Siempre tuve debilidad por Mijail Timofeyévich Kalashnikov, quien murió poco antes de Navidad. Cuando lo conocí, sus ojos siberianos tenían la mirada alerta de un lobo; era desenvuelto, duro, desvergonzado. Tenía que serlo, supongo.
Quien había dado su nombre al rifle más famoso del mundo –que yo había visto en Líbano, Siria, Irak, Egipto, Palestina, Libia, Argelia, Armenia, Azerbaiyán Bosnia, Serbia, Yemen– debía tener una respuesta a la pregunta obvia: ¿cómo podía Kalashnikov justificar toda la sangre que seres humanos derramaban por cortesía de su diabólica invención?
“Verá usted –dijo–, todos esos sentimientos proceden de que uno de los bandos quiere liberarse por medio de las armas. Pero en mi opinión, el bien es el que prevalece; así será después de que yo haya muerto. Y vendrá el tiempo en que mis armas ya no se utilizarán ni serán necesarias.”
Ahora ese hombre –una figura pequeña y cuadrada que hace 12 años, cuando lo conocí, tenía cabello gris bien peinado y unos cuantos dientes de oro– ha partido de veras hacia el cielo de los armeros, luego de pasar algunos de sus últimos días en la fábrica de armas que aún dirigía a la increíble edad de 94 años, en la ciudad de Izhevsk, en el centro de Rusia. Y justo al día siguiente, los rebeldes de la República Centroafricana aparecieron en nuestras pantallas de televisión blandiendo sus rifles automáticos Kalashnikov AK-47: AK por Automat Kalashnikova, 47 por 1947, fecha en que fue fabricado por primera vez.
La historia de Kalashnikov es bien conocida. Herido en la batalla de Bryansk, en 1941, yacía en una cama del hospital, ponderando la pregunta de un compañero paciente. “Un soldado en la cama de junto preguntó: ‘¿Por qué nuestros soldados sólo tienen un rifle por cada dos o tres, cuando los alemanes tienen armas automáticas?’ Y entonces diseñé uno. Yo era un soldado y creé una ametralladora para soldados.”
Mijail Kalashnikov estaba bien consciente del estatus místico de su arma. “Cuando conocí al ministro de Defensa de Mozambique –me contó–, me mostró la bandera de su país, que lleva la imagen de una subametralladora Kalashnikov. Y me dijo que cuando los soldados de liberación volvían a sus aldeas, bautizaban a sus hijos como ‘Kalash’. Me parece que es un honor, no sólo un éxito militar. Es un éxito en la vida que haya personas bautizadas en mi honor, en honor de Mijail Kalashnikov.”
No le mencioné que el Hezbolá libanés también había incorporado su maldita arma en su estandarte; el rifle forma la ele de Alá en la escritura árabe de la bandera amarilla y verde.
Sin embargo, es obvio que Kalashnikov había pensado mucho en su papel en el mundo –y en la muerte– y que deseaba, creo, alguna absolución. “No es mi culpa que el Kalashnikov se haya vuelto muy conocido en el mundo y usado en muchos lugares donde hay conflicto. Creo que la culpa es de las políticas de esos países, no de los diseñadores de armas. El hombre nació para proteger a su familia, sus hijos, su mujer. Pero quiero que sepa usted que, aparte de armamentos, he escrito tres libros en los que trato de educar a nuestros jóvenes para que muestren respeto a su familia, a los ancianos, a la historia…”
El viejo soldado sacó una edición en inglés de su libro –From a Stranger’s Doorstep to the Kremlin Gates, una amena lectura, llena de patriotismo y abnegación– y me la dedicó con lápiz azul.
Kalashnikov, que aún llevaba sus dos medallas de Héroe del Trabajo Socialista, me contó una historia extraña. Un mayor del ejército saudita le preguntó si alguna vez se le había ocurrido cambiar de religión. Según las normas cristianas, usted es un gran pecador, le dijo el saudita. Es responsable de la muerte de miles, incluso decenas de miles en todo el globo. Desde hace mucho le tienen preparado un lugar en el infierno.
En realidad Kalashnikov era un musulmán, insistió el mayor. Cuando su tiempo en la Tierra llegara a su fin, Alá lo recibiría como héroe porque la misericordia de Alá es infinita.
Y entonces, ¿está Kalashnikov en el cielo o el infierno? Por supuesto, en aquella ocasión le pregunté qué diría Dios en verdad de él cuando muriera. “Nos educaron en tal forma que probablemente soy ateo –respondió. Pero algo existe…”
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya