Con la instalación y próxima puesta en marcha de una serie de centrales termoeléctricas a carbón, Chile pasará a cubrir la mayor parte de la demanda de electricidad, la que es impulsada mayoritariamente por la gran minería y la industria extractiva de recursos naturales, con combustibles fósiles y contaminantes.
Este cambio tecnológico ha sido determinado por un puñado de grandes generadoras exclusivamente bajo criterios de rentabilidad y de menores costos, decisiones corporativas que no pocas veces se han tomado por encima de la institucionalidad. La discusión ambiental y el uso de tecnologías de energías no convencionales renovables han quedado relegados por el establishment corporativo-político a la categoría de anécdota.
Un informe publicado el 2010 por Comisión Nacional de Energía (CNE)[1] traza las proyecciones en el consumo de electricidad en Chile para los próximos decenios. Hacia el 2020 la demanda se duplicará, triplicándose para el 2030. Un proceso que ya ha estado presente en la economía nacional. Durante los últimos 20 años la demanda eléctrica ha crecido a una tasa anual promedio del 6,7 por ciento, la que ha estado cubierta básicamente por fuentes de energía tradicionales, que son combustibles fósiles y centrales hidroeléctricas.
Esta matriz energética apoyada en los combustibles fósiles y en la disposición hídrica la hace muy vulnerable, tanto a los factores climáticos como a los políticos y económicos, como ha sido la experiencia con el gas natural importado desde Argentina. Una mezcla de variables que sumada a las decisiones de inversión de las generadoras ha redundado en un encarecimiento de la energía eléctrica. Actualmente, con las convulsiones políticas en Oriente Medio y las consecuencias del cambio climático sobre las lluvias hacen prever que los precios de la energía se mantendrán en una persistente alza. De extenderse la turbulencia en Oriente Medio proyecciones de un precio del barril de crudo entre 150 y 200 dólares puede llegar a formar parte de una cercana realidad.
La generación de energía está estrechamente vinculada a un asunto de costos y precios. La falta de gas natural fue reemplazada durante la década pasada por petróleo, combustible que hoy deriva, por una política de menores costos, al uso de carbón. Así fue como durante los años más críticos de la década pasada, que obligaron al uso de petróleo, los costos de los precios nudo que fija la CNE se elevaron significativamente, lo que redundó en una inclusión progresiva de unidades de generación a carbón. A partir de entonces, la proyección de costos que hace la CNE expresa cierta tendencia a la baja, con un costo de generación más discreto hacia el 2018.
Pero esta proyección presenta matices. Aun cuando los costos de generación de carbón sean menores que en el caso del petróleo, no es improbable que los precios internacionales del carbón, como de otros tantos recursos naturales, sigan al alza. En un mercado abierto, los precios de los productos con altos grados de sustitución tienen tendencias de precio similares. Al observar la evolución de los precios de este mineral durante los últimos años, éstos han pasado desde unos 25 dólares la tonelada el 2000 a más de 60 el 2007 para superar los 120 dólares el 2010[2]. Hacia finales de febrero, tras las convulsiones en Oriente Medio y el Magreb con efectos en el mercado petrolero, el precio del carbón subió un trece por ciento en sólo una semana.
El evidente incremento que sufrió el precio del carbón junto al alza petrolera del 2008 han influido en el costo de la energía eléctrica: del mismo modo que el petróleo, la disponibilidad hídrica y el gas natural, el carbón tampoco es una real diversificación de la matriz energética. El carbón, aun cuando puede ser una alternativa en el corto plazo, es altamente fluctuante respecto a los precios de los otros combustibles. Hoy, tras la crisis de la energía nuclear, no es improbable que aumente en el mundo la demanda por este tipo de mineral con efectos en sus precios.
Durante los últimos años y tras las diversas crisis energéticas derivadas de todos aquellos factores, los gobiernos impulsaron la diversificación de la matriz energética. A partir del 2008, una ley obligó a las generadoras a inyectar en el sistema eléctrico un cinco por ciento de energía obtenida de fuentes renovables no convencionales (eólica, principalmente) y a incrementar tal proporción a una tasa del 0,5 por ciento anual para llegar al 2014 a un diez por ciento.
Electricidad para la gran minería
Pero la fuerte demanda de energía derivada de proyectos mineros e industriales ha cambiado esta ruta. La necesidad futura de energía eléctrica de las mineras y otras grandes industrias, ha abierto un proceso vertiginoso de nuevas inversiones, todas ellas sobre energías tradicionales. Si a la demanda se le añade otro factor, por el lado de la oferta, que es la búsqueda de la mayor rentabilidad por parte de las generadoras sobre la base de los menores costos, lo que tenemos es una matriz no sólo tradicional, sino también más contaminante. A falta de gas natural, las empresas han decidido invertir en grandes centrales termoeléctricas de carbón. Sólo el proyecto Castilla, que se construirá en la III Región con una inversión de 4.400 millones de dólares, prevé generar 2.300 MW. Junto a esta megacentral, hay una serie de otros proyectos aprobados, los que suman en conjunto unos cinco mil MW.
Pese a ello, el discurso oficial y empresarial es de crisis energética. La persistente e inquietante campaña de Hidroaysén nos dice que sin este proyecto el país dejaría de funcionar. Pero ¿quiénes son los que demandan la energía? Si se atiende a la actual estructura de consumo eléctrico, en el Sistema Interconectado Central (SIC) el 60 por ciento del consumo lo absorbe la minería y la gran industria extractiva, en tanto en el Sistema Interconectado del Norte Grande (SING) este sector consume casi el 90 por ciento de la energía. En el SIC el 20 por ciento corresponde a consumo residencial, y en el SING apenas un cuatro por ciento.
De acuerdo a esta información oficial de la CNE, las grandes necesidades energéticas no serían otras que la de la gran industria y, principalmente, la gran minería. Un consumo a gran escala que tiene su referente inmediato en generadores a una misma escala. Así tenemos a la gran minería, un sector compuesto por poco más de 15 compañías nacionales e internacionales que tuvo utilidades por más de diez mil millones de dólares el año pasado, el que tiene como proveedor energético a sólo tres grandes corporaciones, con ganancias por más de 1.500 millones de dólares durante el ejercicio pasado.
La estructura del sector está controlada por un puñado de grandes empresas. Endesa España tiene el 47 por ciento del mercado del SIC, seguida por Colbún, con el 21 por ciento, AES Gener, con el 15 por ciento y Guacolda, con el seis por ciento. Esta estructura convierte a la generación de electricidad en Chile en el mercado más concentrado de Latinoamérica, según un estudio elaborado por la CEPAL.
El pánico generado por la crisis energética ha permitido a los actores interesados empujar sus proyectos y atropellar los intereses de la sociedad civil. Porque no son pocos los proyectos cuya aprobación se ha realizado no sólo de manera opaca, sino con evidentes irregularidades que se han saltado la normativa vigente. El caso del proyecto termoeléctrico Campiche, emplazado de forma ilegal en una zona verde de Puchuncavi, consiguió su aprobación tras una intensa campaña de lobbying empujada por la empresa estadounidense AES desde la embajada de su país por los pasillos de La Moneda. Un sorpresivo decreto cambió arbitrariamente el uso del suelo, operación que fue divulgada con detalles por Wikileaks en marzo pasado. El caso fue repudiado por las organizaciones de la sociedad civil, las que enviaron una carta al director de la OCDE, el mexicano Angel Gurria, para que reevalúe, por evidentes faltas a la probidad, la membresía del Estado chileno en esta institución.
Aproximadamente el 40 por ciento de la electricidad mundial es producida por unidades a carbón, seguida de un 17 por ciento de origen nuclear, un 16 por ciento hídrico, un siete por ciento petróleo. El resto, se fragmenta en diversas otras fuentes, con una mínima participación de las energías no convencionales no contaminantes.
La nueva era del carbón
El carbón es todavía la fuente más barata. Pero también la más contaminante. Cada tonelada de carbón quemado libera enormes cantidades de dióxido de carbono a la atmósfera, lo que contribuye de manera ya evidente al proceso de calentamiento global. Pero también genera otros residuos, como óxido de nitrógeno y azufre, que causan lluvia ácida, más la contaminación por metales pesados. A los perjudiciales efectos de la quema de carbón se le suma también su extracción, manipulación y trasporte, proceso sucio que libera partículas y acaba con el entorno, como ocurrirá con el proyecto minero de Isla Riesco, en la Patagonia.
En muy pocos años, Chile ha tenido un enorme retroceso en los niveles de suciedad de la matriz. Actualmente, influido por la sequía, aproximadamente un 50 por ciento de la generación eléctrica del SIC es por fuentes fósiles, proporción que en tiempos normales es de un 42 por ciento. Y si se observa el SING, allí alrededor del 90 por ciento de la energía la producen fuentes fósiles. Una estructura de generación que es altamente probable que llegue a un 60 por ciento, con un impacto muy negativo sobre el medio ambiente y sobre la salud de la población.
El discurso levantado hace unos años para una diversificación de la matriz energética ha quedado en nada. Es un doble discurso. Si por un lado el país y sus autoridades admiten que hay que avanzar hacia otras formas de energía que liberen al país de una mayor contaminación y de la fluctuación y alza de los precios de los combustibles, por otra parte el actual y el anterior gobierno aprueban centrales a carbón. Porque pese a toda la propaganda de Hidroaysén sobre la limpieza de la energía hidroeléctrica –el uso de un bien cada vez más escaso como el agua es otro problema- la futura puesta en marcha de las centrales termoeléctricas Castilla (2.300 MW), Bocamina (128 MW ampliable a 350 MW) y las otras de Coronel (700 MW) tenderán a convertir la matriz energética chilena en una cada vez más contaminante y dependiente a los precios externos.
Las presiones del sector minero y de las grandes corporaciones han tenido su expresión en un conjunto de proyectos desarrollados por las grandes compañías generadores sobre la base de la mayor rentabilidad. Tras el pánico de una inminente crisis energética generado por el establishment corporativo y gubernamental ha habido otras señales sobre el curso que siguen estas inversiones. No sólo una fuerte tendencia a la instalación de termoeléctricas, sino también cambios en la institucionalidad, como la designación del ministro de Minería, Laurence Golborne, como biministro de Energía y Minería, lo que es una expresión, bajo un mismo techo, de la íntima relación entre la gran demanda y la oferta de energía. La diversificación puesta en marcha en los gobiernos pasados, como fue la separación de la administración de la energía del Ministerio de Minería y la creación de una agencia de eficiencia energética y un centro de energías renovables, ha vuelto a fojas cero.
Ausencia de una clara y sólida política ambiental
A la vista de estas señales, lo que se observa como futuro energético es una serie de inversiones rentables para el sector privado. Tenemos una CNE que se limita, además de fijar los precios nudos, a ordenar las entradas de los nuevos proyectos de las grandes generadoras, los cuales, según nos dice la experiencia, no tienen un contrapeso en los organismos evaluadores del Estado. Quien finalmente decide las políticas energéticas del país es el sector privado sobre sus propios criterios de rentabilidad. Desde esa perspectiva, Chile carece de una política energética independiente y, ante el impacto negativo sobre los ecosistemas de las termoeléctricas, de una política medioambiental sólida.
Un informe de la Comisión Investigadora de la Cámara de Diputados concluyó recientemente que “no existe una política del medio ambiente que permita aunar planteamientos y consensuar una visión global de la materia”, documento que también cuestiona la capacidad técnica de las Coremas, por lo cual el país requeriría de organismos más competentes en materia ambiental. La Comisión enfatiza que “resulta del todo indispensable crear un órgano que genere las condiciones necesarias para armonizar criterios de aplicación del marco regulatorio medio ambiental en las respectivas Coremas, actual Comisión de Evaluación, a la vez que fiscalice el correcto cumplimiento de la ley por parte de los distintos actores del sistema”. Pero también agrega, en una clara relación al decreto ley que cambió el uso del suelo para permitir la operación de la termoeléctrica Campiche de AES Gener, que “es impostergable transparentar los procesos de cambios en los planos reguladores, de lo contrario persistirán las suspicacias respecto de modificaciones a los usos del suelo, que aparentemente se harían para favorecer determinados intereses particulares.
Igualmente, la instancia investigadora estima conveniente “avanzar a la brevedad en una planificación del territorio nacional que consigne la zonificación para el establecimiento de actividades necesarias para el desarrollo del país que puedan ser “molestas o contaminantes”, a la vez de “corregir, precisar y, en definitiva, aplicar correctamente las normas que determinan los proyectos que pueden ingresar al Servicio de Evaluación de Impacto Ambiental por vía de Declaración o de Estudio de Impacto Ambiental.
Los cambios en la institucionalidad son para la ex candidata presidencial y directora de Chile Sustentable, Sara Larraín, un grave precedente para el futuro energético y ambiental chileno. “Lo que ocurrió en la política energética en Chile es un golpe de Estado de los mineros para apropiarse de la política energética. Eso significó la aprobación de Isla Riesco, donde están los mineros metidos directamente, la aprobación de Castilla y ahora viene la aprobación de Hidroaysén. Poner a Sergio del Campo, gerente general de Guacolda (empresa de AES Gener y Copec), en la subsecretaría de Energía es simplemente un golpe de Estado”.
La matriz energética chilena, hemos visto, es altamente concentrada, tiene características de monopolio, se guía por la máxima rentabilidad, es cada vez más fósil, sucia y muy poco diversificada. Como ninguno de los tres grandes actores desea que ingresen competidores a su feudo, y como ninguno de los tres es especialista en Energías Renovables No Convencionales (ERNC), el discurso dominante sobre la energía en Chile es el levantado por ellos mismos: sin las grandes inversiones en mega hidroeléctricas y en centrales a carbón, el país se paralizaría, en tanto las energías no convencionales son ineficientes y caras.
Ante este discurso, un estudio elaborado por las universidades de Chile y Federico Santa María [3] sobre el potencial de las ERNC estima que sobre la base de las tecnologías actualmente disponibles éstas podrían generar un 47,5 por ciento de los requerimientos energéticos al año 2025. En términos del potencial económicamente factible de estas tecnologías, el estudio traza tres escenarios: uno conservador, en el cual las ERNC generarían el 14,7 por ciento de la demanda energética; uno dinámico, con el 19 por ciento, y un tercero con el 25 por ciento.
La tendencia de precios crecientes en los combustibles energéticos convencionales, los efectos del cambio climático sobre la disponibilidad hídrica sumado a la disminución de costos de inversión de las ERNC, debería traducirse, según este informe, en un incremento “significativamente mayor del aporte de las ERNC al SIC, aprovechando al menos el potencial técnicamente factible que podría abastecer casi el 50 por ciento de la demanda hacia el 2025”.
Pese a estos estudios, y a los demostrados efectos sobre el medioambiente y la salud de la población, el establishment corporativo ha rechazado la incorporación de las ERNC, a la vez que levanta un discurso apoyado en la necesidad de cada vez mayor demanda energética. Pero se trata también de una narración de dos caras: el crecimiento económico que ya no logra ocultar la desigualdad en la distribución de la riqueza como tampoco sus graves efectos sociales y sobre los ecosistemas. El problema, bajo la mirada de organizaciones ambientalistas, está en la misma base de un pensamiento económico, hoy compartido por todas las elites que forman el establishment corporativo y político.
Eduardo Giesen, del colectivo ambiental Viento Sur, explica que el modelo neoliberal concibe el territorio como una plataforma física para realizar inversiones privadas. “Un territorio desvinculado de su historia y su cultura, y en la medida que no sea negocio en sí mismo, carece también de biodiversidad. Esto es lo que ha definido el caso de la energía, además de estar enlazado a través de un diseño establecido corporativamente con soluciones económicas (centro de despacho de cargas) y técnicas (interconexión) que les permite operar de acuerdo a un criterio de eficiencia económica, que no es ni público ni ambiental”.
“Creo que se requiere un cambio de rumbo político del país, lo que es imposible con gobiernos de corte neoliberal. Pero eso no impide que yo diga lo que tengo que decir y buscar apoyos, no sólo en el mundo político, sino social, para impulsar un paradigma distinto. Un paradigma que no es sólo filosófico-ideológico, sino que también tiene soluciones políticas y técnicas. Lo que planteamos es básicamente que el desarrollo energético futuro del país se dé bajo el esquema de la generación distribuida, que plantea, sobre bases tecnológicas modernas, volver en algún sentido al origen del desarrollo energético, donde la energía se genere próxima al consumo”. Hidroaysén, que prevé construir la línea de transmisión más larga del mundo, se basa en una concepción totalmente opuesta al planteamiento de Giesen.
Artículo publicado en le Monde Diplomatique, edición chilena