Noviembre 28, 2024

TELESCOPIO: Memorias del post-golpe

El aniversario de los 40 años del golpe de estado este pasado 11 de septiembre poco a poco va siendo de alguna manera historia: como ningún aniversario anterior éste ha tenido un impacto inusitado y forzó a sectores de derecha a hacer una reflexión sobre lo acaecido y en algunos casos, incluso a pedir perdón. Por cierto el punto culminante de todo este proceso ha sido el inesperado cierre del Penal Cordillera en Peñalolén, que albergaba de un modo muy “regaloneado” a notorios violadores de derechos humanos durante la dictadura.

Todo eso está muy bien, pero es asimismo importante recordar que aun cuando el día 11 fue el momento crucial y de quiebre, la tragedia en términos de la represión y la matanza de opositores al naciente régimen militar se desencadenaría en los días siguientes al golpe militar (y por cierto sus secuelas—en términos del daño causado—se prolongarían semanas, meses y años, hasta hoy incluso).

 

Los tiempos que siguieron al golpe de estado, al menos en su período más inmediato, tuvieron por cierto su dosis trágica, pero también estuvieron presentes lo heroico del trabajo clandestino de muchos, al lado de lo absurdo y hasta lo grotesco que sobrevendría como resultado del accionar de aquellos que se tomaron el gobierno por asalto. En medio de la tragedia no faltarían tampoco los aspectos anecdóticos de la situación creada en el país, todo ello en un torbellino de emociones encontradas que nos afectaban a todos los que vivimos la experiencia.

 

El golpe de estado y el rigor con que las nuevas autoridades aplicaron la represión tuvo un carácter inédito en la historia del país. Naturalmente había habido instancias anteriores en que se desatara la represión contra trabajadores, estudiantes y campesinos, en especial los comunistas de mayor edad en ese entonces podían recordar la experiencia sufrida por ellos bajo la llamada Ley Maldita. Sin embargo nada de ello podía compararse a la manera como se desató la furia represiva en 1973.

 

En el seno de la izquierda entonces, tampoco se tenía muy claro el carácter de lo que se avecinaba. Peor aun, cuando ya se advertían los rasgos que la oposición al gobierno de Allende asumía, a lo que se sumaba el rol represivo que las fuerzas armadas ya habían tomado una vez que se dictara la Ley de Control de Armas según la cual se les asignaban atribuciones policiales casi sin restricciones y al margen del control civil, muchos ya nos sentíamos inquietos. El término “fascismo” se empezó a utilizar con mayor frecuencia para catalogar tanto a los movimientos y acciones que entonces ya estaban lanzados en una ofensiva violenta contra el gobierno de Allende, como se haría más tarde, una vez que la dictadura estuvo instalada, para caracterizarla a ella misma.

 

Curiosamente algunos se enredarían entonces en una discusión muy parecida a la de aquella fábula en que los conejos se enfrascaban en dilucidar si los perros que los perseguían eran galgos o podencos. ¿Era esto fascismo o simplemente otra cosa: restauración capitalista, restauración de los monopolios, etc.? Para ser fascismo debería haber un partido fascista con una tal ideología, decían algunos pensando en la versión clásica del fascismo de los años 20 y 30 en Italia y Alemania. Otros añadían algo más absurdo: debería ser anti-semita o al menos racista en alguna forma. Bueno, la verdad es que posiblemente se perdió mucho tiempo en un debate por demás inútil y que al final no tenía una respuesta definida. En efecto, en Chile entonces no había propiamente un partido fascista (a no ser que uno contara al grupo Patria y Libertad, pero tal entidad estaba lejos de tener el carácter de masas que tuvieron las formaciones fascistas clásicas). En cuanto al componente racista o anti-semita esa fue una característica que pudiéramos llamar accesoria, pero no esencial del fascismo, que tuvo su manifestación más obvia en el nazismo alemán por cierto, pero el anti-semitismo o el racismo no son de la esencia del fascismo, no lo definen. Al final, como digo esa es una discusión que no podía tener una respuesta universalmente aceptada, todo dependía de cómo uno definiera fascismo. En el caso chileno (como también en otros casos de América Latina) el apelativo de fascista le fue conferido a la dictadura más que nada por el carácter extremadamente represivo que tuvo, por establecer un estado policial. Otros aspectos más de fondo vinieron con la dictadura también, principalmente la restauración del poder de los grandes monopolios y empresas. Así como su extremado nacionalismo. De todos modos, tanto el debate cuando las fuerzas que impondrían el fascismo estaban aun en oposición, como una vez que se hacen del poder, demostró ser sin mayor utilidad. Además, paradojalmente, a pesar de todo lo que se hablaba del “peligro fascista” lo cierto es que hubo en todos los sectores una gran ignorancia respecto del carácter del régimen que el golpe de estado instalaría ese 11 de septiembre.

 

De alguna manera todos tuvimos alguna cuota de responsabilidad en no entender la naturaleza de las fuerzas que se desatarían una vez que los militares intervinieran. Por de pronto la diferencia de poderío entre un pueblo desarmado y un ejército disciplinadamente tomando control del país era imposible de superar, no importa cuán valientes y heroicos fuesen quienes intentasen una resistencia en términos militares.

 

En seguida la ignorancia respecto del régimen que se instalaba hizo que la gente no se cuidara lo suficiente. La seguridad personal estaba en riesgo a cada momento, destruidas las redes básicas de las organizaciones partidarias no era mucho lo que uno podía esperar de ellas. La infraestructura para mantener a dirigentes en la clandestinidad era muy frágil y por mucho que hubiera la voluntad y el coraje, al fin y al cabo uno tenía que dormir en algún sitio, no había casas de seguridad ni siquiera para los principales dirigentes, mucho menos podía haber resguardo para cuadros medios o simples militantes (recuerdo un encuentro con un compañero socialista hoy detenido desaparecido, Víctor Zerega, en la parada del antiguo trole 10 en Plaza Zañartu en la cual se trataba de lograr que una compañera del sector encontrara casa para un dirigente importante cuyo nombre en ese momento se guardaba en reserva, pero que ahora sospecho que probablemente era el propio Carlos Altamirano). En mi caso, simple cuadro medio con alguna exposición pública por los artículos que escribía en el diario Última Hora, aunque creo que también fue el caso de muchos otros, las “casas de seguridad” fueron provistas por miembros de nuestras propias familias que no tenían figuración política o que incluso podían haber sido opositores a la UP. (“Dado el cierre del pensionado universitario, he tenido que darle alojamiento a mi sobrino de provincia…” era la explicación que las tías que en esos días me recibieron daban a sus vecinos. Lo del cierre de residencias universitarias, más bien dicho allanamientos, era enteramente cierto. Si era necesario, y para asegurar a aquellos más curiosos, agregaban: “Mi sobrino no se metía en nada…”)

 

En medio de la tragedia y el justificado temor impuesto sobre la población había ese derroche de patrioterismo barato de la Junta, el deseo de imponer un “nuevo Chile” recurriendo a mecanismos y órdenes muchas veces rayanas en lo estúpido, una de esas órdenes—que no sé si se dio oficialmente o fue simplemente producto del entusiasmo “moralizador” de algunos militares—fue el de cambiar drásticamente la apariencia física, especialmente de los varones: no más pelo largo, ni barbas, y por cierto la vestimenta pasaba a ser mucho más formal. Con cierta ironía recuerdo que nunca los militantes y simpatizantes de la izquierda habíamos lucido tan elegantes como en los días y semanas inmediatas al golpe… Todos desempolvábamos nuestras corbatas que yacían en algún closet. No dejaba de ser una nota curiosa en medio de todo ese clima de terror.

 

La cultura fue otra de las bajas sufridas esos días: por cierto el hecho más brutal y significativo fue el asesinato de Víctor Jara en el Estadio Chile, una suerte de equivalente al asesinato de Federico García Lorca por parte de los fascistas españoles al inicio de la Guerra Civil. Si se llega a comprobar que Pablo Neruda, muerto esos días, hubiera sido también asesinado, entonces ya el cuadro de odio contra la cultura y el arte por parte de la dictadura no tendría parangón. Por cierto toda la música entonces llamada de protesta fue prohibida, así también el cine y el teatro que contuvieran nociones que la dictadura considerara “subversivas”.

 

¿Qué se hizo a cambio? ¿Hubo intelectuales de la dictadura militar? Probablemente este es un tema no suficientemente investigado aun. Mientras se perseguía a Ángel Parra y al Temucano, se llamaba a que los integrantes de Quilapayún e Inti Illimani se entregaran a las nuevas autoridades (afortunadamente ambos grupos se hallaban en gira fuera de Chile en ese momento) y se desmantelaban iniciativas como había sido la editorial Quimantú, hubo algunos personajes que se prestaron para darle un barniz de cultura al régimen que se instalaba a sangre y fuego: Los Huasos Quincheros—que si uno no es sectario tiene que admitir que en su estilo de música tradicional chilena constituían un grupo de buena calidad artística—prestaron y jugaron su imagen en apoyo a la dictadura. Que yo sepa ninguno de sus integrantes hizo alguna gestión por sus colegas folkloristas perseguidos y apresados. El general retirado Diego Barros Ortíz, autor del emblemático tema “Bajando pa’Puerto Aysén” aceptó el rol de dirigir a Quimantú que fue rebautizada como Editorial Gabriela Mistral (posiblemente para tratar de compensar que el nombre de la poetisa lo habían borrado del edificio que pasó a llamarse Diego Portales y que devino sede de la Junta Militar, a poco andar la editorial fue simplemente privatizada). Enrique Campos Menéndez, emparentado a los Braun-Menéndez, los mismos que pagaban a cazadores para que exterminaran a los indígenas australes, es consagrado Premio Nacional de Literatura. Quizás la figura de la intelectualidad de la dictadura de esos días más olvidada en el presente, sea la de César Enrique Rossel. Los que tengan cierta edad recordarán que se trataba de un hombre de radio (de la época de oro de ese medio, cuando casi todas emisoras tenían un auditorio desde donde se transmitían programas en vivo) y de teatro revisteril (también un género hoy fenecido). Al poco tiempo de instalada la dictadura y cuando el toque de queda estaba por matar al género del teatro frívolo, Rossel puso en escena en el viejo teatro San Diego un espectáculo que llamó “El último upeliento”. La trama era muy simple como es en ese género: un simple ciudadano (Romilio Romo hizo el papel) al que habían tratado de convencer por diversos medios a que adhiriera a la UP. El pobre ciudadano finalmente cede y decide firmar su adhesión, el 10 de septiembre en la noche… Por cierto hacer burla de la opción política que había sido violentamente removida del gobierno, sin contar el sufrimiento al que se sometía a sus partidarios, podría ser considerada de muy mal gusto, pero de algún modo retrataba la actitud triunfalista de la dictadura y sus seguidores. Rossel se había hecho famoso en los años 50 con el programa radial “Residencial la Pichanga”, durante la campaña electoral de 1958 había producido una variante que llamó “Residencial la Política” programa que revivió en los años de la UP como parte de la campaña propagandística opositora con un humor muchas veces chabacano, al estilo del que hacía la revista SEPA también opositora, y en cuya emisión uno de los personajes que aparecía mejor parado era el pensionista que representaba a Patria y Libertad. Eso da una idea del tipo de programa y el carácter que tenía la obra revisteril que menciono. ¿Qué si la ví? Claro que sí, y—cosas que ocurren—al salir en el intermedio me encontré en el foyer del teatro casualmente con tres otros conocidos, todos ellos de izquierda… ¿Masoquismo? No, simplemente creo que la expresión de nuestra leve sonrisa al ver y comparar lo que esa gente podía decir en materia artística o cultural y lo que la entonces vencida UP había ofrecido en sus mil días: un mundo de diferencia por cierto.

 

Así fueron esos días y semanas del post-golpe, entre el riesgo, la incertidumbre y el terror que nos acompañaba donde quiera que fuéramos, mientras al mismo tiempo se desplegaba la vulgaridad grotesca de los que se habían encaramado en el mando del país.

 

 

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