a saber que entre las facturas se encontraban los libros de autoayuda y Harry Potter que había comprado en la librería del barrio, la vajilla de porcelana de uso diario, los servicios de catering para el cumpleaños de Iñaki. El letrado es contundente: Cristina actuó por fe y amor a su marido y el legislador no puede pretender que se diga: mujeres, cuando vuestros maridos os den algo a firmar, primero llamad a un notario y tres abogados antes de firmar, o viceversa. Maridos: cuando vuestras esposas os presenten algo, desconfiad y esperad a firmar (…) matrimonio y confianza son absolutamente inescindibles.
¿Y su padre, Juan Carlos I, qué dice a todo esto? Tartamudea, trastabilla, caza elefantes, se dedica a las artes amatorias con sus meretrices y dedica su tiempo libre, que es mucho, a incrementar su fortuna en cientos de millones gracias a los chanchullos, comisiones y favores que los empresarios de España le han dispensado en 39 años de leal servicio a la patria. Sabedor de que nunca podrá ser imputado, su comportamiento ha carecido de escrúpulos y límites éticos. La Constitución de 1978, en su artículo 56, lo protege al señalar que su figura y conducta es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. En otros términos, el código penal no se le aplica. Por ello no abdicará. El rey es conciente de que al día siguiente de su abdicación podría ser imputado, ¿y quién quiere verlo sentado en el banquillo de los acusados como Pinochet?