Mírese como se mire, creo que es obvio que estamos en un proceso de transición, habiéndose agotado la etapa anterior que se inició en el periodo 1975-1978 (cuando España pasó de ser un sistema dictatorial a otro que se definió como democrático). El enorme dominio que las fuerzas profundamente conservadoras tuvieron sobre el Estado español en aquella primera Transición condicionó aquel proceso (erróneamente definido como modélico). En realidad, el desequilibrio de fuerzas que había durante aquel periodo entre las derechas, herederas del régimen dictatorial, que controlaban todos los aparatos del Estado y la mayoría de los medios de información, por un lado, y las izquierdas, que habían liderado las fuerzas democráticas en la resistencia contra la dictadura y que acababan de salir de la clandestinidad, por el otro, no podía ser mayor. Las primeras tenían pleno control del poder institucional, mientras que las fuerzas democráticas tenían poca (en realidad, ninguna) influencia institucional. Hablar, pues, del resultado de aquella Transición como consecuencia de un proceso consensuado entre iguales es una excesiva frivolidad. Y la democracia que resultó de aquel proceso así lo muestra. La democracia española es de escasísima calidad, poco representativa, en la que democracia se interpreta como el hecho de votar cada cuatro años, en un proceso electoral poco representativo y con leyes electorales sesgadas que discriminan primordialmente a las izquierdas, y muy en particular a las izquierdas con mayor vocación transformadora (habiendo sido esta discriminación diseñada para marginarlas, como han reconocido algunos de sus diseñadores). La participación ciudadana a través de formas de participación directa con carácter vinculante no existe, en la práctica, en España. Y ello como resultado de un diseño que tenía como objetivo potenciar a los partidos políticos, y muy en especial a los dos partidos mayoritarios (y dentro de ellos a las elites que los controlaban, constituyendo y transformando la política en politiqueo entre las elites gobernantes).
Indicadores del dominio conservador del proceso de transición de la dictadura a la democracia incompleta y su consecuente dominio del aparato del Estado son el enorme retraso social de España (España continúa siendo el país con uno de los gastos públicos sociales por habitante más bajos de la UE-15, el grupo de países de la UE con semejante nivel de desarrollo económico al español), y la negación del carácter plurinacional del Estado español. En realidad, la España de las autonomías era el diseño para negar dicha plurinacionalidad, tal como lo han reconocido (en privado) algunas personalidades protagonistas de aquel proceso de transición. Me estoy refiriendo a personalidades de izquierda española que protagonizaron aquella transición, que, viendo ahora el panorama de agitación social y nacional en Catalunya, han reconocido que puede que fuera un error no establecer aquel Estado plurinacional. También han admitido (en privado) que el Ejército y la Monarquía fueron determinantes en no desarrollar ese Estado plurinacional.
La pérdida de legitimidad del Estado español
Hoy en España las instituciones representativas están perdiendo legitimidad y todos los agentes (desde los dos mayores partidos del país hasta la Monarquía) que tuvieron un protagonismo en aquella transición están perdiendo no solo apoyo popular sino también legitimidad en su poder. Contribuyendo a ello está la aplicación de políticas públicas que se están llevando a cabo sin ningún mandato popular, lo cual está deslegitimando las instituciones, ya de por sí enormemente deslegitimadas. Añádase a ello el comportamiento del gobierno Rajoy, buen representante de la derecha española (incluyendo su corrupción), y es fácil de ver por qué hay hoy en España gran agitación social y nacional.
El movimiento 15M ha sido el que mejor ha sintetizado este sentido popular. Sus eslóganes, tales como “no nos representan” o “no hay pan para tanto chorizo”, son ampliamente compartidos por la mayoría de la ciudadanía. Este movimiento y muchos otros muestran un hartazgo con esta España oficial, con este Estado post-franquista con el cual la mayoría de la ciudadanía no se identifica. La evidencia de ello es abrumadora. Encuesta tras encuesta señalan que la mayoría de la población no considera que las instituciones del Estado español les representen. Y existe una demanda extendida de cambios profundos en las instituciones del Estado que encuentran enorme resistencia por parte de tal Estado.
¿Qué pasa en Catalunya?
Este rechazo al Estado español se refleja incluso con mayor ahínco en Catalunya, donde además del rechazo social y político, hay un rechazo nacional muy acentuado y bastante generalizado. Y de ahí surge el movimiento que exige el derecho a decidir, como expresión democrática, negado por el Estado español. En realidad, el derecho a decidir, que no es ni más ni menos que la expresión de participación popular directa en forma de referéndum vinculante, es un derecho que debería existir en toda España, a nivel de todo el Estado, tanto central como a nivel autonómico y a nivel local. El referéndum, como expresión democrática, es extensamente utilizado en países con mayor calidad democrática.
Y si se admite que España es un Estado plurinacional (lo cual no se ha aceptado en la práctica pese al discurso oficial que sostiene lo contrario), tiene que admitirse que cada nación tiene el derecho de decidir su configuración dentro o incluso fuera del Estado español, negociándose con éste las condiciones de separación si este fuera el deseo popular expresado en un referéndum. La respuesta de las fuerzas conservadoras y/o jacobinas, características del nacionalismo españolista (ver mi artículo “El nacionalismo españolista”, Público, 22.07.13), es la de indicar que la Constitución española no lo permite (refiriéndose indirectamente al supuesto Consenso de la Transición, idealizando aquel documento que en realidad fue fruto de un enorme desequilibrio de fuerzas, en un proceso supervisado por las Fuerzas Armadas y por la Monarquía). Si la gran mayoría de la población en una nación dentro de España desea decidir sobre su futuro, negarse a ello es profundamente antidemocrático, llámesele como se le llame.
Confusiones interesadas
Pero ahí hay toda una serie de confusiones que están siendo promovidas a los dos lados del Ebro. Derecho a decidir no es idéntico a pedir la independencia. Debería ser obvio que para que la población vote por la independencia necesita tener el derecho a decidir. La población catalana, que hoy en su gran mayoría apoya este derecho (81%), no apoya, sin embargo, con la misma intensidad o cantidad la independencia (52%). No todo aquel que exige el derecho a decidir quiere la independencia. Otro elemento de confusión es el de la soberanía. Catalunya podría ser soberana y decidir ser soberana dentro de un colectivo que ella decidiera. Para ser independiente tienes que ser soberano, pero puedes escoger ser soberano sin desear ser independiente.
Ahora bien, la cerrazón de las mayores fuerzas políticas españolas (y muy en particular el Partido Popular, PP, y el Partido Socialista, PSOE) contra el desarrollo de este derecho en Catalunya, intrínseco al concepto de ser nación, está llevando más y más gente en Catalunya a desear la rotura de Catalunya con España y conseguir su plena independencia. El crecimiento de esta demanda por la independencia está aumentando de una manera muy notable, a partir de la demanda del derecho a decidir. Es la expresión política de un sentimiento de alienación y rechazo hacia el Estado español (generalizado a lo largo del territorio español, pero especialmente acentuado en Catalunya), y bien expresado en aquel sentimiento de distanciamiento (en el caso de Catalunya) y rotura final con el Estado.
El derecho a decidir, incluyendo el derecho a escoger como alternativa a la independencia, es una llamada a conseguir un objetivo legítimo por la vía democrática. Es de una enorme incoherencia que el Estado español y sus portavoces en el mundo intelectual se opusieran (con razón) a la lucha armada de ETA, aduciendo que la única vía aceptable para conseguir sus objetivos era la democrática, y ahora, cuando es ésta la vía que una nación exige, se le diga que no es posible. ¿No se dan cuenta de esta incoherencia y de sus implicaciones? ¿No se dan cuenta de que, con su argumento, están dando la razón a ETA? Millones de catalanes y españoles no estamos de acuerdo en que no sea posible en España alcanzar por la vía democrática, sin violencia, lo que la ciudadanía de una nación en España pueda desear, incluyendo la independencia, si ello es su preferencia. Estamos totalmente en contra de la violencia y a favor de los cambios democráticos, con la activa participación de la ciudadanía en la gobernanza del país.
La segunda Transición en Catalunya
De ahí la enorme urgencia de hacer un cambio profundo en el Estado español para permitir el funcionamiento de la democracia, que refleje una segunda Transición, de una España con una democracia incompleta a una democracia más real y completa. Y el hecho de que esta demanda esté ocurriendo ahora y no antes es consecuencia, en parte, de la aparición de nuevas generaciones educadas ya en valores democráticos y laicos, que no tienen en su memoria colectiva el temor al terror que existió a lo largo de cuarenta años en España durante la dictadura. No tienen el miedo que sus padres y abuelos (que perdieron la guerra) tenían, resultado de la enorme represión. Este sano “perder el temor y docilidad” frente a la autoridad del Estado, exigiendo, con razón, que el Estado esté al servicio de la ciudadanía, sin estar instrumentalizado por poderes fácticos financieros y económicos (como está ocurriendo hoy), es una demanda profundamente democrática, tanto en España como en Catalunya. La demanda democrática exigiendo “libertad” (que caracterizó la lucha contra la dictadura) se complementa ahora con una demanda de exigir el poder de decisión con formas de democracia directa, tales como referéndums vinculantes.
La exigencia democrática por una nueva Catalunya
En Catalunya hoy se exige, por mera coherencia democrática, la libertad, no sólo de expresión, sino también de decisión. Y la expresión de este poder implica una nueva Catalunya. Para las fuerzas progresistas, ello implicará un enfrentamiento con la estructura de poder actual en Catalunya. Y es esta segunda Transición en Catalunya la que poca atención ha recibido y la que debería determinar el mérito o demérito de la propuesta independentista para aquellos que apoyan la secesión. Tal planteamiento no es problemático para aquellas fuerzas independentistas que indican que lo más importante en este momento es conseguir la independencia y “luego ya decidiremos los catalanes qué Catalunya deseamos”. Este planteamiento es profundamente erróneo, puesto que tenemos un claro ejemplo (la Transición en España de la dictadura a la democracia) de que el que domine la Transición dominará las instituciones de la futura democracia. Y es probable que la Segunda Transición institucional en Catalunya la dominaran ahora los partidos conservadores y liberales, que ya controlan sin ninguna sensibilidad democrática la mayoría de medios públicos (TV3 y Catalunya Ràdio) y privados. No es descabellado, pues, que esta futura Catalunya pudiera, como ejemplo, tener como Ministro de Economía y Hacienda a un economista ultraliberal independentista (promoviendo constantemente en los medios públicos de la Generalitat) que está a favor de la privatización de la Seguridad Social (como hizo el General Pinochet en Chile). Esta realidad no puede considerarse improbable. Todo lo contrario.
De ahí que haya surgido otra alternativa de cambio que pone lo social (es decir, el bienestar social de las clases populares) como punto de partida para desarrollar una estrategia que configure la nueva Catalunya. Es decir, que lo social –el bienestar y calidad de vida de las clases populares, y por lo tanto de la mayoría de la población- sea la guía para encauzar esta segunda Transición en Catalunya. Las encuestas muestran que un número creciente de ciudadanos en Catalunya cree que aumentar el bienestar para las clases populares de Catalunya es de difícil realización dentro del Estado español, controlado en todas sus ramas por las fuerzas conservadoras del nacionalismo españolista.
Es ahí donde surge el gran aumento de sensibilidades independentistas que, más que independentismo, lo que está surgiendo es un deseo de dejar de ser parte de un Estado que además de no ser sensible a reconocer a Catalunya como nación, dificulta el pleno desarrollo social de tal colectivo. Conozco muchísimas personas que nunca se considerarían independentistas (y todavía no se consideran como tales, sintiéndose también españolas) que hoy quieren que Catalunya se separe de este Estado, sin que ello implique, por cierto, ninguna animosidad a las clases populares de las otras naciones que constituyen España. El adversario es el Estado español (resultado de una Transición inmodélica), no la ciudadanía española, al menos no aquellos que respetan la plurinacionalidad de España.
El reconocimiento de esta realidad y el creciente apoyo al derecho de decidir (que las izquierdas catalanas y españolas siempre reconocieron históricamente) y el deseo de que Catalunya consiga ser soberana, también abre una serie de interrogantes sobre el futuro, pues este futuro dependería de quién lidere y hegemonice la Transición de la Catalunya actual a una Catalunya justa y democrática. De ahí la aparición en el panorama político catalán de un movimiento que está adquiriendo gran envergadura, que es el movimiento Procés Constituent, que pone el tema social como central en sus reivindicaciones nacionales. No es un partido político sino un movimiento político-social que desea una transformación profunda de Catalunya. Considero acertada su estrategia, pues sería un error crear otro partido, pues además de perder su capacidad de movilización transversal, sus peticiones se verían en plan partidista. Es más, en Catalunya (y en España) existen suficientes partidos políticos progresistas que, aun cuando necesitan cambios profundos, pueden vehicular las demandas ciudadanas.
Es este tipo de movimientos, que también es muy necesario que aparezca en otras partes de España para cambiar y revolucionar el país (sin violencia, pues su uso es reaccionario en España), y que exige un cambio en la Catalunya (y en la España) existentes y sus estructuras de poder actual. Es ahí donde aparece inmediatamente el conflicto social. El gobierno de la Generalitat de Catalunya, el partido gobernante, denunció al Procés Constituent por rodear La Caixa, en la cadena humana, porque dividía a los catalanes. Pero los catalanes ya están divididos, entre otras razones, por la visión que tienen de la Catalunya futura. Ahí está el punto clave del que no se habla ni en Catalunya ni en España.
Una última observación. Esta transformación en Catalunya sería difícil de realizar sin un cambio muy notable en España, con mayor protagonismo en la vida política y mediática española de aquellas fuerzas políticas y movimientos sociales que han reconocido la plurinacionalidad del Estado español y el derecho a la autodeterminación (qué ahora se llama el derecho a decidir) de Catalunya. Y aún cuando se silencia y/o oculta en los medios de mayor difusión, tanto en Catalunya como en España, la existencia y crecimiento de tales fuerzas políticas (como IU) y sociales (como los mayores sindicatos del país) que apoyan el derecho de decidir en Catalunya es de un enorme valor democrático a los dos lados del Ebro.
Por otra parte, creer que el Partido Popular va a ser sensible a que la población en Catalunya pueda ejercer tal derecho es no entender qué es el Partido Popular, el instrumento político de las derechas herederas del franquismo que han mostrado miles de veces su cultura antidemocrática y profunda animosidad a la expresión de la identidad catalana. De ahí la gran importancia de que el rechazo al Estado español que existe ya (y que se expresa en las movilizaciones populares) en España sea reconocido en Catalunya y que sea respaldado y apoyado desde Catalunya por las mismas fuerzas que están, no contra España, sino contra las enormes limitaciones del Estado español. La futura hermandad entre los distintos pueblos y naciones de España es prácticamente imposible bajo este Estado heredero del régimen anterior, imbuido del nacionalismo españolista. Esta es la realidad hoy en España y en Catalunya.