Piensa, Pablo, en un domingo soleado en el bosque de Chapultepec. La ciudad ha empezado a despoblarse y las carreteras están llenas de paseantes que cumplen el rito vacacional. La primavera nos ha limpiado un poco el aire. Desde el lago se ven las nubes, el cielo azul y el disco encendido del sol que ya anuncia los rigores del verano en 1975.
En el bosque, los muchos que no pueden y los pocos que no quieren salir de la ciudad, recorren las avenidas, se recuestan a la sombra de las plantas enfermas, compran dulces, algodones multicolores de azúcar, libros en barata y paletas con sabor industrial. Otros escuchan canciones y los niños alimentan a los patos gordinflones. Algunas parejas de novios se besan y acarician larga y sabiamente bajo la mirada terrible de los secos paterfamilias que añoran los “buenos, decentes y respetuosos tiempos”.
En todos late esa sed de naturaleza que padecemos los habitantes de los laberintos de cemento (lejos de mí la intención de condenar a la tecnología. Lo que pasa es que, a veces, se me ocurre que las cosas fueron inventadas para servir al hombre y no para abrumarlo y enloquecerlo). El viejo bosque, dañado por el humo venenoso de las industrias y del millón y medio de autos (¡nadie podrá detener nuestros pasos de hule hacía el desarrollo!), todavía puede ofrecer sus simulacros de vida campestre. Entre los viejos robles que muestran sus profundias llagas y su deteriorada corteza, crecen los brotes de una vegetación nueva que sabrá defenderse mejor de los ataques de la civilización humeante.
En la sala principal de la Casa del Lago, Hernán Uribe, el periodista chileno “a quien tanto querías”, hablaba de ti, de tu obra, de tu lucha política, de tu vida plena y deslumbrante. Lo escuchaban estudiantes de la Universidad Nacional, señoras que leen tus poemas de amor, gentes del pueblo que por primera vez oían tu nombre y que, mientras Hernán hablaba de tus viajes acompañado por los mineros y los campesinos, se sentían alegremente aludidos.
Se hizo una pausa y, de repente, por el salón corrió tu voz delgada, giró tu dulce acento austral. La vieja grabación nos dejó escuchar tus palabras. La emoción se enroscaba por el suelo, recorría nuestras espaldas, nos humedecía las manos. Hablabas de tu infancia en Temuco, de los mineros del salitre, de los pescadores arrebatados por la tormenta; hablabas de la poesía, muchacha amante y mujer hacedora de pan, de los poemas en las manos de la tarde violeta y en los brazos del pueblo que los levanta como banderas; hablabas de la estepa siberiana, del río grande que, partiendo de México, recorre todo un continente humillado; hablabas de tu deseo de regresar a Chile para ver tus desiertos blancos, las olas azotando la enorme playa de Valparaíso, la primavera del sur inaugurando sus flores azules, tu pueblo vivo abriendo un nuevo día.
La pequeña sala te escuchaba en silencio. La gritería que entraba por las ventanas retrocedía ante tu voz lejana. Hernán, chileno pensativo, miembro de ese grupo de escritores que han encontrado refugio en México y que han venido a enriquecer nuestra visión del mundo, citaba a Cardoza y Aragón (¿Cardoza es guatemalteco? La pregunta no tiene ningún objeto. Se me ocurre que es poblano o que, tal vez, nació en Guadalajara) e insistía en el hecho de que lo que importa es tu obra total, incluidos los errores, las caídas violentas, los desfallecimientos. Dejemos a los costureros del balance preciso el ocioso deslinde. Nosotros nos quedamos con tu obra entera, con esta visión inmensa de un mundo real que debe ser transformado para que los hombres puedan habitarlo.
De nuevo se escuchó tu voz. Se hizo el silencio y apareció la cordillera de Chile cubierta de flores amarillas. A lo lejos bramaba el mar del sur y crecían las pampas estelares. Toda América fue convocada a la reunión. Asistió el pequeño Paraguay maltratado por su dictadores prusianos y llegaron Bolivia con su lago lunar, Nicaragua muriendo entre cachuchas galoneadas, Panamá con su costurón doloroso (operación de apéndice, diría Salvador Novo), los indios de Ecuador… llegaron las hermosas muchachas de la selva y los politicastros corrompidos, los banqueros ligados a las transnacionales y las enormes flores de la selva brasileña (las que Pellicer midió en versos); los “milicos” expertos en tortura y asesinato y los mineros cubiertos de polvo, las duras tierras y los corazones empedernidos de los oligarcones del privilegio.
Hablabas de regresar a Chile y tu voz estaba llena de urgencia. Tenías que regresar ahora mismo. Nada de esperas en las estaciones, de paradas para ver el mar o para comprar un caracol o una concha con todos los colores del arco iris. Tenías que regresar a tu casa en la Isla Negra y llamar a reunión a Pedro el fogonero, a Enrique el estudiante, a Arturo el campesino. En el poema era tu voz un tumulto de urgencias. Estabas en la estepa siberiana o en las montañas de México. Tal vez estabas en tu Bucarest floral o en Roma, al lado de Alberti, y tenías que regresar de inmediato. Te acababan de informar que Chile se hundía en los mares y que los lobos andaban sueltos, abiertas las horribles fauces babeantes de odio criminal.
Regresar pronto… el poema urgía el retorno y todos los que te escuchamos hicimos un movimiento para ayudarte. Era necesario hablar a las agencias de viajes, ir a las oficinas de las líneas aéreas, alquilar una lancha pequeña, buscar un barco que estuviera a punto de salir para Chile. Sentimos que la llamada no era el grito de una voz aislada, sino el rumor de todo un pueblo oprimido y destrozado.
Entonces nos dijeron que estás muerto y enterrado en Chile. La urgencia no cesó, pero pensamos que tu pueblo te está escuchando en este momento y que acudirá a tu llamado. De nuevo tu voz está unida a las voces de tus gentes. Dicen lo mismo. Lo que transfiguras regresa al pueblo y se hace carne humana.
Piensa, Pablo, en un domingo soleado en el bosque de Chapultepec y en un grupo que escucha tu voz. Lo que importa es que tu obra total sea levadura y que tu pueblo amase un nuevo pan.
*Poeta, abogado y diplomático mexicano. La carta está fechada en septiembre de 1973 y fue leída el 3 de septiembre de 2013 en el Palacio de Bellas Artes, durante el Homenaje a Neruda coordinado por el periodista Mario Casasús.